Lo magnífico de Osano era que nunca se perdía nada, aunque pareciese estar mirando hacia otro sitio. Había prestado atención estricta a su trago, hundido en su asiento. Pero de pronto me dijo:
– Preferiría que me la chupara el perro antes que la tía.
Los motores del reactor hacían imposible el que la mujer del otro lado del pasillo le oyera, pero de todos modos me puse nervioso. Ella me dirigió una mirada fría y despectiva, aunque quizás mirase siempre así a la gente.
Entonces me sentí culpable de haberles condenado a ella y a su marido. Después de todo, eran dos seres humanos. ¿Por qué demonios me había dedicado a denigrarles basándome en la pura especulación? En fin, el caso es que le dije a Osano:
– Quizás no sean tan horribles como parecen.
– Sí, claro que lo son -dijo.
Esto no era propio de él. Podía ser racista, patriotero y fanático, pero sólo superficialmente. En realidad, sin creérselo. Así que no comenté nada más, y cuando la linda azafata nos encerró en nuestros asientos para cenar, le conté cosas de Las Vegas. No podía creer que yo hubiese sido en ciertos tiempos un jugador empedernido.
Ignorando a la pareja de al lado, olvidándoles, le dije:
– ¿Sabes cómo llaman los jugadores al suicidio?
– No -dijo Osano.
Sonreí.
– Le llaman el Gran As.
Osano meneó la cabeza.
– Eso es maravilloso -dijo secamente.
Vi que menospreciaba un poco lo melodramático de la expresión, pero continué:
– Eso fue lo que me dijo Cully la mañana en que Jordan se suicidó. Cully vino y me dijo: «¿Sabes lo que hizo el cabrón de Jordy? Se sacó el Gran As de la manga. El muy pijo utilizó su Gran As».
Hice una pausa, recordándolo más claramente entonces, años después. Resultaba curioso. Aquella frase se me había olvidado, no recordaba habérsela oído a Cully aquella noche.
– Lo dijo como con mayúsculas, ¿comprendes? El Gran As.
– ¿Por qué crees que lo hizo, en realidad? -preguntó Osano.
Aunque no le interesaba demasiado, se daba cuenta de que a mí me inquietaba el tema.
– ¿Quién demonios puede saberlo? -dije-. Yo me creía muy listo. Pensaba que le entendía muy bien. Y casi le entendí. Pero luego me engañó. Eso es lo que me fastidia.
Me hizo dudar de su humanidad, su trágica humanidad. Nunca dejes que nadie te haga dudar de la humanidad de un ser humano.
Osano rió entre dientes, e hizo un gesto indicando a los de al lado.
– ¿Como ellos? -preguntó. Y entonces me di cuenta de que aquello era lo que me hacía contarle la historia.
Miré a la pareja.
– Quizás.
– De acuerdo -dijo-. Pero a veces resulta difícil. Sobre todo con los ricos, ¿Sabes qué es lo peor de los ricos? Que se creen tan buenos como el que más sólo porque tienen mucha pasta.
– ¿No lo son? -pregunté.
– No -dijo Osano-. Son como jorobados.
– ¿Los jorobados no son tan buenos como cualquiera? -pregunté. Estuve a punto de decir enanos.
– No -dijo Osano-. Ni tampoco la gente que tiene sólo un ojo, ni los chiflados ni los críticos, ni las tías feas ni los cobardicas. Tienen que esforzarse para ser como los demás. Pero esa pareja no se esfuerza. Nunca lo conseguirán.
Estaba poniéndose un poco irracional e ilógico, sin demasiada brillantez. Pero, qué demonios, había pasado una mala semana. Y no es corriente el que un enano te deshaga un plan.
Le dejé desahogarse.
Terminamos de cenar. Osano se bebió el pésimo champán y comió la pésima comida que, incluso en primera clase, se cambiaría por una salchicha de Coney Island. Cuando bajaron la pantalla de cine, Osano se quitó el cinturón de seguridad y subió las escaleras hasta la sala cupular del avión. Terminé el café y le seguí arriba.
Se había sentado en un sillón de respaldo alto y había encendido uno de sus largos habanos. Me ofreció otro y lo acepté. Estaban empezando a gustarme, y eso a Osano le encantaba. Era siempre generoso, pero con los habanos solía ser comedido. Si le cogías uno, te vigilaba estrechamente para ver si lo disfrutabas lo bastante para merecerlo. La sala empezaba a llenarse. La azafata de servicio estaba muy ocupada preparando bebidas. Cuando le trajo a Osano su martini, se sentó en el brazo de su sillón y él le puso una mano en el regazo para coger la suya.
Me di cuenta de que una de las grandes ventajas de ser tan famoso como Osano era que podías hacer cosas así. En primer lugar, tenías la seguridad necesaria. En segundo, la joven, en vez de considerarte un viejo sucio, se sentía en general enormemente halagada de que alguien tan importante pudiese considerarla atractiva. Si Osano quería jodérsela, ella tenía que ser algo especial. No sabían que Osano era tan caliente que podía joder con cualquier cosa con faldas. Lo cual no está tan mal como parece, pues muchos tipos como él se jodían cualquier cosa, tuviese faldas o pantalones.
La chica estaba encantada con Osano. Luego, una pasajera de bastante buen ver empezó a acercársele, una mujer mayor con una cara rara e interesante. Nos contó que acababa de recuperarse de una operación de corazón y que llevaba seis meses sin joder y que no podía más. Ése era el tipo de cosas que las mujeres le contaban siempre a Osano. Pensaban que podían decirle lo que fuera porque era escritor y podía entenderlo todo. Y también porque era famoso y eso les haría resultar interesantes.
Osano sacó su pastillero en forma de corazón, que había comprado en Tiffany's. Estaba lleno de tabletas blancas. Cogió una y ofreció la caja a la operada del corazón y a la azafata.
– Vamos -dijo-. Es un estimulante. Volaréis muy alto. Luego cambió de idea.
– No, tú no -dijo a la dama operada-. En tu estado, no.
Entonces me di cuenta de que la operada quedaba descartada. Pues en realidad las píldoras eran de penicilina; Osano las tomaba siempre antes de tener relación sexual para inmunizarse contra las enfermedades venéreas. Utilizaba siempre este truco de hacer que la posible compañera las tomara para que la seguridad fuese doble. Se metió una en la boca y la tragó con whisky. La azafata tomó también una, entre risas, y Osano la contempló con una alegre sonrisilla. Me ofreció a mí la caja, pero la rechacé con un gesto.
La azafata estaba realmente muy bien, pero no podía manejar a Osano y a la dama operada. Intentando volver a llamar la atención hacia ella, le dijo dulcemente:
– ¿Estás casado?
Entonces se dio cuenta, como todo el mundo, de que no sólo estaba casado, sino de que se había casado por lo menos cinco veces. No sabía que una pregunta como aquélla irritaba a Osano porque se sentía siempre un poco culpable de engañar… a todas sus mujeres, incluso a aquellas de las que se había divorciado. Osano miró riendo entre dientes a la azafata y le dijo fríamente:
– Estoy casado. Tengo una amante y una novia fija. Pero ando buscando una señora con quien poder divertirme un poco.
Era ofensivo. La joven se ruborizó y se fue a servir bebidas a los demás pasajeros.
Osano se acomodó para disfrutar de la conversación con la dama operada, dándole consejos para su primer polvo. Estaba tomándole un poco el pelo.
– Mira -dijo-, procura no joder directamente la primera vez. No será un buen polvo para el tío porque estarás un poco asustada. Lo que tienes que hacer es conseguir un tío que te lo haga mientras estás medio dormida. Tomas un tranquilizante y luego, cuando estés medio atontada, él puede hacerte una lamida, ¿comprendes?, y consíguete un tipo que lo haga bien. Un verdadero artista del pilón.
La mujer se ruborizó un poco. Osano rió entre dientes. Sabía lo que estaba haciendo. Yo también me sentía violento. Siempre me enamoraba un poco de las desconocidas que me impresionaban favorablemente. Me di cuenta de que ella estaba pensando en la manera de conseguir que Osano le hiciese aquel servicio. No sabía que era demasiado vieja para él y que él no hacía más que jugar sus cartas con mucha frialdad para enganchar a la joven azafata.