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Una cosa del movimiento de liberación de la mujer es que quizás haga menos vulgar lo de enamorarse. Porque, claro está, cuando nos enamoramos nosotros fue siguiendo la tradición más vulgar y sentimental. Nos enamoramos peleándonos.

Antes de eso, tuvimos un pequeño problema. Una noche, en la cama, no pude conseguirlo del todo. No era impotencia, sólo que no podía terminar. Y ella se esforzaba al máximo por que yo lo consiguiera. Por último, empezó a llorar y a gritar que nunca volvería a tener relaciones sexuales, que odiaba tales relaciones y que por qué las habíamos iniciado. Lloraba abrumada de frustración y de sensación de fracaso. Me eché a reír. Le expliqué que no había ningún problema. Que estaba cansado. Que tenía muchísimas cosas en la cabeza, una película de cinco millones de dólares, por ejemplo, más todas las obsesiones y los sentimientos habituales de culpabilidad del varón norteamericano condicionado del siglo veinte que ha llevado una vida ordenada. La abracé y hablamos un rato y luego, más tarde, los dos sentimos… sin ningún esfuerzo. Aún no era excepcional, pero sí bueno.

En fin. Llegó el momento de volver a Nueva York para ocuparme de asuntos familiares, y luego, cuando volví a California, nos citamos la primera noche después de mi vuelta. Estaba tan nervioso que, camino del hotel, en el coche de alquiler, me salté un semáforo en rojo y me dio un golpe otro coche. No me hice daño, pero tuve que conseguir un coche nuevo y supongo que fue una impresión un tanto fuerte. La cosa es que cuando llamé a Janelle, se sorprendió. Ella había interpretado mal las cosas. Creía que era a la noche siguiente. Me enfadé muchísimo. Casi había muerto por poder verla y me salía con aquello. Pero me mostré educado y correcto.

Le dije que tenía cosas que hacer a la noche siguiente, pero que la llamaría en aquella semana, más adelante, cuando supiese que iba a estar libre. Ella no tenía ni idea de que yo estuviese enfadado y charlamos un rato. No la llamé, claro. Cinco días después, me llamó ella. Éstas fueron sus primeras palabras:

– Oye, pedazo de cabrón, creí que te gustaba de verdad. Y ahora me sales con este desplante de Don Juan y no me llamas. ¿Por qué demonios no diste la cara y me dijiste que ya no te gustaba?

– Escucha -dije-. La falsa eres tú. Sabías perfectamente que estábamos citados aquella noche. Cancelaste la cita porque tenías algo mejor que hacer.

Entonces, ella dijo muy tranquila y convincentemente:

– O yo interpreté mal, o cometiste tú el error.

– Eres una perfecta mentirosa -le dije.

Me resultaba increíble que yo pudiese sentir aquella cólera infantil. Pero quizás fuese algo más. Había confiado en ella. Había pensado que era un ser magnífico. Me había salido con uno de los trucos femeninos más viejos. Lo sabía porque, antes de casarme, me había pasado lo mismo cuando las chicas rompían de aquel modo sus compromisos conmigo. Y nunca había considerado gran cosa a aquellas chicas.

No había duda. Aquello había terminado y en realidad me daba igual. Pero dos noches después, ella me llamó.

Nos saludamos y luego dijo:

– Creí que realmente te gustaba.

Y sin pensarlo, dije:

– Querida, lo siento.

No sé por qué dije «querida». Nunca uso esa palabra. Pero eso la suavizó.

– Quiero verte -dijo.

– Ven -dije.

Se echó a reír.

– ¿Ahora?

Era la una de la madrugada.

– Claro -dije.

Se echó a reír de nuevo.

– De acuerdo -dijo.

Unos veinte minutos después estaba allí. Yo tenía preparada una botella de champán. Charlamos, y luego dije:

– ¿Quieres que nos acostemos?

Dijo que sí.

¿Por qué es tan difícil describir algo totalmente gozoso? Fue la relación sexual más inocente del mundo y fue magnífica. No me había sentido tan feliz desde que era niño y en verano jugaba a la pelota todo el día. Y comprendí que podía perdonar cualquier cosa a Janelle cuando estaba con ella y no perdonarle nada cuando estaba lejos de ella.

Le había dicho en una ocasión antes que la amaba, y ella me había dicho que no dijese aquello, que sabía que no lo decía en serio. Yo no estaba seguro de ser sincero, así que le dije que bueno, de acuerdo. No lo dije entonces. Pero en algún momento de la noche los dos nos despertamos e hicimos el amor y ella dijo muy seria en la oscuridad:

– Te quiero.

Dios mío. Es tan condenadamente cursi todo el asunto. Está tan lleno de palabrería que lo utilizan para hacerte comprar un nuevo tipo de crema de afeitar o volar en unas líneas aéreas concretas. Pero, ¿por qué es tan eficaz, pese a todo? A partir de entonces, todo cambió. El acto sexual se convirtió en algo especial. Yo jamás había, literalmente, visto a otra mujer. Y me bastaba sólo el mirarla para sentirme excitado. Cuando iba a recibirme al avión, la acorralaba detrás de los coches en el aparcamiento para tocarle los pechos y las piernas y besarla veinte veces antes de tomar el coche para ir al hotel.

No podía esperar. En una ocasión, cuando ella protestaba entre risas, le hablé de los osos polares. De cómo un oso polar macho sólo podía reaccionar al olor de una hembra concreta y, a veces, tenía que vagar a lo largo de quinientos kilómetros cuadrados de hielo ártico para poder joderla. Y que por eso había tan pocos osos polares. Esto la sorprendió, y luego cayó en la cuenta de que estaba tomándole el pelo y me dio un puñetazo. Pero le dije que ése era realmente el efecto que ella ejercía en mí. Que no era amor ni que ella fuese terriblemente guapa y lista y todo lo que yo había soñado siempre en una mujer desde niño. No era eso en absoluto. Yo no me dejaba arrastrar por la palabrería cursi del amor y demás. Era sencillamente que ella tenía el efluvio adecuado; su cuerpo emitía el aroma que me correspondía a mí. Era muy simple y no había por qué hacer alarde de ello. Lo estupendo fue que ella lo entendió. Sabía que no estaba tomándole el pelo. Que estaba rebelándome contra mi rendición a ella y contra el tópico del amor romántico. Así que se limitó a abrazarme y dijo:

– De acuerdo, de acuerdo.

Y cuando yo dije: «Así que no te bañes demasiado», ella se limitó a abrazarme de nuevo y a repetir: «De acuerdo».

Porque realmente era lo último que yo podía desear. Estaba casado y era feliz en mi matrimonio. Amaba a mi mujer más que a nadie en el mundo y cuando empecé a serle infiel aún me gustaba más que ninguna otra mujer que hubiera conocido. Así que entonces, por primera vez, empecé a sentirme culpable con ambas. Las historias de amor siempre me habían irritado.

En fin, nosotros éramos más complicados que los osos polares. Y el truco de mi cuento de hadas, que no le aclaré a Janelle, era que la hembra del oso polar no tenía el mismo problema que el macho. Y luego, por supuesto, cometí las estupideces que suele cometer la gente cuando está enamorada. Pregunté taimadamente cosas de ella. ¿Daba citas a productores y a actores para conseguir papeles? ¿Tenía otras aventuras? ¿Tenía otro novio? En otras palabras, ¿era promiscua y andaba jodiendo con muchos otros sin darle importancia? Es curioso que uno haga las cosas que hace cuando está enamorado de una mujer. Nunca las harías con un tipo que te agradase. Con él siempre confiarías en tu propio juicio, en tu propia impresión. Con las mujeres siempre desconfías. Hay algo realmente asqueroso en lo de estar enamorado.

Y si hubiese encontrado algo sospechoso relacionado con ella, no me habría enamorado. A qué cosas nos empujaba el estúpido romanticismo. No es extraño que muchas mujeres odien hoy a los hombres. Mi única excusa era que había sido un ermitaño que me había pasado muchos años escribiendo y que, para empezar, nunca había sido nada experto en cuestión de mujeres. En fin, no pude encontrar nada escandaloso en su conducta. No iba a fiestas, no estaba relacionada con ningún actor. En realidad, siendo una chica que había aparecido y trabajado en películas bastantes veces, se sabía muy poco de ella. No iba con ninguno de los grupos del mundo del cine ni a ninguno de los bares y restaurantes a los que iba todo el mundo. No aparecía nunca en las columnas de chismorreo. Era, en suma, la chica del sueño de un ermitaño serio. Incluso le gustaba leer. ¿Qué más podía desear yo?

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