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– Ahora mismo -exclamó Ígur con aplomo-. Tomad vos mismo mi parte del Laberinto si sois capaz de traer a las personas que habéis nombrado, en buen estado de salud, y de garantizar que nunca más serán perseguidos. ¿Sois capaz de hacerlo?

El Primer Secretario de la Agonía soltó una carcajada.

– Muy bien. Caballero, ya veo que todo tiene un precio. ¿Vuestra parte del Laberinto por todo eso? ¿Y sólo por una parte, por ejemplo, por dos personas de esas cuatro, cuánto? ¿Y si os digo que quiero más, qué estáis dispuesto a añadir? ¿Vuestra pertenencia a la Capilla del Emperador? ¿Vuestro crédito? -Sonrió hablando más lentamente-. ¿Vuestro sello de Caballero?

A Ígur cada vez le hacía menos gracia la conversación.

– Dudo que estéis en condiciones de llevar a cabo tal intercambio -dijo.

– Me temo que moriréis con esa duda -dijo Francis fríamente, pero Ígur estaba tan ofuscado con el Secretario de la Agonía que ni lo oyó.

– Vos no sois mejor que yo.

– Os equivocáis. Caballero. Yo no tomo apariencias ni atributos que no me corresponden, no pongo mis afectos personales en ninguna balanza de intereses y, sobre todo, no tengo en mi haber la muerte ni tan siquiera de una mosca.

– ¿Pretendéis que me crea que no hay Fonóctonos en vuestra nómina? -dijo Ígur, consciente de la temeridad.

El Secretario de la Agonía rió abiertamente.

– Podría haceros procesar por lo que acabáis de decir, y ni tan sólo necesitaría la testificación del Señor Secretario del Príncipe, pero no lo haré, porque tengo un arma mejor en las manos, que es la verdad. No, Caballero, no hay Fonóctonos en mi nómina, ni en ninguna nómina afín a la mía.

Francis se consumía por dar por finalizada la conversación, y vio la ocasión en una pausa displicente del Secretario de la Agonía.

– Vais por mal camino, Caballero. Arrastráis vuestra ambigüedad como una cadena insostenible, porque la dimensión del héroe, si no puede extirparlas, la da la capacidad de olvidarse de sí mismo a la hora de soportarlas, y a vos os devora una furia retentiva más propia de un usurero que del espejo de consideración que pretendéis ser.

Ya más calmado, pero no menos inquieto, Ígur intentaba deducir de dónde podían haber sacado que se había propuesto encontrar a Debrel y a los demás; tan sólo recordaba haberlo hablado con Isabel Conti y con Cuimógino, y si uno de los dos, o los dos, le había traicionado, eso significaba que ya no podía fiarse de nadie. O tal vez es que vivía bajo una vigilancia tan sofisticada que no disponía ni de la intimidad de una conversación. Y, sin embargo, la posibilidad de tener a su alcance una información concreta, o quizá la solución a los problemas de sus amigos, lo consumía, y se dirigió de nuevo al Primer Secretario de la Agonía.

– Ya que la situación se me ha planteado como un conflicto de intereses -dijo-, la respuesta es que sí, que estoy dispuesto a todo por encontrar a mis amigos, y en el sentido más amplio del concepto, quiero decir, no tan sólo encontrarlos, sino también interceder por ellos, hasta donde alcancen mis posibilidades personales y materiales.

Hubo un silencio. Ígur estuvo a punto de sacar a colación la orden de matar a Debrel y a Guipria, pero temió destapar una caja de Pandora. Los dignatarios se miraron de una manera que Ígur no supo traducir.

– Muy bien, Caballero. Lo consideraremos -dijo el Primer Secretario, y puesto que Ígur continuaba a la expectativa, se impacientó-. No sé si os he interpretado bien, pero quiero entender que vuestras posibilidades personales y materiales no pisan vuestra fidelidad al Emperador. -Ígur se inclinó cortés-. No os puedo decir nada de vuestros amigos, no sé nada. Además -sonrió con ironía-, primero hay que estudiar la proposición, y después hay que pensar en un precio…

La entrevista se había acabado, e Ígur se dirigió hacia la puerta.

– Dentro de una semana, el Informe, Caballero -le recordó Francis antes de que la cruzara.

Al día siguiente al anochecer, Ígur había vuelto del derecho y del revés la letra y el espíritu de su crónica del Laberinto, sin encontrar rendija alguna por donde pudiera colarse la justificación que se le exigía. Y, sin embargo, era tan sólo ante sí mismo ante quien tenía que rendir cuentas. He aquí el Final del Laberinto, he aquí el triunfo. Evocó una vez más el antes del Laberinto, y cómo el después ahoga el antes en casi todo, y cuando no es así significa que hay algo equivocado. Sintió que la soledad y la emoción inmóvil del tiempo lo debilitaban, y se fue al Palacio Conti.

Lloviznaba cuando cruzó el Puente de los Cocineros, y todo le pareció un poco más descuidado y más feo que de costumbre, un problema de iluminación deficiente, pensó. Una vez dentro, pidió a la camarera que lo llevara a ver a la dueña.

– Debéis estar contento. Caballero -le dijo por el camino-. Sois el héroe de moda en Gorhgró.

– Muy contento.

La Conti lo recibió en su habitación, sentada ante el tocador, con un negligé y en plena operación cosmética, en compañía de dos esteticistas.

– Queridísimo, llegas a punto -dijo sin apartar los ojos del espejo-. ¿Crees que va bien el cadmio de base con este vestido turquesa? -Ígur esbozó un gesto vago mirando el vestido-. En fin, ya veo que te da igual que la Reina de la Noche sea la más bella -rió-; está bien, querido, no hace falta que gimotees de arrepentimiento, estoy dispuesta a perdonar tu infidelidad. -Histriónicamente dejó la sonrisa viendo que Ígur no se sumaba a ella-. Ay, ay, ya veo que volvemos a tener una visita tenebrosa del Campeón del Laberinto -suspiró-; ¡últimamente te temo! Dispara de una vez, ¿qué quieres?

– Querría que habláramos un momento a solas.

– ¡A solas! -chilló la Conti, imitando una convulsión erótica-, ¡nunca es tarde cuando llega! Pero ¿por qué no te sientas? ¿Os importa, queridas? -miró a las dos chicas y le dio una palmada en las nalgas a la que tenía más a mano-. ¡El Caballero y yo tenemos que hablar a solas!

– Cuando la puerta se cerró tras ellas, Madame se inclinó ofreciendo a Ígur la enorme visión de su escote-. Tú dirás, querido.

Ígur prefirió quedarse de pie.

– Querría saber qué pasó cuando Arktofilax salió de Bracaberbría, y por qué se retiró.

La Conti no modificó en lo más mínimo su expresión, e Ígur lo interpretó como un esfuerzo de camuflaje.

– ¿No te lo explicó él?

– No se lo pregunté.

– ¡Sí que eres de curiosidades retardadas! -rió-. No será que no tuvisteis horas por delante. ¿De qué hablabais, de mujeres?

Ígur respiró hondo, asqueado.

– Sí, no hablamos de otra cosa. Así pues ¿te ves con ánimos de decirme algo?

– Quizá sí -sonrió con vaguedad-. Quizá es que no resistía asistir a tantos requerimientos como se me hacían. -Lo miró desde abajo, levantando lo ojos pero no la cabeza-; ¿sabes?, yo estaba muy solicitada en aquellos tiempos.

– No querrás decir que ésa es la razón.

La Conti se abandonó a la carcajada.

– Los políticos y los historiadores te contarán cincuenta razones distintas, pero si quieres la verdad, la verdad de veras, es lo que te he dicho.

Levantó la cabeza, con la boca medio abierta, la lengua juguetona entre los dientes.

– No dudo que esa razón pesara -dijo Ígur mientras pensaba en cómo exponer las cosas sin herir la vanidad de su interlocutora-. Tengo entendido que tuvo una serie de choques y de incomodidades de orden burocrático…

– Claro, amigo mío, ¡los líos del Imperio! Quieres saber por qué no aceptó el ducado que le ofrecían, por qué prefirió irse a regar geranios a cepillarse a las amantes de los Príncipes… -se detuvo con una sonrisa malévola-; o quizá lo que quieres saber es por qué no te ofrecen a ti ahora mismo los honores que tuvo él en la palma de la mano, no entiendes qué diferencia hay, y te sientes menospreciado. Crees que ya tendrían que haberte hecho Duque y haberte dado un palacio con cuarenta criados. -Soltó una carcajada que Ígur encontró insoportablemente chabacana-. No puedo hacer más por ti, amor mío -cruzó las manos sobre el pecho, que con el movimiento, y al tomar aire, aumentó y ascendió prodigiosamente, imitando en burlesco un arredramiento trágico-: Secretos de confesión, ¿comprendes? -abrió los ojos con deleite-, pero sé quién te puede ayudar: tengo entendido que en Lauriayan conociste al señor Marterni; está muy bien situado, y conoce como nadie los contrapesos de la Administración.

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