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Por arriba, el Juego en el que no exista manera de hacer trampas, así como no hay quien pueda hacerle a la naturaleza nada que no sea natural. Los geómetras han construido diversos conjuntos de reglas que hacen posible esa condición, pero resultan Juegos excesivamente complejos, y tan desprovistos de alicientes emocionales vulgares que los vuelve inasequibles para la mayoría, y tan sólo interesantes para los teóricos y los fanáticos. Lo único que, formalmente, se puede factorializar en la escala de Debrel es lo que se llama el Juego Total, que, como puedes imaginar, es la ausencia de Juego, que incluye cualquier Juego parcial y coincide, por lo tanto, con el mundo perceptible.

Ígur creyó más conveniente no insistir con el Laberinto.

– La factorialidad es también la base de la justicia, si no me equivoco -dijo.

– Ésa es una vieja historia -dijo Arktofilax-. Hubo un momento en que no tan sólo la materia punible tipificada no se correspondía de forma biunívoca a la moralmente considerada indeseable con criterios, si se quiere, dudosamente objetivos, en cualquier caso lo más objetivos posibles, sino que la amplitud de los dos bloques de elementos y la sinuosidad y naturaleza maleable de la franja que queda en medio obligó a una reestructuración del sistema, y es ahí donde entran los Juegos, en concreto el concepto de factorialidad de colaboración. Por ejemplo, pongamos por caso que eres el encargado de resolver un determinado problema delictivo y has descubierto algunos culpables. Podrías detenerlos, pero tienes indicios de que no se trata de los principales responsables, y los dejas seguir sin perderlos de vista hasta que te conducen a los peces gordos. Hasta ahí, el procedimiento clásico. Imagina que llegas hasta arriba del todo, suponiendo que eso sea posible, que no lo es, por lo menos en un grado de exigencia moralmente aceptable. ¿Qué haces, los detienes? Imagina que tienes poder para hacerlo, que puedes darles un escarmiento público y convertirte en un héroe; ¿lo harás?

– Si eso se traduce en un bien público apreciable.

– Y, sin embargo, es muy posible que eso te llevara a uno de los errores más comunes. No sé si has pensado en la diferencia de modelos de cooperación que existe entre el de un sistema en el que, cuando preguntas, presupones que te dirán la verdad, y, por lo tanto, si te mienten lo aprecias como una peculiaridad, y el de otro en que estás obligado a suponer que no te la dirán, y, por lo tanto, que lo hagan o no lo aprecias en el marco de la mera factorialización de la certeza. Una vez más, la norma de comportamiento te la proporciona el Juego, que es una de las pocas disciplinas que te permite tratar un fenómeno como un conjunto verdaderamente cuantificable sin categorías de valor. Lo importante es la estrategia, no pensar en la obtención del factor puntualmente favorable, eso es lo que hace el burro que corre detrás de la zanahoria, sino en lo que tiene que conducirte al éxito final, prescindiendo de las bondades aparentes inmediatas, y con los sacrificios parciales que sean precisos. En algunos casos es fácil de distinguir, hasta es elemental, por ejemplo, apostar a la carta más alta, o en el póquer mismo, donde todo el mundo sabe que no gana quien tiene mejores cartas, sino quien mejor las juega, pero en otros, sobre todo cuando tú mismo eres una pieza del Juego, puede ser más complicado.

– Cuando tú mismo eres una pieza del Juego, pocas metaestrategias te harán ir contra ti -dijo Ígur.

– No lo creas. Es cierto que, por más que la naturaleza humana sea proclive a la multiplicidad del Juego, el movimiento que va en contra del sujeto no lo hace nadie, salvo el suicida, pero muchas veces lo que a pequeña escala parece un perjuicio no es más que un peldaño para obtener un mayor beneficio futuro. Por ejemplo, ante una confrontación cerrada, la única manera segura de ganar es apostar contra ti, porque nunca sabrás con seguridad si en la confrontación vencerás, pero tienes en cambio la certeza de que, si quieres, puedes ser derrotado y, por tanto, ganar la apuesta. Todos vivimos apoyándonos en lo que nos es favorable.

– ¿Y en el caso a que nos referíamos antes?

– Ahí es donde aparece por primera vez la factorialidad, a cuantificar los siguientes elementos: primero, el coste de la operación, estratificado temporalmente paso a paso, y la evaluación de costes en el futuro, incluidos los judiciales, por lo tanto los lúdicos; segundo, las posibilidades de estrategias a favor o en contra tuya de terceras fuerzas, dicho de otra forma, la posibilidad de aparición de factores externos que desequilibren el primer cálculo.

– ¿Cómo se puede evaluar? Es imposible prever todos los factores que intervienen en una operación tan compleja.

– No es una cuestión tan metafísica como llegar arriba de todo de una jerarquía, siempre puedes jugar con aproximaciones hasta un porcentaje de imprevisión aceptable; te lo proporciona la propia mecánica factorial. Prosigamos: el tercer grupo de elementos por cuantificar, suponiendo que consigas desarticular a los individuos objeto del problema, son las condiciones en que tal problema se reproducirá gestionado por otros individuos que tú no conoces, porque la estadística demuestra que todo fenómeno ilegal de generación espontánea es producto de una malformación social o histórica profunda y, por tanto, muy difícilmente cuantificable y, en cualquier caso, absolutamente fuera de tu alcance, y, aunque elimines a los individuos, el problema se reproducirá enquistado en otro lugar en condiciones equivalentes. Por lo tanto, volverás a estar en el punto de partida, con el inconveniente de que habrás creado un precedente en tu persona y te habrás convertido en la bestia a batir, al margen de que el nuevo grupo tendrá la experiencia de lo que haya pasado con el anterior. ¿Cuál es la solución? La factorialidad te la da: actuar, si las condiciones de reproducción son lo bastante lentas y difíciles como para tener un tiempo aceptable de tranquilidad, o dejarlo correr, en caso contrario; ésos son los casos extremos, y realmente los más interesantes; normalmente, la cuantificación factorial conduce de nuevo a soluciones clásicas: una vez en lo alto de la organización, pactar con la plana mayor, operación que por lo menos te asegura dos cosas: que no habrá expansiones que tú no conozcas, y que, con esas reglas encima de la mesa, no se hará ningún movimiento contra ti, lo que introduce, por cierto, el concepto de Juego Continuo. Fíjate que todo lo que te digo es válido tanto para influir en una organización desde la Administración (observa que digo Administración, no Imperio), como al revés: las altas instancias del Imperio no tan sólo son abordables también a través de las normas del Juego, sino que son las más especialmente sensibles, y no hay regla de protección que un especialista invente que otro no sepa contrarrestar. Si no puedes evitar el mal, contrólalo, y si te repugna participar, dedica al bien de la humanidad el beneficio material que obtengas, no serás el primero: el noventa por ciento de la caridad del Imperio proviene de las cloacas, eso lo sabe todo el mundo. Si eres un payaso moral tan duro de pelar que a pesar de todo lo que has tenido que presenciar para llegar tan lejos no te place la solución, aún te quedan dos alternativas: primera, el metacontrol; pero para ejercerlo con eficacia hay que tener mucho poder, de hecho, al margen de los Príncipes en su terreno, sólo metacontrolan el Hegémono, el Apótropo de la Capilla y los Equémitores; el problema del metacontrol es la facilidad con que se pierde de vista el campo. La solución a que ha llevado la práctica es que el metacontrol forme parte del campo, y entonces se genera automáticamente un meta-metacontrol, una dimensión más de Juego Continuo. -Respiró hondo-. Al final, si no eres un maestro consumado resulta difícil no confundir los términos.

– Llega un momento -dijo Ígur- en que la confusión es total.

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