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– Bueno -contesté, con una vocecita que a mí mismo me pareció desagradable.

Resueltamente me tomó de la cintura y me obligó a correr a su lado.

– Ni se te ocurra que tengo apuro por llegar. Corro porque estoy feliz.

– Se hace tarde -señalé.

Flora no oyó, o no hizo caso. Dijo:

– Qué día maravilloso. Te quise entre los árboles y te quise más después de almorzar.

La idea de que Flora tuviera otro hombre me perturbaba, y que fuera tan linda me provocaba despecho. Yo he de ser demasiado sensible, demasiado franco. Me dije que si estaba ansioso por aclarar las cosas, tal vez lo más expeditivo fuera pedir una explicación. Me exponía, desde luego, a irritarla y a que mintiera. No debía prevenirla, si quería descubrir la verdad.

– ¿Te pasa algo? -preguntó.

– No estoy bien -contesté.

De nuevo me había salido la vocecita desagradable e hipócrita.

– Si no estás bien, no me acompañes. Yo siempre ando sola por acá. Te hago una recomendación: no te acerques mucho al borde del lago. Es peligroso.

Pensé: «Ha de creer que estoy mal de salud, que voy a perder el equilibrio y caer al agua». Por poco le aclaro las cosas. Me ofendía bastante que no entendiera que ella tenía la culpa.

Creí que no bien la dejara me sentiría más tranquilo. Me equivoqué. En cuanto estuve solo, me encontré ansioso y contrariado. Felizmente la señora Fredrich me sirvió un té con scones, tostadas y mermelada de frambuesas. Comí copiosamente y recuperé el bienestar. Alguna parte en esto habrán tenido los dos amores del día. Después de larga abstinencia, el amor físico entona. Repetirlo fue quizá un exceso; me cuidaría la próxima vez.

De Flora recibiría cuanto me diera de bueno, sin comprometer el alma. Creo que me dije: «Pruebas no me faltan de que es una mujer fácil; de fácil a promiscua no hay más que un paso… Debo defenderme, porque soy muy sensible y no quiero sufrir».

Pasé las últimas horas de la tarde, con un libro, junto a la chimenea. Después de una comida exquisita, a la que celebré como corresponde, dormí hasta el día siguiente.

Desperté en admirable estado de ánimo y mejor estado físico. Reprimiría las ganas de ver a Flora, así como la impaciencia por averiguar la verdad sobre mi rival. Para conseguir una cosa y otra, seguiría literalmente su recomendación: en mis caminatas evitaría el borde del lago; me alejaría en dirección contraria, hasta llegar al pueblo. A la tarde, en el bote, me daría el gusto de pescar. De todos modos consideraba el día que tenía por delante como un experimento duro, del que esperaba salir fortalecido. ¡Qué hubiera dado por ver inmediatamente a Flora!

El paseo de la mañana fue llevadero. La gente de la zona me pareció bastante afable. Compré, en el pueblo, un poncho tejido por los indios y Licor de las Hermanas, que según comprobé en más de una oportunidad contrarresta desórdenes estomacales, frecuentes en todo hombre goloso, como yo. Procuro siempre tener una botellita en mi botiquín.

Durante el almuerzo, la señora Fredrich no habló de Flora y, por mi parte, me privé de mencionarla, para no parecer ansioso. Me hubiera gustado que la señora me dijera que en algún momento de la mañana mi nueva amiga había llegado hasta la casa, para preguntar por mí. La sola idea de que tendría que pasar toda la tarde y toda la noche antes de estar de nuevo con ella, me provocaba una suerte de vahídos; pero recapacité que no debía flaquear, si quería que el sacrificio de no verla sirviera de algo.

Mientras preparaba carnada y moscas, recordé una frase que suelo decir a quien quiera oírme: para mí no hay otro paraíso que una tarde de pesca. No falto a la verdad, sin embargo, sí confieso que al poner en funcionamiento el motor del bote, sentí más resignación que expectativa: en verdad todo lo que no fuera ver a Flora me irritaba como una imperdonable pérdida de tiempo.

Dejé correr la línea, de modo de arrastrar la mosca bien lejos del bote: avancé con extrema lentitud, para que el ruido del motor no espantara la pesca. En cuanto llegué al medio del lago, el bote comenzó a hamacarse como si, desde abajo, algún monstruoso animal lo sacudiera, empeñado en tirarme al agua. Atiné a manotear el acelerador: con un sacudón el bote se liberó. Miré hacia atrás, por temor de que me persiguieran. Vi por un instante, o creí ver, en el blanco de la estela, una mancha de sangre. Aunque iba a toda velocidad, el trayecto hasta el embarcadero me pareció interminable. Desde tierra firme eché una mirada al lago, que estaba tan sereno como siempre, y entré en la casa. Puedo afirmar que tuve que cerrar la puerta para sentirme seguro. La señora Fredrich calmosamente exclamó:

– Volvió pronto. Uno se aburre pescando.

– Yo no, pero me llevé el susto de mi vida.

– ¿El bote hacía agua?

– Ni una gota, señora, pero empezó a hamacarse. No sé qué animal habrá sido: le juro, si no acelero, me lo da vuelta.

– No se haga problema. La única vez que salí a pescar me pasó lo mismo.

– ¿Quisieron darle vuelta el bote?

– En el medio del lago tuve miedo. Quise volver cuanto antes.

– ¿No le sacudieron el bote?

– No, pero igual tuve miedo.

– Yo me voy al cuarto, a leer un poco.

– Lea algo lindo, que le saque de la cabeza…

Creo que dijo: «esas cosas que soñó». Yo sé cuándo voy a tener un ataque de furia y sé también que no son buenos para la salud, de modo que sin contestar me fui al cuarto.

El día siguiente amaneció con lluvia y frío. Como el mal tiempo duró hasta la noche, quedé en casa, para no exponerme.

A la otra mañana salí a caminar. Es curioso: dos días de inactividad habían bastado para que perdiera la resistencia ganada en mis caminatas anteriores. No había hecho más de la mitad del camino y tuve que sentarme, en una piedra, a descansar.

Estuve mirando el lago. De pronto creí ver, bajo el agua, un cuerpo largo, quizá de color rosa, que no me dio tiempo a fijar la atención y desapareció en la profundidad, como un reflejo irisado. Podría ser un animal, o un nadador; pero como no salía a la superficie, me dije que sería un animal… Un monstruo del lago, que se movía como un hombre que nada. Otra hipótesis: un cadáver llevado por corrientes de las aguas profundas. Pensé: «Es posible que haya corrientes, porque este lago se comunica, no sé cómo, con el océano Pacífico. A lo mejor fue un pescador que tuvo menos suerte que yo. O, a lo mejor, el monstruo que por poco me da vuelta el bote». Recordé entonces que Flora me previno de no acercarme al lago; en el acto me incorporé, retrocedí unos pasos mientras llegaba a la conclusión de que si el animal merodeaba, lo haría en la esperanza de atraparme.

Proseguí el camino. Ensayaba la conversación que tendría con Flora sobre este animal que vi, o creí ver, cuando me pareció que algo, de color blanco, se movía en el agua. La curiosidad pudo más que la prudencia; me arrimé a la orilla. Entreví ¿cómo diré? un cuerpo blanco, o tal vez un objeto que se alejaba, y que interpreté como perro foxterrier, o más absurdamente aún, como cordero. Quedé a la espera de que saliera a respirar. Muy pronto se perdió de vista.

En cuanto llegué a la casa, Flora me hizo pasar y me llevó al cuartito, atestado de libros, de otras veces. Ahí me indicó la silla frente al cuadro, lo que me pareció de mal augurio.

Estaba serena, un poco distante. La posibilidad de encontrarla así, en las anteriores cuarenta y ocho horas, no me preocupó; en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por sentirla cariñosa y alegre. Los celos y la vergüenza de confesarlos me habían inducido a estrategias que la disgustaron. La pobre, al principio, creyó ciegamente en nuestro amor, pero no se engañó al interpretar mi ausencia y se llevó una desilusión bastante amarga. Si yo hubiera reconocido que obré por celos, quizá me habría perdonado: el amor propio impidió la confesión. Flora dijo:

– Antes de conocerte, yo estaba enamorada de otro hombre. A lo mejor por cobardía no me animaba a seguirlo. Cuando te vi, estuve segura de encontrar el verdadero amor, el indiscutible ¿me entendés?

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