Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Y además todo se va de todos modos.

En Las Vegas conté todo esto en fragmentos, a veces entre trago y trago en el salón, a veces en una cena de después de medianoche en la cafetería. Y cuando terminé, Cully me dijo:

– Aún no sabemos por qué dejaste a tu mujer.

Jordan le miró con cierta irritación. Jordan había hecho ya el resto del viaje y había ido mucho más lejos que yo.

– No dejé a mi mujer y a mis hijos. Simplemente estoy tomándome un descanso. Le escribo todos los días. Cualquier mañana sentiré ganas de ir a casa y tomaré el avión.

– ¿Así sin más? -preguntó Jordan. No sardónicamente. De verdad quería saberlo.

Diane no había dicho nada, raras veces lo hacía. Pero entonces me dio una palmada en la rodilla y dijo:

– Te creo.

– ¿Cómo nos sales ahora creyendo en un hombre? -le dijo Cully.

– La mayoría de los hombres son unos mentirosos -dijo Diane-. Pero Merlyn no lo es. Aún no, al menos.

– Gracias -dije yo.

– Llegarás a serlo -dijo Diane fríamente.

No pude resistir la tentación:

– ¿Y Jordan? -dije.

Sabía que estaba enamorada de Jordan. También Cully lo sabía. Jordan no lo sabía porque no quería saberlo y no le importaba. Pero de pronto se volvió con una expresión cortés e interrogante hacia Diane, como si le interesase su opinión. Aquella noche tenía un aspecto realmente espantoso. Empezaban a marcársele los huesos de la cara a través de la piel, en repugnantes planos blancos.

– No, tú no -le dijo. Y Jordan volvió la cabeza. No quería oírlo.

Cully, que era tan cordial y extrovertido, fue el último en contar su historia; y cuando lo hizo, como todos nosotros, se reservó lo más importante, de lo cual no me enteré hasta años después. De momento, nos pintó un cuadro honrado de su verdadero carácter, o así lo pareció. Todos sabíamos que tenía cierta conexión misteriosa con el hotel y su propietario, Gronevelt. Pero también era cierto que Cully era un jugador degenerado que llevaba una vida dudosa. A Jordan no le divertía Cully, pero he de admitir que a mí sí. Todo lo que se salía de lo normal y todas las caricaturas psicológicas me interesaban de modo automático. No hacía ningún juicio moral. Creía estar por encima de eso. Sólo escuchaba.

Cully tenía una formación. Y tenía inspiración. Nadie le liquidaría a él. Él les liquidaría a ellos. Tenía un instinto especial para la supervivencia. Un anhelo de vida, basado en la inmoralidad y en un completo menosprecio de la ética. Y sin embargo, era enormemente agradable. Podía ser divertido. Le interesaba todo, y era capaz de relacionarse con las mujeres de un modo realista y carente por completo de sentimentalismo, que a las mujeres les encantaba.

Pese a que andaba siempre escaso de dinero, era capaz de llevarse a la cama a cualquiera de las chicas de espectáculo que trabajaban en el hotel, con su dulce labia romántica. Si la chica se resistía, recurría a su truco del abrigo de pieles.

Un truco ingenioso. La llevaba a una peletería del final del Strip. El propietario era amigo de Cully, pero la chica no lo sabía. Cully hacía al propietario enseñarle a la chica su surtido de pieles; conseguía que el tipo extendiera todas las piezas en el suelo para que él y la chica pudiesen escoger lo mejor. Tras elegir ellos, el peletero tomaba las medidas a la chica y le decía que el abrigo estaría listo en dos semanas. Entonces, Cully extendía un cheque por dos o tres mil dólares como garantía de pago y decía al propietario que enviase el abrigo a la chica y a él la factura. A la chica le daba el recibo.

Esa noche, Cully se llevaba a la chica a cenar y después de cenar la dejaba jugar unos cuantos billetes a la ruleta, y luego la llevaba a su habitación, donde, según contaba, la chica tenía que demostrar su valentía porque llevaba en el bolsillo un recibo por valor de un par de miles. Y, dado que Cully estaba tan locamente enamorado de ella, ¿cómo podría negarse? El abrigo de pieles solo no servía. El que Cully estuviese enamorado podía no servir tampoco. Pero une ambas cosas y, como explicaba Cully, tendrás una apuesta a la codicia del ser humano: ganarás siempre.

Por supuesto, la chica nunca llegaba a ver el abrigo de pieles. Durante el romance de dos semanas, Cully organizaba una pelea y venía la ruptura. Y ni una sola vez, contaba Cully, nunca, le había devuelto la chica el recibo del abrigo de pieles. Todas ellas habían corrido a la peletería a intentar hacerse con el depósito e incluso con el abrigo. Pero, por supuesto, el propietario les explicaba suavemente que Cully había retirado ya su depósito y cancelado el pedido. El peletero se cobraba a veces con lo que Cully desechaba.

Cully tenía otro truco para las busconas blandas del mundo del espectáculo. Bebía un trago con ellas varias noches seguidas, escuchaba atentamente sus cuitas y se mostraba enormemente comprensivo. Jamás hacía un movimiento en falso ni intentaba nada. Luego, a la tercera noche, por ejemplo, sacaba un billete de cien dólares delante de ella, lo metía en un sobre y se guardaba el sobre en el bolsillo de la chaqueta. Luego decía:

– Mira, no suelo hacer esto, pero tú me gustas de verdad. Subamos a mi habitación, allí estaremos cómodos. Luego te daré para pagar el taxi de vuelta a tu casa.

La chica protestaba un poco. Quería aquel billete de cien. Pero no quería que la considerasen una puta. Cully aplicaba entonces el truco.

– Oye -decía-, será tarde cuando te vayas. ¿Por qué ibas a pagar tú la carrera del taxi? Deja que lo haga yo, eso al menos puedo hacerlo. Y, de veras que me gustas. ¿Cuál es el problema?

Entonces, sacaba el sobre y se lo daba, y ella se lo metía en el bolso. Inmediatamente, la llevaba a su habitación y se pasaba varias horas haciendo el amor con ella hasta que la dejaba irse a casa. Luego llegaba, contaba él, la parte divertida. Al bajar en el ascensor, la chica abría el sobre para sacar su billete de cien dólares y se encontraba uno de diez. Porque, naturalmente, Cully tenía dos sobres en el bolsillo de la chaqueta.

A menudo la chica subía otra vez en el ascensor y empezaba a martillear la puerta de Cully. Él se metía en el baño y abría el grifo de la bañera para ahogar el ruido, se afeitaba parsimoniosamente y esperaba a que ella se fuese. O, si ella era más tímida o menos experta, le llamaba por teléfono desde recepción y le decía que debía haberse equivocado, que en el sobre había sólo un billete de diez dólares.

Esto a Cully le encantaba.

– Sí, eso es -decía-. ¿Cuánto puede subir el taxi, dos, tres dólares? Sólo quería asegurarme, asegurarme de que había bastante. Por eso te di diez.

Y la chica decía:

– Te vi meter un billete de cien dólares en el sobre.

Entonces Cully se indignaba muchísimo.

– Cien dólares por una carrera de taxi -decía-. ¿Qué coño eres tú, una puta? Yo no le he pagado a una puta en toda mi vida. Escucha, creía que eras una buena chica. Y me gustabas, en serio. Y ahora me sales con esta mierda. Mira, no me llames más.

O a veces, si creía que la cosa podía pasar, decía:

– Oh no, querida, estás equivocada.

Y la engatusaba para otra sesión. Algunas chicas creían que era de verdad un error, o, según comentaba Cully astutamente, las chicas tenían que hacer creer que habían cometido un error para no parecer tontas. Algunas llegaban incluso a concertar otra cita para demostrar que no eran putas, que no se habían ido a la cama con él por cien dólares.

Y sin embargo, esto no era por no gastar dinero. Cully derrochaba el dinero jugando. Lo hacía por la sensación de poder, de que podía «manejar» a una chica guapa. Se sentía especialmente provocado si la chica tenía fama de no dejarse engatusar más que por los tipos que de veras le gustaban.

Si las chicas eran de verdad honradas, Cully lo hacía un poco más complicado. Procuraba sorberles el seso, les dirigía cumplidos extravagantes. Se quejaba de su propia incapacidad para sentirse excitado sexualmente si no sentía un verdadero interés por la chica o no la conocía de verdad. Les mandaba regalitos, les daba billetes de veinte dólares para el taxi. Pero, aun así, algunas chicas listas no le dejaban meter el pie en la puerta. Entonces, las traspasaba. Empezaba a hablar de un amigo suyo, un hombre rico que era el mejor tipo del mundo. Que se cuidaba de las chicas sólo por amistad, ellas ni siquiera tendrían que dispensar sus favores. Este amigo tomaría un trago con ellos y realmente sería un amigo rico de Cully, normalmente un jugador con un buen negocio de sastrería en Nueva York o una agencia de automóviles en Chicago. Cully convencía a la chica para que fuese a cenar con su amigo, que estaría informado de todo. La chica no tenía nada que perder. Una cena gratis con un hombre agradable y rico.

19
{"b":"100036","o":1}