Todos los somníferos ambulantes se habían dedicado a perseguirle. Eran la crema del país, aquellas chicas. Te daban afecto, te estrechaban la mano, iban a una cena y a un espectáculo, jugaban un poco de tu dinero, jamás te engañaban o te desplumaban. Te hacían creer que se preocupaban sinceramente por ti y jodían como los ángeles. Sorbiéndote el seso. Todo por un solitario billete de cien dólares. Eran un buen negocio. Ay, Dios mío, un negocio excelente. Pero él nunca podía dejarse engañar ni siquiera por el pequeño momento comprado. Le lavaron de arriba abajo antes de dejarle: un hombre enfermo, muy enfermo, en una cama de hospital. En fin, siempre eran mucho mejores que los somníferos normales, no te producían ningún tipo de pesadilla. Pero tampoco te hacían dormir. En realidad, Jordan llevaba ya tres semanas sin dormir.
Se apoyó cansinamente contra el cabezal de la cama. No recordaba cuándo había dejado la silla. Debería apagar las luces e intentar dormir. Pero volvería el terror. No un miedo mental sino un pánico físico que su cuerpo no era capaz de combatir aunque su mente aguantase y se preguntase qué pasaba. No había elección posible. Tenía que bajar otra vez al casino. Metió el cheque de cincuenta mil en la maleta. Se jugaría sólo los billetes y las fichas.
Jordan lo recogió todo de la cama y se llenó los bolsillos. Salió de la habitación y siguió adelante hacia el casino. Ahora ocupaban las mesas los verdaderos jugadores. A aquellas horas primeras de la madrugada, ya habían hecho sus tratos mercantiles, habían terminado sus cenas en las habitaciones especiales, habían llevado a sus esposas a los espectáculos y las habían luego metido en la cama o las habían dejado con fichas de dólar en la ruleta. Fuera de circulación. O se habían retirado agotadas, o habían asistido a una inevitable función cívica. Todos libres ya para combatir con el destino. Con el dinero en la mano, se alineaban en primera fila en las mesas de dados. Los jefes de sector esperaban con marcadores en blanco a que acabasen las fichas para que firmasen por otro billete o dos o tres de los grandes. Durante las próximas horas, muchos hombres firmarían y perderían fortunas. Sin saber nunca por qué. Jordan apartó la vista hacia el extremo final del casino.
Un recinto cerrado por una elegante baranda gris regio albergaba la larga mesa oval de bacarrá, separándola de la zona central del salón. Un guardia armado de los servicios de seguridad estaba apostado a la entrada porque en aquella mesa se jugaba básicamente con dinero en efectivo y no con fichas. A los dos extremos de la mesa de fieltro verde había dos sillas muy altas. Allí se sentaban los dos supervisores, vigilando a los croupiers y observando los pagos; su concentración de halcones quedaba sólo levemente disfrazada por el traje de etiqueta que llevaban todos los empleados del casino que estaban dentro del recinto del bacarrá. Los supervisores vigilaban todos los movimientos de los tres croupiers y del jefe de sector que dirigía. Jordan empezó a caminar hacia ellos hasta que pudo ver las figuras definidas de los croupiers con sus trajes de etiqueta.
Cuatro santos de corbata negra cantaban hosannas a los ganadores y cantos fúnebres a los perdedores. Hombres apuestos, de movimientos rápidos, de continente atractivo, daban lustre al juego que dirigían. Pero antes de que Jordan pudiese cruzar la entrada gris regio, Cully y Merlyn se plantaron ante él.
– Sólo les faltan quince minutos -dijo suavemente Cully-. No juegues.
La sección de bacarrá se cerraba a las tres.
Y entonces uno de los santos de corbata negra llamó a Jordan.
– Vamos a dar el último «zapato», señor Jordan. El «zapato» de la banca -le dijo riendo.
Jordan contempló las cartas amontonadas y esparcidas por la mesa, con sus dorsos azules, y contempló luego cómo las juntaban antes de barajar, mostrando sus pálidas y blancas caras internas.
– ¿Qué os parece si jugáis los dos conmigo? -dijo Jordan-. Yo pondré el dinero y apostaremos al límite los tres.
Lo cual significaba que con el límite de dos mil dólares, Jordan apostaría seis mil en cada mano.
– ¿Estás loco? -dijo Cully-. Puedes perderlo todo.
– Vosotros sentaos ahí -dijo Jordan-. Os daré el diez por ciento de lo que ganéis.
– No -dijo Cully, y se separó de él, yendo a apoyarse en la baranda del bacarrá.
– Merlyn, ¿ocuparás una silla por mí? -preguntó Jordan.
Merlyn el Niño le sonrió, y luego dijo quedamente:
– Sí, ocuparé esa silla.
– Te llevarás el diez por ciento -dijo Jordan.
– Sí, de acuerdo -dijo Merlyn.
Los dos cruzaron la baranda y se sentaron. Diane tenía el «zapato» recién iniciado, y Jordan se sentó en la silla junto a ella para poder coger el siguiente. Diane inclinó la cabeza hacia él.
– No juegues más, Jordy -le dijo.
Jordan no apostó en la mano de Diane y ella fue repartiendo las cartas azules que sacaba del «zapato».
Diane perdió, perdió sus veinte dólares del casino y perdió la banca y pasó el «zapato» a Jordan.
Jordan se dedicó a vaciar todos los bolsillos exteriores de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Fichas, negras y verdes, billetes de cien dólares. Colocó un fajo de billetes frente a la silla seis de Merlyn. Luego cogió el «zapato» y colocó veinte fichas negras en la banca.
– Tú también -le dijo a Merlyn.
Merlyn contó veinte billetes de cien dólares del fajo que tenía ante sí y los colocó en el compartimento de la banca.
El croupier alzó una mano para detener a Jordan. Miró a su alrededor al resto de la mesa para comprobar si todos habían hecho ya su apuesta. Su palma cayó sobre una mano tentadora, y canturreó dirigiéndose a Jordan:
– Una carta para el jugador.
Jordan repartió las cartas. Una para el croupier, otra para él. Luego otra para el croupier y otra para él. El croupier echó un vistazo a la mesa y luego echó sus dos cartas hacia el hombre que apostaba la cantidad más alta a jugador. El hombre miró cautamente sus cartas y luego sonrió y las echó sobre la mesa boca arriba. Tenía un nueve natural invencible. Jordan echó las cartas boca arriba sin siquiera mirarlas. Tenía dos figuras. Cero. Liquidado. Pasó el «zapato» a Merlyn. Merlyn pasó el «zapato» al jugador siguiente. Por un instante, Jordan intentó parar el «zapato», pero algo en la expresión de Merlyn le detuvo. Ninguno de los dos dijo nada.
La caja marrón dorado fue dando la vuelta lentamente a la mesa. Sin novedad digna de nota. Ganó banca. Luego jugador. No hubo ganancias consecutivas de ninguno de ellos. Jordan apostó a la banca siempre, presionando, y llevaba perdidos ya los diez mil dólares de su propio fajo; Merlyn aún se negaba a apostar. Por fin Jordan se hizo otra vez con el «zapato».
Hizo su apuesta, el límite de dos mil dólares. Estiró la mano hasta el dinero de Merlyn y separó unos cuantos billetes colocándolos en la ranura de la banca. Advirtió de pronto que Diane ya no estaba a su lado. Y tuvo la sensación de que había llegado el momento. Sintió una tremenda oleada de energía, la sensación de que podía hacer que salieran del «zapato» las cartas que desease.
Tranquilamente y sin emoción, Jordan consiguió veinticuatro pases directos. En el octavo pase la baranda que rodeaba la mesa de bacarrá estaba atestada y todos los jugadores de la mesa apostaban banca, uniéndose a su suerte. Al décimo pase, el croupier de la ranura del dinero se agachó y sacó las fichas especiales de quinientos dólares. Eran de un hermoso blanco crema con bandas doradas.
Cully estaba apoyado en la baranda observando, con Diane a su lado. Jordan les saludó con un gesto. Por primera vez estaba emocionado. Desde el otro extremo de la mesa, un jugador sudamericano gritó «maestro» cuando Jordan logró su treceavo pase. Y luego, al seguir insistiendo Jordan, se hizo un extraño silencio en la mesa.
Daba cartas del «zapato» sin esfuerzo, sus manos parecían fluir. Ni una sola vez tropezó una carta ni se le escapó al salir de su lugar oculto en la caja de madera. Ni nunca mostró accidentalmente el rostro blanco y pálido de una de ellas. Cogía sus propias cartas con el mismo movimiento rítmico cada vez, sin mirar, dejando que el croupier jefe voceara los números y los resultados. Cuando el croupier decía «una carta para el jugador», Jordan la daba tranquilamente sin el menor énfasis en que fuese buena o mala. Cuando el croupier decía «una carta para la banca», Jordan la daba asimismo suave y rápidamente, sin emoción. Por fin, en el veinticincoavo pase, ganó jugador, mano que jugaba el croupier porque todos los demás apostaban a banca.