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Después del desayuno emprendí la caminata con el pensamiento puesto en la mujer. Jugando un juego en el que no creía, mentalmente la llamé. No tardé en ver, a lo lejos, algo que me pareció extraordinario: la desconocida salía de su casa y tomaba el camino que la traería a mi encuentro. Un rato después, cuando nos encontramos, sonrió y por algo en su actitud sentí que había una suerte de acuerdo entre nosotros. Me dijo que se llamaba Flora Guibert; a manera de explicación agregó que era sobrina del profesor Guibert. Yo dije:

– Soy el escribano Aldo Martelli. Estoy parando en casa de mi amigo Thompson.

Mientras pensaba que el buen sentido me aconsejaba disimular la ansiedad por alargar la entrevista y retener a Flora, advertí que ella no disimulaba una ansiedad parecida. Tuve ganas de invitarla a almorzar en casa, pero me abstuve porque el hombre que precipita las cosas molesta a las mujeres. Flora me preguntó:

– ¿Mañana nos vemos?

– Nos vemos -dije.

– ¿A eso de las nueve, acá mismo?

– Acá mismo.

El resto del día estuve contento, pero ansioso. A la mañana siguiente lamenté que la cita no fuera para un poco más tarde, porque no hay nada peor que bañarse y desayunar con el tiempo justo. Cuando salía pregunté a la señora Fredrich si le molestaba que invitase a almorzar a la sobrina del doctor Guibert.

– ¿Cómo va a molestarme? -preguntó-. Prácticamente la vi nacer a esa chica. Se llama Flora.

Sentí afecto por la señora Fredrich y hasta un impulso de darle las gracias por haber pronunciado el nombre de mi nueva amiga.

Para seguir hablando de ella observé:

– Es una persona muy agradable. Lo que oí en seguida no me gustó.

– Muy buena chica ¡y tan formal! pero, créame, no tiene lo que se llama suerte. Con decirle que anda noviando con un hombre que le lleva más de veinte años. Un atorrante sin título universitario.

Por unos segundos, mientras la señora Fredrich hablaba, temí que se hubiera enterado, no me pregunten cómo, de nuestro encuentro y que el atorrante en cuestión fuera yo. Me tranquilizó un poco lo del título universitario. En cuanto a la edad, me dije que por joven que pareciera Flora, yo no debía de llevarle más de diez o quince años.

Emprendí el camino, con un temor supersticioso. Por estar tan seguro de que íbamos a encontrarnos, tal vez no la vería esa tarde, ni nunca. Todavía procuraba sacar de la mente el mal presagio, cuando creí verla entre los árboles, que en ese lugar forman un bosquecito muy tupido. No me había equivocado: ahí estaba Flora, oculta por ramas entrecruzadas, sentada en el suelo, recostada contra un árbol, más linda que en mi recuerdo. Extendió hacia mí una mano y moviendo el índice me llamó. Dije:

– Qué desastre si pasaba de largo.

Con disgusto pensé que mi exclamación parecía un reproche.

– Yo lo veía -contestó.

Tuve en ese momento la convicción de que todo -la belleza de la mujer, el silencio del paraje, el reparo del bosque- se concertaba para sugerirme la idea de abrazarla inmediatamente. Desde luego, no sabía cómo proceder. Mientras tanto Flora, de manera al principio casi imperceptible, se apartó del árbol, se echó boca arriba, me tendió los brazos. En pleno vértigo reflexioné que debía contener un poco la ansiedad, porque nada es más desagradable que las torpezas de un hombre fuera de sí; pero inmediatamente comprobé que la ansiedad de Flora, por abrazarme, era mucho mayor.

Después la invité a almorzar. Le dije que podía estar segura de que en ese preciso momento la señora Fredrich se esmeraba en la cocina, porque la quería y tenía ganas de verla.

– Yo también la quiero -contestó-. Vamos a ir, pero antes pasemos un momento por casa, porque tengo que avisar a mi tío que no almuerzo con él.

– Vamos yendo -dije-. A la señora Fredrich no le gusta que uno llegue tarde a la mesa.

Entramos en la casa del doctor Guibert. Flora me hizo pasar a un cuartito atestado de libros, me indicó una silla y dijo:

– Vuelvo en seguida.

En la pared que tenía enfrente había un cuadro. Lo miré sin curiosidad. Consistía en una ancha raya roja, vertical, que se abría, como una y griega, en dos rayas más finas, oblicuas, con vetas rojas y blancas. Pensé: «Hasta yo, si me lo propongo, pinto un cuadro como éste».

Por donde había salido Flora, poco después entró un hombre de guardapolvo blanco. Era bastante viejo, de cara rojiza, de ojos azules y manos temblorosas. Preguntó:

– ¿Martelli, supongo?

– ¿El doctor Guibert?

– Florita me habló de usted. ¿Le gusta la región? ¡No tanto como a mí!

– Me gusta mucho.

– ¿Va a quedarse un tiempo?

– Unos días. Vine a reponerme…

– No me diga que está enfermo.

– Estuve.

– ¡Y yo que suponía que vendía salud! ¿Qué le pasó?

– Una hepatitis.

– Casi nada. ¿Quedan secuelas? Apuesto que no es el de antes. Fastidiado contesté:

– Estoy perfectamente. -Al ver que le temblaban las manos, me di el gusto de agregar-: Y, lo que no todos pueden decir, libre de Parkinson.

– ¿Cómo se le ocurrió venir al lago Quillén?

– Mi amigo Thompson me ofreció la casa. Yo quería respirar aire puro y no tener preocupaciones.

– Diga, más bien, para cambiar de preocupaciones… ¿o no sabe que donde uno va las encuentra?

Pensé que por viejo y sabio que fuera no tenía por qué tratarme con ese tonito superior. Para pagarle en la misma moneda, apunté al cuadro y pregunté:

– ¿De dónde sacó esa belleza? Con una sonrisa contestó:

– Yo tampoco entiendo de pintura. Es un Ave Fénix de Randazzo.

– Un ¿qué?

– Un cuadro de Willie Randazzo. Un pintor bastante conocido y, además, amigo de Florita. ¡Pero acá está ella!

La muchacha le anunció:

– Me voy a almorzar con Martelli.

Poniendo una mano sobre mi hombro, dijo Guibert:

– Se lleva a mi sobrina. Cuídela. Es una persona maravillosa.

De esto último yo estaba seguro y el pedido me conmovió. Pensé: «Hay que ser precavido. Esta chica me gusta demasiado». Cuando salimos de la casa, Flora me tomó de una mano y me obligó a correr. Dijo:

– Vamos por detrás de los árboles. El camino es tan lindo como por el borde del lago.

«Pero lleva más tiempo», me dije.

No llegamos tarde. La señora Fredrich recibió a Flora con grandes muestras de alegría y afecto, que fueron breves porque su verdadera preocupación era que la comida no se pasara. Toda comida de la señora Fredrich es única, provoca comentarios elogiosos y le deja a uno de buen ánimo.

Cuando la señora se retiró, nos besamos junto a la chimenea. Tomé de la mano a mi amiga y la llevé al dormitorio. Como en el bosque, la abracé con tanta avidez, que pensé: «Debo controlarme. He de parecer loco», pero no tardé en advertir que la avidez con que me abrazaba Flora era tan extrema que me pregunté si no debía cuidarme, porque todo exceso a la larga perjudica la salud.

A eso de las cuatro, Flora dijo que tenía que irse. Encontramos a la señora Fredrich en el living y Flora se puso a conversar con ella. Como yo tenía la intención de acompañarla hasta su casa, recapacité que tal vez refrescara y que más valía llevar un pañuelo para el cuello. Fui a buscarlo a mi cuarto y allí, colgado en la percha, vi el sobretodo. En un segundo arrebato de prudencia me lo puse y entonces oí, sin querer, la conversación de las mujeres.

– ¿Con Randazzo todo sigue igual? -preguntó la señora.

Flora contestó:

– Igual, no.

– ¿Pero sigue?

– No sé. No sé nada. Estoy confundida.

– Pobrecita.

Soy muy celoso. No exagero: la sangre se me heló. El corazón me palpitaba audiblemente. Como temía que se me notara el sobresalto, me recosté en la puerta y, antes de salir, conté hasta cien.

La señora Fredrich nos acompañó por el jardín, nos abrió la tranquera. Apenas nos habíamos alejado tres o cuatro pasos, cuando Flora exclamó:

– Ahora sé cómo te quiero -para comunicarme en seguida, en tono levantado y triunfal-: Me vas a llevar por el borde del lago.

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