– Intenté contactar con él no hace mucho -dijo Ígur-, y encontré los códigos barrados.
– ¿Ah sí? Qué raro… ¡Mala suerte! -dijo Madame Conti con indiferencia, y se hizo un silencio.
Ígur vio que no sacaría nada más de ella.
– Necesito saber dónde está Fei -dijo sin rodeos.
La Conti se pasó la mano el cuello hacia abajo.
– Ya te dije el otro día que no sé dónde está, y aunque lo supiera no te lo diría.
Su mano sin los anillos habituales jugueteaba escote arriba y abajo, e Ígur tuvo un arrebato y la sujetó con violencia; ella le plantó cara ofensivamente divertida y nada asustada, sin el más leve movimiento de defensa.
– Es inútil -dijo-, puedes estrangularme si quieres, que no te diré nada. -Ígur aflojó la tensión y se sorprendió sin disgusto al contacto de un cuerpo aún excitante; ella se dio cuenta al instante-. ¿Qué es esto, Caballero impasible? ¿Cuántas tetas estás dispuesto a tocar para llegar a las que quieres tocar?
Ígur la soltó.
– ¿Dónde está?
– No te lo diré -dijo Madame Conti-, y me entristece -rió- que tan sólo pienses en ponerme las manos encima para amenazarme -Ígur hizo un gesto de sentimiento inevitable-, pero para que veas que no te guardo rencor, te invito a la fiesta que damos esta noche -se miraron-, y créeme, no intentes encontrar a Fei, porque si la encuentras no sólo será peligroso para ti, sino también, y sobre todo, para ella, ¿me entiendes? Ya que parece que tu pellejo te importa un bledo, piensa en el suyo, ¿me has entendido?
– Tú sabes dónde está, ¿verdad? -dijo Ígur con resentimiento, y Madame Conti echó la cabeza hacia atrás.
– Pues sí, sé dónde está, y aunque lo sepas mi resolución de no decírtelo no ha variado ni un milímetro. Y te diré más: si por alguna razón llegaras a descubrir dónde está Fei, porque te lo dice algún irresponsable o alguien que la quiere mal, piensa en ella y déjala en paz, ¿me entiendes? -esbozó un gesto de impaciencia y se dio media vuelta-. ¿No te das cuenta de que todos estamos vigilados, y el primero que vaya a buscarla indicará el camino a los Fonóctonos de la Hegemonía?
– A mí no me sigue nadie sin que yo me dé cuenta -dijo Ígur con aplomo.
– Estás más loco de lo que creía -suspiró Madame con desesperanza, y después, como si hablase para sí misma-: Esperemos que nadie se vaya de la lengua.
Ígur pensó en quién podía estar al corriente, y quién podía estar más desprevenido o ser más indiferente a los peligros que tanto preocupaban a la Conti.
– ¿Dónde es la fiesta? -dijo, camino de la puerta; ella lo miró con desconfianza.
– En el Salón, pero aún falta un poco -sonrió-. ¿Por qué no me das un masaje?
Ígur se rió, y se situó tras ella; se miraban a través del espejo mientras él le pasaba los dedos por los omóplatos.
– ¿Va bien así?
– Muy bien -dijo ella con los ojos cerrados; las tiras del tul resbalaron, e Ígur se agitó ante la posibilidad de reconducir el masaje hacia otras sensaciones.
– ¿De veras estás dispuesta a dejarte estrangular antes que decirme dónde está Fei?
Ella rió y protestó sin abrir los ojos.
– ¡Calla, bruto! ¿Crees que no sé que eres incapaz de hacerlo?
– No estés tan segura -dijo él para salvar el prestigio.
El masaje se amplió, y cuando, guiadas por el movimiento, las tiras concluyeron el camino y el negligé cayó hasta la cintura, ella no movió ni un dedo y los pensamientos de Ígur vagaron por lo que imaginaba que ella esperaba de su actuación, a la vez que la visión y el tacto lo entorpecían con todo tipo de consideraciones, muchas de ellas contradictorias, de orden estético, comparativo y autocomplaciente, y hasta en cierto modo reverencial. Casi sin darse cuenta se sintió excitado y, a la vez, con un cierto rechazo agridulce. Además, el deseo chocaba con una especie de incierto sentido de la obligación, que lo hacía avanzar poco a poco. Cuando la bestia estaba a punto de ganar el enfrentamiento, las dos esteticistas entraron sin llamar, sin que pareciera que la escena variase en nada su comportamiento; Ígur acentuó los movimientos y las miró entre el desafío y una imprecisa y, seguramente, pensándolo en frío, ingenua esperanza de propiciar la ambigüedad promiscua. Como no lo consiguió, dijo cuatro vaguedades, hizo saber que iba a tomarse la primera copa al Salón, y salió.
La fiesta del Palacio Conti tenía por motivo el decimocuarto aniversario del establecimiento de Isabel, y la presencia del vencedor del Último Laberinto fue subrayada de manera especial. Sadó llevaba un vestido azul brillante muy vistoso, y sus rasgos destacaban con un esplendor excepcional a juzgar por cómo compartía con la dueña y el Caballero Neblí el centro de atención. La sala central estaba iluminada y a rebosar como en las mejores ocasiones, y bebidas y comida corrían a placer servidas por camareras desnudas y violentamente enjoyadas. Había casi trescientas personas, y los grupos se tejían y deshilachaban con movimientos sinusoidales. Ígur fue a parar al principio entre unos desconocidos que parecían saber muy bien quién era él; más tarde llegó Boris Uranisor, y se les sumó; justo se apagaban las enhorabuenas por el Laberinto cuando Sadó se aproximó, después se alejó, cortesías repartidas por igual, para estrellar a Ígur en el infierno de las suposiciones, en la interpretación de señales, en el aprecio y comparación de efusiones. Ígur era consciente de que si daba alas a los sentimientos podía acabar no pensando en nada más, y de repente lo vio como inevitable. Se fijó en las mujeres presentes en la sala, que eran muchas y muy bellas, y eso aumentó su comezón, porque todo ayudaba a la magnificencia de Sadó; todo, en las demás, le llevaba a pensar en ella, y tanto en lo que tenían en común, donde claramente el resto perdía la partida, como por contraste, donde cada diferencia se le antojaba un defecto de la otra, de la comparación siempre salía mal librada la mujer recién conocida, y la imagen de Sadó neuróticamente magnificada. Al cabo de un rato, ella se integró al círculo de Ígur, y toda la atención del Caballero se centró en sopesar si él era objeto de su predilección o de indiferencia premeditada, y no distinguió ni una cosa ni otra, a pesar de que la perfecta amabilidad de Sadó, igual para con todos, lo inclinaba a la segunda opción; cada consideración suya le parecía dolorosamente brillante, una saeta bellísima que lo hería un vez y otra, del derecho y del revés analizaba cada frase, y perduraba en su memoria como grabada con un fuego inextinguible, e imaginaba una selva de intenciones y motivos, conmovido por las favorables y angustiado por las negativas, donde la racionalidad proclamaba que no debía de haber más que palabras casuales dichas sin pensar. En su delirio posesivo, Ígur la veía capaz de pactar un suicidio de amor y traicionarlo por el anhelo de una emoción más fuerte, entre formas de felicidad brutales, casi dolorosas, y desde donde enamoramiento y vanidad se entremezclan en una locura difícil de precisar, la veía pasar de una aparente timidez a la carcajada más abrumadora. Poco a poco la gente se apartó, y se las ingenió para poderse quedar a solas con ella; entonces le propuso buscar un reservado, y ella aceptó.
– Sólo un rato -dijo, sin perder de vista el exterior.
– No tengas tanta prisa -dijo él un poco molesto, y condujo la conversación para hablar de Cuimógino; con medias palabras dio a entender lo que sabía, imaginando que se trataba de un capítulo reciente. Ella salió por donde no esperaba.
– ¡Ah, Cuimógino! -dijo con desinterés-. Ya me acuerdo, lo conocí cuando yo tenía quince años, en el palacio de unos amigos de mi padre, en el Lago de Beomia. Era un moralista de baja estofa que vino a darme lecciones, y me dije espera y verás dónde van a parar tantos principios y tantas pretensiones. No te lo puedes imaginar, después se enamoró de mí, y le tuve que parar los pies.