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Las sonrisas de plumaje cortés y distante evocaron en Ígur pasados y expectativas inmediatas, y, sabiendo lo que estaba por llegar, las llenó de resonancias sexuales; imaginó su impaciencia compartida por tanta discreción, y eso lo excitó aún más.

– Qué queréis, Barón -dijo Fei-. No necesitáis crédito en esta barra, ni puedo daros más de lo que hay en mí: de lo que me pedís no dispongo.

– Te lo doy todo -le dijo Sadó a Ígur-. ¿Te acuerdas? ¿Qué más quieres?

– ¿Qué nos queda por querer, entonces? -le dijo Isabel al Magisterpraedi.

– ¿Qué se puede querer, cuando ves que a las mujeres inigualables morirás sin haberlas hecho tuyas? -dijo Boris.

– ¿Qué se puede querer, cuando ves que a las mujeres inigualables ya las has hecho tuyas? -le dijo Ígur a Sadó.

– Nos hemos tenido -dijo Arktofilax-, y nunca nadie nos podrá quitar ni aquello que puede verse de nosotros. ¿Qué más quieres querer?

Silencios y anhelos de respuesta se cruzaban como las copas y las miradas.

– Te queda el tiempo, amor mío, la extensión de tu triunfo; has vencido a todo aquel que se ha topado contigo, y aunque no fuera así siempre me tendrás a mí -dijo Sadó sonriendo a Ígur.

– Y sin embargo, señora, más vale eso que nada -dijo Boris-, si es que en caso contrario tenemos que topar con el mundo genérico.

– Justamente eso, queridísimo. Quiero querer -dijo Madame-. Lo añoro con toda el alma.

– ¡Me haces tan feliz! -dijo Ígur-. Y sin embargo, después de todo… ¡Qué más me da toparme con una cosa que con otra!

– En absoluto, Barón. Toparíamos con la realidad presente -dijo Fei.

– El deseo es la única fuente de topetazos, querida -dijo el Magisterpraedi-, aunque sólo fuera por eso ya no deberías añorarlo; aquel al que han hecho inmune a su veneno, debe saber reírse de eso.

– ¿Me querrás siempre? -dijo Sadó, y se reía como si fuera una broma.

– Añoras la nostalgia anticipada de la juventud, querida -le dijo Arktofilax a Isabel-. ¿Creías que tendrías más?

– No pongáis esa cara, querido Barón -dijo Fei riendo-; he sido vuestra cuando lo habéis querido, y no haré excepciones la próxima vez.

– No sé si más o menos -respondió la Maestra-, pero sí que sería diferente. -Miró uno por uno a los de la mesa-. Fíjate, el tiempo se les acaba y lo saben, pero no saben hasta qué punto. -Levantó la voz, porque Mongrius se acercaba-. Así pues, amigos, si os apetece, hay un pequeño espectáculo especial para vosotros.

– Esta noche mismo, señora -dijo Boris a Fei lentamente, y le tomó una mano; Ígur lo miró de reojo un poco sobresaltado, y se volvió hacia Sadó.

– Te querré para siempre, amor mío -le dijo.

Mongrius se acercó a la mesa.

– El espectáculo está preparado.

– Vamos, pues -dijo Madame, y todos se sentaron cerca del estrado, tras el cual había instalada una pequeña orquesta, versión reducida de la del día del trapecio volante, y un coro de ocho voces. Una vez todos aposentados, arrancó la música.

Se nel seno vi bulica il core

Il rimedio vedetelo qua.

Entraron en procesión dos parejas con túnicas blancas y capas rojas, precedidas por un adolescente vestido con colores metálicos y con un peinado caprichoso enlazado por una corona de laurel dorado, todo él tocado de una deliciosa ambigüedad sexual (en realidad, Ígur creyó en principio que era una chica, y no de las menos delicadas), y subieron todos al estrado. Ígur reconoció a Ismena y a Destoria, la dama que había conocido en Bracaberbría, y al actor que había hecho de Kiretres el día del trapecio, amante de Fei el día del piano; el cuarto le resultaba desconocido.

– ¡Amables Reinas y Nobles, Caballeros y Damas -cantó con una tesitura muy tierna de soprano el adolescente erigido en Trujamán, con fondo de pífano y tamboril-, ésta es la verdadera historia en el tiempo que veréis de los ínclitos Arktós y Cuneitela -y se adelantaron saludando Ismena y el desconocido, cubiertos de un maquillaje opaco y blanquecino que quería indicar vejez-, representados por la noble Ismena y el incomparable Firmin, ¡y los ascendentes Harpsifont y Setolmene que encarnan la gran Destoria y Poldino sin rival! -se inclinaron los otros dos, maquillados con más brillantez; Ígur se fijó en los espectadores de la primera fila, entre los que destacaba un hombre enorme, redondo y porcino hasta la náusea-; vean ahora el tránsito de los tiempos, revoluciones y oposiciones de los cuerpos en sucesión -y, con un cambio de la melodía a la modalidad jónica, los cuatro actores iniciaron un baile más bien rígido en el que las parejas se intercambiaban tanto en cruz como en círculo; a Ígur le hipnotizaba la monstruosidad del hombre obeso de carne blanca, labios delgados y manos minúsculas y delicadas que insistían en la idea de un helada y turbadora singularidad genital; el joven Trujamán levantó la voz en canto agudo-: ¡Angeles de la Aufklärung! -Y el baile ganó movimiento y plasticidad-. ¡Vean cómo el recuerdo de unos alimenta el porvenir de otros! -Y Firmin besó a Destoria mientras Poldino evolucionaba alrededor de Ismena-. ¡Tanto en las afinidades como en los géneros, los flujos de la vida iluminan los latidos de los tiempos! -Y tal y como Firmin y Poldino se apartaban, Ismena y Destoria se acercaron hasta tocarse; Ígur se fijó en Fei y Sadó, y confirmó cómo en su pensamiento se habían intercambiado el atractivo basado en elegancia discreta y el reclamo de la evidencia sexual, y entonces la música cambió de ritmo, pasó al modo lidio, e Ígur, que había perdido un momento de vista la escena, se encontró con que Ismena y Destoria se desnudaban la una a la otra, y el Trujamán adquiría tintes sincopados-: Para sucederse, hay que quererse, y así la loba Cuneitela y la lóbrega Setolmene -una vez desnudas pero con las joyas tintineantes, Destoria se puso a gatas e Ismena, tumbada por debajo de ella orientada al revés, le chupó los pechos, y lentamente fue avanzando hasta besarle el sexo y ofrecerle el propio en la boca; entonces se le colgó de las caderas abrazándoselas, y arqueándose levantó la pelvis hasta que los labios de la otra llegaron a ella-. ¡Ah, cruel Setolmene, chupadora de las bondades de Cuneitela! Ved el detenimiento de la sucesión, que no fundación, porque como dice el antiguo dicho,

al trueno de atrás,

¡mal rayo me enjuague!,

no le mandarás

un rayo que juegue

y, nobles seguidores, aquí nadie debe excederse en ningún ritmo -entre tanto, Firmin y Poldino rondaban a las mujeres como si les azuzara una duda, o como si otro los ralentizara, y a un nuevo cambio de la música al modo frigio se acercaron Firmin a Ismena y Poldino a Destoria y sin soltarlas de su enlace las levantaron del suelo y las penetraron, Poldino sosteniendo por los muslos a Destoria, y ella colgada con las manos en el correaje de los hombros de Firmin, que a la vez había tomado por el flanco a Ismena, quien daba peso a Destoria, habiendo perdido ambas contacto con el suelo, y así copularon, posteriormente Ismena y Firmin, frontalmente Destoria y Poldino-. ¡Ved cómo el mundo cree que Arktós y Harpsifont conectan por el interés, y ellos creen que conectan por el espíritu, cuando de hecho, y como podéis ver, conectan por las mujeres que los devoran!

Porque, efectivamente, las penetraciones de los hombres eran caprichosas y a menudo se retiraban para alternar ano y vagina, o para permitir, por ejemplo, Firmin que Destoria pasara la lengua de su miembro al sexo abierto de Ismena, o Poldino que los labios de Ismena recogiesen o aumentasen toda la humedad que el vaivén proporcionaba; a menudo la cópula ayudada de unos labios se convertía en un segundo en felación sobre vulva, o en cunnilingus contrapuntado por falo.

– ¡Ouroboros! -gritó alguien entre el público.

– ¡Anfisbena! -replicó otro, y se formaron divisiones de seguidores de ambos.

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