– Tendrás que vestirte -le dije.
Se incorporó apoyada en un codo y se inclinó para besar a Osano en la boca. Luego se quedó de pie junto a la cama, mirándole largo rato.
– Tendrás que vestirte y desaparecer -dije-. Va a haber mucho barullo y creo que es una de las cosas que Osano quería que yo hiciese. Ahorrarte todo este lío.
Enseguida pasé al salón. Esperé. Oí la ducha y luego, quince minutos después, salió Charlie de la habitación.
– No te preocupes de nada -le dije-. Yo me encargaré de todo.
Se acercó y se me echó en los brazos. Era la primera vez que sentía su cuerpo y pude entender en parte por qué Osano la había amado tanto. Tenía un olor maravillosamente fresco y limpio.
– Tú fuiste el único al que quiso ver -dijo Charlie-. A ti y a mí. ¿Me llamarás después del funeral?
Dije que sí, que lo haría. Entonces se fue y me dejó solo con Osano.
Esperé hasta la mañana, en que llamé a la policía y les dije que me había encontrado a Osano muerto. Y que, evidentemente, se había suicidado. Pensé unos minutos en ocultar el suicidio, ocultar el pastillero. Pero, aunque yo hubiese podido conseguir que la prensa y las autoridades cooperasen, a Osano le hubiese dado igual. Les dije lo importante que era Osano para que enviasen una ambulancia de inmediato. Luego llamé a los abogados de Osano y les asigné la responsabilidad de informar a todas las esposas y a todos los hijos. Llamé a sus editores porque sabía que querrían hacer una declaración de prensa y publicar una esquela en el Times de Nueva York. Por alguna razón, yo deseaba que Osano recibiese esa clase de honores.
La policía y el fiscal del distrito me hicieron un montón de preguntas como si fuese sospechoso de asesinato. Pero todo esto se esfumó enseguida. Al parecer, Osano le había enviado una nota a su editor diciéndole que no podría terminar su novela porque pensaba suicidarse.
Hubo un gran funeral en los Hamptons. Se enterró a Osano en presencia de sus siete viudas, sus nueve hijos, los críticos literarios del Times de Nueva York, de New York Review of Books, de Commentary, de la revista Harpers y de New Yorker. De Elaine, Nueva York, llegó un autobús lleno de gente. Amigos de Osano que, sabiendo que él lo habría aprobado, llevaban en el autobús un bar portátil y un barril de cerveza. Llegaron borrachos al funeral. A Osano aquello le habría encantado, no hay duda.
En las semanas siguientes se escribieron cientos de miles de palabras sobre Osano como primera gran figura literaria italiana de nuestra historia cultural. Eso le habría fastidiado mucho a Osano. Nunca se consideró italonorteamericano. Pero una cosa le habría complacido. Todos los críticos dijeron que si hubiese vivido lo suficiente para publicar la novela que estaba escribiendo, habría obtenido sin duda el premio Nobel.
Días después del funeral de Osano recibí una llamada telefónica de su editor, que me pidió que comiese con él la semana siguiente. Acepté.
La editorial Arcania se consideraba una editorial de clase, una de las editoriales de mayor prestigio literario del país. En su fondo editorial figuraban media docena de premios Nobel, docenas de Pulitzers y premios nacionales de literatura. Tenían fama de apreciar más la literatura que los éxitos de ventas. Y el director jefe, Henry Stiles, podría haber pasado por un caballero de Oxford. Pero fue al grano con la misma rapidez que un hombre de negocios cualquiera.
– Señor Merlyn -dijo-, admiro muchísimo sus novelas. Espero poder incluirle algún día en nuestro catálogo.
– Quiero hablarle de las cosas de Osano -dije-. Soy su albacea.
– Bueno -dijo el señor Stiles-. No sé si sabrá usted, dado que éste es el final financiero de la vida del señor Osano, que le adelantamos cien mil dólares por la novela que estaba haciendo. Así que tenemos preferencia en lo que respecta al libro. Sólo quiero asegurarme de que sabe esto.
– Lo sé -dije-. Y sé que fue deseo de Osano que ustedes lo publicasen. Editaron muy bien sus libros.
El señor Stiles esbozó una sonrisa agradecida. Se echó atrás en su asiento.
– Entonces no hay problema -dijo-. Supongo que habrá revisado sus papeles y notas y habrá encontrado el manuscrito.
– Bueno, ése es el problema -dije-. No hay ningún manuscrito; no hay ninguna novela, sólo quinientas páginas de notas.
En la cara de Stiles se pintó una expresión de horror y de asombro y tras aquella apariencia exterior supe que pensaba: ¡Malditos escritores, cien mil dólares de adelanto, tantos años y no tiene más que notas! Pero se repuso y dijo:
– ¿Quiere decir usted que no hay ni una página de manuscrito?
– Eso -dije.
Mentía, pero nunca lo sabría él. Había seis páginas.
– Bueno -dijo el señor Stiles-, no solemos hacerlo, pero otras editoriales lo han hecho. Sabemos que usted ayudó al señor Osano en algunos de sus artículos, siguiendo sus directrices. Que usted imitaba muy bien su estilo. Habría de ser secreto, pero, ¿por qué no nos escribe en seis meses el libro del señor Osano y lo publicamos con su nombre? Podríamos ganar mucho dinero. Comprenderá que no sería razonable que firmásemos un contrato, pero podríamos ofrecerle condiciones muy generosas por sus futuros libros.
Ahora me había sorprendido él a mí. La editorial más respetable de Norteamérica estaba haciendo algo que sólo haría Hollywood o un hotel de Las Vegas. ¿Pero por qué coño me sorprendía yo en realidad?
– No -le dije al señor Stiles-. Como albacea literario suyo tengo el poder y la autoridad necesarios para que no se publique un libro con su nombre sacado de esas notas. Si ustedes quieren publicar las notas, les daré permiso.
– Bueno, pensémoslo -dijo el señor Stiles-. Volveremos a hablar. Pero, en fin, ha sido un placer conocerle.
Luego movió la cabeza con tristeza.
– Osano era un genio. Qué lástima.
Nunca le dije al señor Stiles que en las seis primeras páginas del manuscrito que había dejado Osano, había esta nota dirigida a mí.
MERLYN:
Estas son las seis páginas de mi libro. Te las doy a ti. A ver lo que haces con ellas. Olvida las notas, son una mierda.
OSANO
Yo había leído las páginas y decidido guardarlas para mí. Cuando llegué a casa, las leí otra vez muy despacio, palabra por palabra.
– Escúchame. Te diré la verdad sobre la vida de un hombre. Te diré la verdad sobre su amor por las mujeres. Que nunca las odia. Crees ya que voy por mal camino. Ten fe en mí. Soy un maestro de magia, en serio.
»¿Crees que un hombre puede amar de veras a una mujer y traicionarla constantemente? No me refiero a la traición material, sino a traicionarla con el pensamiento, en la misma "poesía de su alma". En fin, no es fácil, pero los hombres lo hacen sin cesar.
»¿Quieres saber cómo pueden amarte las mujeres, prodigarte deliberadamente ese amor para envenenar tu cuerpo y tu mente con el solo objeto de destruirte? ¿Y cómo, por su amor apasionado, deciden no amarte más? ¿Y cómo, al mismo tiempo, te deslumbran con un éxtasis de idiota? ¿Imposible? Ésa es la parte fácil.
»Pero no te vayas. Esto no es una historia de amor.
»Te haré sentir la dolorosa belleza de un niño, la lujuria animal del varón adolescente, la anhelante melancolía suicida de la mujer joven, y luego (ésta es la parte difícil), te mostraré cómo hace girar el tiempo al hombre y a la mujer en círculo completo, cómo los cambia en cuerpo y alma.
»Y luego está, por supuesto, el VERDADERO AMOR. ¡No te vayas! Existe o yo lo haré existir. No en vano soy un maestro de magia. ¿Vale lo que cuesta? ¿Y qué decir de la fidelidad sexual? ¿Funciona? ¿Es amor? ¿Es incluso algo humano, esa pasión perversa de estar con sólo una persona? Y, si no resulta, ¿obtienes aun así un beneficio adicional por intentarlo? ¿Puede funcionar en ambos sentidos? Claro que no, eso es evidente. Y sin embargo…