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Un cuarto de hora después, disipadas susceptibilidades por lo menos aparentemente, se reencontraron los signatarios con el Jefe de Protocolo y el Jefe de Recepción en el vernissage anunciado. Ígur podía respirar la rareza del esfuerzo por ser amables de personas enfrentadas a la más absoluta desmotivación afectiva, por lo que intentó acelerar la partida, pero Arktofilax se lo tomaba con la mayor calma, y Francis parecía que se complaciera en prolongar la exhibición de su Caballero transgresor y excusado, sin que Ígur supiera si pretendía acabar de humillarlo o hacer ostentación de poder delante de los funcionarios del Laberinto.

Finalmente, ya al mediodía, y con una informalidad nada alejada de los rigores protocolarios, se despidieron, y Arktofilax e Ígur se fueron a comer.

Hacia los postres, Ígur estaba conmovido por el desprendimiento que Arktofilax mostraba respecto a ciertas cosas de la vida, que a él le parecía más propio de un adolescente que de un hombre más que maduro, y empezó a preocuparle si su compañero de Entrada al Laberinto se encontraría en posesión de toda su experiencia y en condiciones de afrontar imprevistos; y, sin embargo, cuando convenía sabía manifestar un carácter extraordinariamente eficaz y expeditivo. Resolvió salir de dudas, en parte también, aunque le hubiera costado reconocerlo, empujado por un sentimiento de afecto que, de tan rápido como había nacido, cada vez que lo descubría le sorprendía.

– Debo confesaros una cosa -dijo, armándose de valor-: yo sabía que necesitábamos la firma de Silamo en las cédulas de los derechos, y lo pasé deliberadamente por alto pensando que, como la entrada al Atrio no fue oficial, no aparecería consignada.

Al principio de la explicación, Arktofilax ya lo miraba con ironía.

– Puedes estar tranquilo, no me chupo el dedo; antes de que aquella banda de buitres abriese la boca, ya sabía por dónde iban a salir. Pero tampoco te engañes tú, comprende que era la única manera de mantener una postura de fuerza para no caer en sus manos. -Soltó un suspiro humorístico-. ¡Es duro tener que tratar con pigmeos habiendo conocido los tiempos de los gigantes!

Ígur se sintió en ridículo.

– ¿No ha sido contraproducente reprocharles un exceso de fijación ante la letra de los contratos?

– Al contrario, les ha permitido autoafirmarse y creer que nos perdonan la vida. Esta noche dormirán tan felices como nosotros; no hay nada peor que un asno que cree que tiene ideas propias.

Ígur evocó la respuesta del Secretario del Laberinto ante la actitud de Arktofilax, y la de Francis, y le recordaron una de las sentencias de Omolpus: se puede medir el resplandor propio de alguien por el miedo que da a los imbéciles.

– Me llama la atención -dijo, después de una digresión- la relevancia de la Apotropía General de Juegos en la letra que hemos firmado.

– Es un residuo burocrático, y a la vez una cuestión de método. Al margen del hecho de que, por razones que ya debes conocer, la Apotropía de Juegos es propietaria de más de medio Imperio, en origen la Agonía de los Laberintos dependía del Apótropo de Juegos, hasta que hubo un conflicto de competencias durante los trámites previos de la Entrada a Eraji. Después de arduas negociaciones, se llegó a una solución de compromiso: el Agon de Laberintos (ahora es el Agon del Laberinto, y francamente me gustaría saber qué será si lo conseguimos) se independizaba administrativamente, pero sin adquirir rango de Apótropo, condición impuesta por los de Juegos para no verse disminuidos en el Consejo General de la Hegemonía. Pero la dependencia continúa de hecho en el aspecto técnico, porque el espíritu y los mecanismos, tanto iconográficos como tecnológicos, de los Laberintos son los mismos que los de los Juegos Imperiales.

– De ahí la insistencia de Debrel en que me familiarizara con ello. Pero no acabo de ver qué reglas de Juego podemos encontrar dentro del Laberinto.

Arktofilax esperaba la pregunta.

– Ahora es imposible saberlo. Pero de lo que sí te puedo hablar es de la base formal que los inspira a todos; la disciplina concreta es la que hoy conocemos como topografía de la cooperación, cuyos parámetros cualitativos son, como muy bien sabes, la conjetura, el ataque, la bondad y la penalización, todos ellos bajo la mesura de la transregla, que es el mapa epistemológico que rige todas las situaciones posibles provinentes de alteraciones de las reglas, con las correspondientes interacciones. De ahí deriva la matriz de estrategias y el metajuego, regido por el metadelito y el control secundario, a partir del que se edifica la pirámide de controles, o enesemitud de metacontroles. Cuantitativamente, todo ello se rige por la escala de seguimiento de reglas, que durante un tiempo, hasta que cayó en desgracia, como debes saber, se llamaba Escala de Debrel en honor a su inventor, ¿no te lo contó? No me extraña, no debe gustarle demasiado evocar aquella época. Debrel era el más grande de los topólogos de cooperación de la Apotropía de Juegos, a la vez que se ganaba la vida como Consultor del Anamnesor, y fue él quien estableció, entre muchas otras cosas, las leyes de acuerdo con las reglas, que van en escala del cero al doce, desde la cooperación total o vinculación de sustancia, correspondiente al doce, al triunfo con destrucción del enemigo, al que dio el factor cero coma uno después de demostrar que la figura cero no es posible. A partir, sin embargo, de cero coma uno, se asciende a la incompatibilidad, el enfrentamiento terciario, correspondiente al uno coma cinco, o triunfo sujeto a reglas con un cierto grado de transgresividad que lo llevan hasta el factor tres, a partir del cual se entra en el enfrentamiento con reglas para la conservación del adversario, a los factores del cuatro al cinco correspondientes a los diversos grados de recuperación de las partes derrotadas, mediatizados por las correspondientes posibles transgresiones de las reglas, hasta el factor seis, fluctuando entre la indiferencia y la evitación, a partir del cual los factores rigen la asociación más que el enfrentamiento, siempre con una consideración aparte por el interesantísimo fenómeno de la traición, metamediatizado a la vez por una segunda escala de factores correspondiente a la conciencia (otros prefieren llamarlo azar, otros voluntad; con una ligera corrección de escala, el resultado es el mismo). Hasta el factor ocho se llega a través de diversos grados de tolerancia, y a partir del ocho y medio encontramos la cooperación, de la que forman parte la participación en las ganancias y los reaseguros, tanto positivos como negativos (me han dicho que últimamente los negativos están en alza). Para acabar la escala, entramos en el diez, donde se trata de convertir al adversario en cliente, por ejemplo, y del once al doce navegamos por complicados problemas de identidad, de identificación y, finalmente, de desdoblamiento de personalidad; como ves, no todo se acaba en la vinculación total, y por eso Debrel, un humanista cínico que no quiso dar a los burócratas el gusto del factor cero, sí estableció en cambio el doce para burlarse de los que creen que pueden jugar ellos solos, por no decir contra ellos mismos. Eso generó una discusión conceptual sin fondo: ¿qué factor hay que atribuir a quien practica en solitario un Juego con posibilidades de autodestrucción? Hubo quien inventó una segunda escala negativa, otros una metaescala de N dimensiones, pero al final la más práctica, la que ha terminado por imponerse, ha sido la de Debrel.

– ¿Todo eso qué relación tiene con el Laberinto?

– La factorialidad es la base del Laberinto, el espíritu de su Ley. Por cierto, ¿la has leído?

– Claro que sí -dijo Ígur, deseando que no quisiera comprobarlo-. Me parece entender que la factorialidad exige un sistema cerrado. En el Laberinto parece posible, hasta cierto punto; pero ¿y en la realidad?

– La factorialidad es, justamente, una herramienta para entender el mundo. Los casos extremos, no de la Escala de Debrel, sino de su aplicación, pertenecen a la metafísica, o, si lo prefieres, a la conceptualización del lenguaje. Si el hecho de que nuestra visión de la realidad esté tamizada por el lenguaje y por lo tanto sea, en cierta manera, una forma de trascendencia, quiere decir que el lenguaje es, por contra, inmanente a la realidad, puede conciliar las escuelas, o por lo menos darles tema de discusión, pero no nos hace más asequibles los casos límite. ¿Cuáles son los extremos del Juego? Por abajo, aquel en el que la ley global, o la regla básica, sea una autorreferencia negativa: ése es el Juego imposible.

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