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– ¡Su Excelencia Imperial el Príncipe Bruijma!

Entre las inclinaciones de rigor, más acentuadas en unos que en otros, entró el personaje, alto y corpulento, talmente una fiera, con pinta de oso, mezcla de toro y tigre, con colores de lobo, inyecto y brillante de labios y ojos, despechugado, piloso, exuberante en humores, sanguinario, enciudo, dientes y mandíbulas, barba corta y entrecana, caliente y carnicero, fornido y poderoso. A Ígur, a quien le costaba ver en todo aquello el inicio de un Juego con posible resultado de muerte, miró a Arktofilax de reojo, y, tal como imaginaba, el Magisterpraedi miraba a Bruijma a la cara. Ígur había supuesto que un Príncipe considerado joven sería un joven, pero se encontró con un hombre de más de cincuenta años.

El Príncipe se situó ante los visitantes, y el Jefe de Protocolo los presentó, incluido a Francis, lo que a Ígur le pareció una payasada, porque era de suponer que Francis despachaba regularmente con él. Bruijma se dirigió a Arktofilax, con una voz de trueno cascada de acuerdo con la prestancia de bestialidad del conjunto.

– Volveros a ver nos agrada, Magisterpraedi, nos satisface que forméis parte de nuestra Entrada.

– Siempre a vuestro servicio. Excelencia -dijo Arktofilax sin ninguna afectación.

A Ígur se le ocurrió que quizá se consideraba que Bruijma, Hydene y Neblí eran los personajes de ficción a través de los cuales hablaban el Príncipe, el Magisterpraedi y el Caballero. Quizá el objeto de la transposición era absorber cualquier apreciación, por más velada que fuera, que pudiera aparecer sobre las prerrogativas que la población supone en un Príncipe: aprovecharse de todo sin pagar, etcétera.

– ¿Lo conseguiréis? -preguntó Bruijma.

– Así lo espero. Excelencia.

– Tenemos el mayor interés en que lo logréis, y confiamos plenamente en vos. -Ígur pensó en Debrel, no tan sólo porque le parecía justo hacer mención, sino sobre todo por la posibilidad de interceder por él; pero quién sabe los turbios designios que lo habían condenado, y además ¡qué podía hacer un oscuro Caballero al que un noble no tenía que recatarse en atribuir, si le venía en gana, el negro cometido de la exaltación de los instintos primarios de la ciudadanía, como tantas veces así había sido! Bruijma se dirigió a él-: ¿Y vos, joven Caballero, tenéis buen espíritu? ¿Creéis que lo conseguiréis?

Ígur no pudo contenerse de mirarle los ojos, que tenía grises y envenenados de un aire hipnotizador, e intentó tranquilizarse: la situación tenía cualquier significado, o no tenía ninguno.

– No tengo la menor duda. Excelencia -dijo.

Apreció cómo, sin duda, Ígur Neblí era el rol de Ígur, personaje ficticio de un joven de Cruiaña; ciertamente, el director de escena lo tenía todo previsto, no era necesario inventar ninguna realidad, porque la conversación era la invención que ocultaba al verdadero sujeto, quién sabe en qué medida distante la letra de las palabras, quién sabe si un mundo que él nunca habría ni sospechado, o bien tan sólo una sutileza, una coma; de repente se dio cuenta de que los demás lo miraban con preocupación perentoria. ¿En dónde había fallado? ¿Qué iba mal? Se fijó en lo que había dicho Bruijma. ¿Cuántas palabras había pronunciado? ¿Cuál era la sexta letra de la sexta palabra? Algo se le escapaba, y no sabía ni dónde buscar.

– Eso nos complace -dijo el Príncipe, sin ninguna inflexión de voz significativa-. Esperaremos con impaciencia vuestra salida del Laberinto. -Ígur pensó que quizá el Príncipe era un idiota, y lo que decía no contenía ninguna información de utilidad, o era un actor, y entonces las palabras que había que analizar eran las del Secretario, antes en la audiencia, que él había escuchado mirando a las musarañas-. En vosotros confío, no falléis.

Dio media vuelta y se fue.

– Su Excelencia -anunció el Jefe de Protocolo una vez que Bruijma hubo salido con los tres ujieres- os invita a una copa para conmemorar la visita.

– Aceptamos con mucho gusto -dijo Arktofilax adelantándose a la previsible tentación de Ígur de cuestionar la rectitud de un convite que el anfitrión no comparte.

– Antes, si no tenéis inconveniente -dijo Pauli Francis-, firmaremos los Protocolos de Entrada.

Los hizo pasar a un amplio despacho donde esperaban de pie tres funcionarios que fueron presentados como el Secretario Administrativo de la Agonía del Laberinto y sus ayudantes. Se sentaron todos a la mesa central, Francis con un asistente, Ígur y Arktofilax a un lado, y los representantes del Laberinto en el otro, y se intercambiaron diversos documentos que, a medida que leían, se devolvían firmados; hubo diversas interpelaciones y aclaraciones por los dos bandos, pero las discrepancias fueron insignificantes y rápidamente solventadas, hasta que se llegó a las cédulas de participación.

– En nuestros informes consta el geómetra Debrel -dijo el Secretario de la Agonía- como Asesor Técnico, y su ayudante Silamo Aumdi, aunque éste se introdujo en el Atrio con un subterfugio ilegal. -Francis se altivo para iniciar una protesta, pero el otro lo detuvo con un gesto cortés-. No importa, lo habríamos autorizado igualmente -sonrió-, y puesto que ya sé que no es ésa la cuestión, no es necesario que hablemos más; en cualquier caso, necesitamos las firmas de ambos en los documentos de los derechos.

– La del geómetra Debrel no es posible -dijo Ígur con vacilación-, se ha visto obligado a ausentarse, y desde hace tres semanas se encuentra ilocalizable.

Hubo una tensión incómoda; nadie parecía dispuesto a exacerbar los ánimos, pero el Secretario de la Agonía, aunque tuviera que excusarse hasta donde hiciera falta, parecía resignado a ser inflexible.

– El caso de Debrel lo teníamos previsto -dijo Francis (¿ah sí?, pensó Ígur, eso sí que es interesante)-, y hemos preparado un documento de cesión provisional de depósitos, naturalmente con sanción acumulativa de intereses; si os parece correcto… -Alargó un pliego al Secretario de la Agonía.

– Muy bien -dijo el otro después de una ojeada-, por este lado no hay problema. Pero en el caso de Silamo Aumdi -consultó otra hoja-, nos consta que trabaja en un Subdepartamento de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía, por lo tanto es perfectamente asequible. ¿Puedo saber por qué no está aquí?

Francis dirigió una mirada furiosa a Ígur, quien se vio perdido.

– Tal vez el Caballero ignoraba los requisitos legales de la Entrada… -apuntó uno de los ayudantes del Secretario de la Agonía.

– Tal negligencia es inconcebible -protestó el Secretario-. No quiero ni pensar que exista una deliberada distracción de beneficiarios -Francis se revolvía en la silla-, porque en ese caso…

– Supongo que sois consciente de la gravedad de la insinuación -interrumpió Arktofilax-. Acabáis de endilgar la más mezquina de las acciones a un Caballero de la Capilla del Emperador, y si no tenéis pruebas -hizo una pausa para dar tiempo al otro a abrir los brazos con incertidumbre-, exijo una inmediata rectificación -el Secretario asintió-, y que encontréis remedio al callejón sin salida a que vuestra miopía ante el sentido de los contratos nos ha llevado.

– Quizá el ilustre Secretario del Príncipe Epónimo podría extender un documento parecido al que afecta al geómetra Debrel -dijo el ayudante del Secretario de la Agonía-, porque si la Entrada es el día veintiuno, el calendario del Laberinto no permite volvernos a reunir para firmar con el señor Aumdi.

– No veo inconveniente -dijo Francis, aliviado pero aún contrariado, y se volvió a su asistente-: Haced el favor de redactarlo con las condiciones que os indicará el señor Secretario.

Ígur se maldecía por una torpeza tan estúpida, y miró a Arktofilax con respeto, sin saber si admirar la energía y la contundencia o conmoverse por la nobleza y la confianza, que atribuía a la ingenuidad acumulada en forma de olvido tras tantos años alejado de la gente y, sobre todo, de la Administración, donde, de todas formas, aunque fuera, como los cretinos y los poderosos, a hachazo limpio, salía espléndidamente bien librado. Mientras tanto, el funcionario preparó el documento, y el Secretario de la Agonía exigió el aval de Francis y Arktofilax y que venciera a los quince días como cédula provisional, al término de los cuales Francis y Silamo Aumdi transferirían los poderes a la definitiva.

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