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Cully doblaba normalmente el precio cuando se trataba de un «combate», lo que significaba doscientos dólares. «Qué demonios -pensó-, me voy al Japón, ¿quién sabe lo que pasará?»

– Pongamos quinientos -dijo Cully.

Hubo una exclamación de asombro al otro lado del hilo.

– Dios mío -dijo Crystin-. Debe ser algo serio. ¿Con quién tengo que entrar en el cuadrilátero, con un gorila?

– No te preocupes -dijo Cully-. Tú siempre lo pasas bien, ¿no?

– ¿Cuándo? -dijo Crystin.

– Ha de ser temprano -dijo Cully-. Tengo que coger el avión mañana por la mañana. ¿Te parece bien?

– Por supuesto -dijo Crystin-. Supongo que no me darás de cenar.

– No -dijo Cully-. Tengo demasiadas cosas que hacer. No tendré tiempo.

Cully colgó, abrió el cajón del escritorio y sacó un paquetito de fichas blancas. Eran los marcadores de la deuda de Crystin, tres mil dólares en total.

Cully caviló sobre los misterios de las mujeres. Crystin era una chica bastante guapa, de unos veintiocho. Pero jugadora empedernida. Dos años atrás había echado por la borda veinte grandes. Había llamado a Cully y le había pedido una cita en su oficina; al entrar le había propuesto que saldaría los veinte grandes como puta encubierta. Pero sólo aceptaría citas directamente, a través de Cully y con el máximo secreto, a causa de su marido.

Cully había intentado convencerla de que no lo hiciese.

– Si se entera tu marido, te matará -le dijo.

– Si descubre que debo veinte grandes me matará igualmente -dijo Crystin-. ¿Cuál es la diferencia? Y, además, ya sabes que yo no puedo dejar de jugar, y supongo que además de la cuota puedo conseguir que alguno de esos tipos me dé para jugar o, al menos, haga una apuesta por mí.

En fin, Cully aceptó. Además, le había dado trabajo como secretaria del encargado de alimentos y bebidas del Hotel Xanadú. Al encargado le atraía ella y, por lo menos una vez a la semana, se iban a la cama por la tarde, en la suite que él tenía en el hotel. Después de un tiempo, Cully la introdujo en lo del «combate» y a ella le había encantado.

Cully sacó uno de los marcadores de quinientos dólares y lo rompió. Luego, en un súbito impulso, rompió todos los marcadores de Crystin y los tiró a la papelera. Cuando volviese del Japón, tendría que encubrirlo con papeleo, pero ya pensaría en ello más tarde. Crystin era una buena chica. Si algo le pasaba a él, quería que ella estuviese a salvo.

Dedicó el tiempo a ordenar su escritorio. Después bajó a sus habitaciones. Pidió champán frío y llamó a Charlie Brown.

Se dio una ducha y se puso el pijama. Un pijama muy elegante. Seda blanca, con bordes rojos y las iniciales en el bolsillo de la chaqueta.

Primero llegó Charlie Brown y Cully le sirvió champán. Luego llegó Crystin. Estuvieron sentados allí charlando, y él les hizo beber toda la botella antes de llevarlas al dormitorio.

Las dos chicas se mostraban un poco tímidas entre sí, aunque ya se conocían de antes. Cully les dijo que se desvistieran y se quitó el pijama.

Se metieron los tres desnudos en la cama y estuvo hablando con ellas un rato, bromeando, haciendo chistes, besándolas de vez en cuando, y jugando con sus senos. Luego echó un brazo al cuello de cada una y juntó sus caras. Ellas sabían lo que esperaba que hiciesen. Se besaron vacilantes en los labios.

Cully alzó a Charlie Brown, que era la más delgada. Y se deslizó bajo ella de modo que ambas mujeres quedasen juntas. Cully sintió la rápida oleada de la excitación sexual.

– Vamos -dijo-. Os encantará. Sabéis que os gustará.

Pasó la mano entre las piernas de Charlie Brown y la dejó descansar allí. Al mismo tiempo, se inclinó y besó a Crystin en la boca y luego empujó a una contra la otra.

Tardaron un rato en empezar. Parecían vacilar, parecían muy tímidas. Así era siempre. Poco a poco, Cully se apartó de ellas hasta sentarse a los pies de la cama.

Sentía una súbita tranquilidad mientras observaba cómo se hacían el amor las dos mujeres. Para él, con todo su cinismo respecto a las mujeres y el amor, era el espectáculo más bello que podía esperar contemplar. Las dos tenían cuerpos majestuosos y rostros encantadores, y las dos eran verdaderamente apasionadas, como jamás podrían serlo con él. Era un espectáculo que podría contemplar eternamente.

Mientras ellas seguían, Cully se levantó de la cama y se sentó en un sillón. Las dos mujeres estaban cada vez más excitadas. Cully vio sus cuerpos moverse y subir y bajar hasta que llegó el apogeo final y las dos quedaron abrazadas, tranquilas y quietas.

Cully se acercó a la cama y las besó suavemente. Luego, se echó entre ellas y dijo:

– No hagáis nada. Durmamos un poco.

Se durmió y cuando despertó las dos mujeres estaban en la sala, vestidas y charlando.

Cully sacó quinientos dólares de la cartera y se los dio a Charlie Brown.

Charlie le dio un beso de despedida y le dejó sólo con Crystin.

Cully se sentó en el sofá y rodeó con un brazo a Crystin. Le dio un beso suave.

– Rompí tus marcadores -dijo-. Ya no tienes que preocuparte de ellos, y le diré al cajero que te dé quinientos dólares en fichas para que puedas jugar un poco esta noche.

Crystin se echó a reír y dijo:

– Cully, no puedo creerlo. Al final te has convertido en un primo.

– Todos somos primos -dijo Cully-. Pero, qué demonios, tú te has portado muy bien estos dos años. Quiero sacarte de esto.

Crystin le dio un abrazo y se apoyó en su hombro; luego dijo quedamente:

– Cully, ¿por qué le llamas «combate»?, ya sabes, cuando quieres que lo haga con otra chica.

Cully se echó a reír.

– Simplemente me gusta la idea de la palabra. En cierto modo lo describe.

– ¿Me desprecias por eso? -preguntó Crystin.

– No -dijo Cully-. Para mí es lo más bello que he visto en mi vida.

Cuando Crystin se fue, Cully no pudo dormir. Por fin, bajó al casino. Localizó a Crystin en la mesa de veintiuno. Tenía frente a ella una pila de fichas negras de cien dólares.

Le hizo señas de que se acercara. Sonreía encantada.

– Cully, es mi noche de suerte -le dijo-. Gano doce grandes.

Luego, cogió un montón de fichas y las colocó en la mano de Cully.

– Eso es para ti -dijo-. Quiero que las cojas.

Cully contó las fichas. Eran diez. Mil dólares.

Se echó a reír y dijo:

– De acuerdo. Te las guardaré, algún día necesitarás dinero para jugar.

La dejó, siguió a su oficina y guardó las fichas en un cajón de su escritorio. Pensó de nuevo en llamar a Merlyn, pero decidió no hacerlo.

Miró a su alrededor. No le quedaba ninguna cosa por hacer, pero tenía la sensación de olvidarse de algo. Como si hubiese contado el «zapato» y faltasen algunas cartas importantes. Pero ya era demasiado tarde. Dentro de a unas horas, estaría en Los Angeles y cogería el avión con destino a Tokio.

En Tokio, Cully tomó un taxi para ir a la oficina de Fummiro. Las calles de Tokio estaban llenas de gente, y muchos llevaban las mascarillas de gasa blanca quirúrgica para protegerse del aire cargado de gérmenes. Hasta los obreros de la construcción, con sus resplandecientes chaquetones rojos y sus cascos blancos, llevaban aquellas mascarillas. Por alguna razón, las máscaras inquietaban a Cully. Pero pensó que se debía a que estaba muy nervioso por el viaje.

Fummiro le recibió con un cordial apretón de manos y una amplia sonrisa.

– Cuánto me alegro de verle, señor Cross -dijo-. Procuraremos que su estancia sea agradable, que se divierta mucho en nuestro país. No tiene más que decirle a mi ayudante lo que necesita.

Estaba en la moderna oficina de Fummiro, de estilo norteamericano, y podían hablar sin problemas.

– Tengo mi maleta en el hotel, y sólo quiero saber cuándo debo traerla a su oficina -dijo Cully.

– El lunes -dijo Fummiro-. En el fin de semana no se puede hacer nada. Pero hay una fiesta en mi casa mañana por la noche. Estoy seguro de que le gustará.

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