Leí de nuevo todos los libros de Osano, y me pareció un gran escritor en sus comienzos. Intenté analizar su fracaso posterior en la vida, su incapacidad para terminar su gran novela. Empezó asombrado por la maravilla del mundo que le rodeaba y la gente que había en él. Terminó escribiendo sobre la maravilla de sí mismo. Su preocupación, te dabas cuenta pronto, era convertir su propia vida en una leyenda. Escribió para el mundo en vez de hacerlo para sí mismo. Reclamaba a voces, continuamente, atención para Osano, en vez de atención para su arte. Quería que todo el mundo supiese lo listo y lo inteligente que era. Procuró incluso que los personajes que creaba no se llevasen los honores de su inteligencia. Era como un ventrílocuo celoso de las risas que provocaba su muñeco. Y esto era una vergüenza. Sin embargo, le considero un gran hombre. Admiro su tremenda humanidad, su tremendo amor a la vida. Qué inteligente era y qué divertido resultaba estar con él.
¿Cómo podía decir yo que fue un artista fallido cuando sus triunfos, aunque fuesen imperfectos, parecían mucho mayores que los míos? Me acordé de cuando revisé sus papeles, como albacea literario suyo, y me quedé asombrado al no poder hallar ni rastro de la novela que tenía entre manos. No podía creer que fuese tan falso, que hubiese estado fingiendo escribirla todos aquellos años y no hubiese hecho más que aquellas notas. Me di cuenta entonces de que la había quemado. Y aquella especie de chiste no había sido malicia ni astucia, sino sólo una burla que a él le encantaba. Y el dinero.
Había escrito algunas de las páginas en prosa más bellas de su generación y había formulado algunas de las ideas más vigorosas, pero le había encantado ser un truhán. Leí todas sus notas, unas quinientas páginas en largas hojas amarillas. Eran notas inteligentes y brillantes. Pero las notas no son nada.
Sabiendo esto me puse a pensar en mí mismo. En que había escrito libros tremendos. Pero, más desgraciado que Osano, había intentado vivir sin ilusiones y sin riesgo. Yo no tenía su amor por la vida ni su fe en ella. Pensé en aquello que decía Osano de que la vida siempre estaba intentando liquidarte. Por eso quizás viviese él tan alocadamente, luchase con tanta firmeza contra los golpes y las humillaciones.
Hace mucho, Jordan se voló la tapa de los sesos. Osano había vivido la vida plenamente y le había puesto fin cuando no tuvo otra elección. Y yo, yo intentaba escapar poniéndome un gorro cónico de mago. Pensé en otra cosa que me había dicho Osano: «La vida siempre está metiéndose en medio». Y me di cuenta de qué quería decir. El mundo es para un escritor como uno de esos pálidos espectros que con la edad se hacen más y más pálidos, y puede que fuese ésa la razón por la que Osano dejase de escribir.
La nieve caía espesa y yo la veía caer por las ventanas de mi estudio. La blancura cubría las ramas grises y desnudas de los árboles, el marrón y el verde mohosos del césped invernal. Si yo hubiese sido sentimental o tendiese a serlo, me habría sido fácil conjurar los rostros de Osano y de Artie cruzando sonrientes entre aquellos copos de nieve. Pero me negaba a hacerlo. No era tan sentimental ni tan blando conmigo, ni me compadecía tanto de mí mismo. Podría vivir sin ello. Su muerte no me disminuiría, como quizás ellos hubiesen esperado.
No, yo me sentía seguro allí en mi despacho. Caliente como una tostada. Seguro frente al furioso viento que lanzaba los copos de nieve contra mi ventana. No abandonaría aquella habitación, aquel invierno.
Fuera, las carreteras estaban heladas, mi coche podía patinar y la muerte podría destrozarme. Venenosos catarros víricos podían infectar mi organismo. Oh, había peligros innumerables además de la muerte. Y no perdía de vista los espías que la muerte podía infiltrar en la casa, e incluso en mi propio cerebro. Alzaba defensas contra ellos.
Tenía gráficos en las paredes de mi habitación. Gráficos para mi trabajo, mi salvación, mi defensa. Había investigado para hacer una novela sobre el imperio romano, con el propósito de retirarme al pasado. Había estudiado también la posibilidad de una novela en el siglo XXV por si quería ocultarme en el futuro. Se alzaban esperándome cientos de libros para leer, para cercar mi cerebro.
Arrimé un gran sillón al ventanal para poder ver caer la nieve cómodamente. Sonó el timbre de la cocina. La cena estaba lista. Mi familia debía estar esperándome, mi mujer y mis hijos. ¿Qué demonios les pasaba después de tanto tiempo? Contemplé la nieve, casi era una tormenta. El mundo exterior estaba completamente blanco. Volvió a sonar el timbre, con insistencia. Si yo estuviese vivo, me habría levantado y bajado al alegre comedor y disfrutado de una cena feliz. Miraba la nieve. De nuevo sonó el timbre.
Eché un vistazo al gráfico. Había escrito mi primer capítulo de la novela del imperio romano y diez páginas de notas de la del siglo XXV. En aquel momento decidí que escribiría sobre el futuro.
Volvió a sonar el timbre, larga e incesantemente. Cerré las puertas de mi estudio y bajé a la casa, al comedor. Entré, y al entrar lancé un suspiro de alivio.
Allí estaban todos. Los niños, casi adultos ya y preparados para irse. Valerie muy guapa con bata de casa y delantal. Y su encantador pelo castaño muy tirante recogido atrás. Estaba colorada, quizás por el calor de la cocina. ¿Quizás porque después de cenar saldría a reunirse con su amante? ¿Era eso posible? No tenía forma de saberlo. Aun así, ¿no merecía la pena preservar la vida?
Me senté a la cabecera de la mesa. Bromeé con los chicos. Comí. Le sonreí a Valerie y alabé la comida. Después de cenar, volvería a ir a mi habitación; trabajaría y estaría vivo.
Osano, Malomar, Artie, Jordan, os echo de menos. Pero no me liquidaréis. Todos mis seres queridos, los que estaban en torno a aquella mesa, podrían liquidarme algún día. Debería preocuparme por eso.
Durante la cena, recibí una llamada de Cully para que le fuera a esperar al aeropuerto al día siguiente. Venía a Nueva York por negocios. Era la primera vez en un año que tenía noticias de él, y por su tono de voz me di cuenta de que tenía problemas.
Llegué temprano a esperar a Cully, así que compré unas revistas y las leí, luego tomé café y un emparedado. Cuando oí anunciar que aterrizaba su avión, bajé hasta la zona de equipajes, que era donde le esperaba siempre. Como suele pasar en Nueva York, tardaron unos veinte minutos en sacar los equipajes. Por entonces, la mayoría de los pasajeros paseaban junto a la cinta transportadora donde se colocaban las maletas, pero no vi a Cully. Seguí buscándole. La gente empezó a irse y, al cabo de un rato, sólo quedaban en la cinta unas cuantas maletas.
Llamé a casa y le pregunté a Valerie si había llamado Cully y dijo que no. Luego llamé a información de vuelos de la TWA y pregunté si Cully Cross había llegado en el avión. Me dijeron que había hecho una reserva, pero que no había aparecido. Llamé al Hotel Xanadú de Las Vegas y me contestó la secretaria de Cully. Me dijo que sí, que por lo que ella sabía, Cully se había ido en avión a Nueva York. Sabía que no estaba en Las Vegas y que no volvería en varios días. En realidad, yo no estaba preocupado. Imaginé que había surgido algo. Cully siempre andaba de un punto a otro de los Estados Unidos, y viajaba también por el resto del mundo por cuestiones del hotel. Alguna emergencia de última hora le habría obligado a cambiar de planes, y estaba seguro de que más tarde se pondría en contacto conmigo. Pero en mi pensamiento bullía la inquietante idea de que nunca me había hecho una cosa así; de que siempre me había avisado de los cambios de planes y de que, a su modo, era además muy considerado como para dejarme ir al aeropuerto y hacerme esperar horas si no fuese a venir. Y, sin embargo, dejé pasar casi una semana sin noticias suyas y sin poder descubrir dónde estaba, antes de llamar a Gronevelt.