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Recibió a Osano un grupo de mujeres que le condujo hasta el estrado. Charlie Brown y yo nos sentamos en la primera fila. Yo hubiese preferido sentarme atrás, para poder marcharme pronto. Tan preocupado estaba, que apenas oí los discursos de apertura; luego, de pronto, condujeron a Osano al podio y lo presentaron. Osano se quedó un momento esperando un aplauso que no llegó.

Muchas de las mujeres que había allí se habían ofendido por los ensayos machistas de Osano en las revistas masculinas, años atrás. Otras estaban furiosas porque Osano era uno de los escritores más importantes de su generación y envidiaban su triunfo. Y luego, había también algunas admiradoras suyas que aplaudieron con mucho tiento, por miedo a que la convención recibiese desfavorablemente el discurso de Osano.

Y allí en el podio, corpulento e inmenso, estaba Osano. Esperó un largo instante. Luego se apoyó con arrogancia en el podio y dijo, muy despacio, enunciando cada palabra:

– Combatiros o joderos: ésa es la consigna.

El local estalló en abucheos, silbidos y gritos. Osano intentó seguir. Yo sabía que había utilizado aquella frase sólo para captar la atención del público. Su discurso sería favorable a la liberación de las mujeres, pero no tuvo posibilidad de pronunciarlo. Los abucheos y los silbidos arreciaron, y en cuanto intentaba hablar se reproducían, hasta que Osano hizo una reverencia teatral y abandonó el podio. Le seguimos pasillo adelante y salimos del Carnegie Hall. Los abucheos y los silbidos se convirtieron en aplausos y vítores, para indicarle a Osano que estaba haciendo lo que ellas querían que hiciese: dejarlas en paz.

Osano no quiso que yo fuese a casa con él aquella noche. Quería estar solo con Charlie Brown. Pero a la mañana siguiente recibí una llamada suya. Quería que le hiciera un favor.

– Escucha -dijo-. Me voy a Carolina del Norte, a la Duke University, a una clínica, donde hacen una dieta de arroz. Al parecer, es el mejor tratamiento para adelgazar de los Estados Unidos y, según dicen, sales de allí sano, además. Tengo que adelgazar y, al parecer, el médico cree que puedo tener las arterias obstruidas y que la dieta de arroz puede curarme. Sólo hay un problema. Charlie quiere venir conmigo. ¿Te imaginas a esa pobre chica comiendo arroz durante dos meses? Así que le dije que no podía venir. Pero tengo que llevar el coche hasta allí y me gustaría que me lo llevases tú. Podríamos ir los dos juntos y andar por allí unos cuantos días, y puede que nos divirtiéramos.

Me lo pensé un minuto y luego dije:

– De acuerdo.

Nos citamos para la semana siguiente. A Valerie le dije que estaría fuera sólo tres o cuatro días. Que le llevaría el coche a Osano y que pasaría unos días con él, hasta que quedase bien instalado allí, y que luego volvería.

– ¿Y por qué no lleva el coche él solo? -dijo Valerie.

– Porque no está nada bien -dije-. No creo que pudiese conducir hasta allí. Son por lo menos ocho horas.

Esto pareció satisfacer a Valerie, pero había algo que aún seguía inquietándome a mí. ¿Por qué no quería utilizar Osano a Charlie de chófer? Podría haberla facturado luego, al llegar allí, así que la excusa que me daba de que no quería tenerla sometida a dieta de arroz no tenía sentido. Pensé entonces que quizás estuviese cansado de Charlie y aquél fuese su modo de librarse de ella. No es que eso me preocupase gran cosa. Charlie tenía amigos de sobra que se preocuparían por ella.

Así que llevé a Osano a la clínica de la Duke University en su Cadillac de cuatro años de antigüedad. Y Osano estaba de excelente humor. Parecía incluso un poco mejor físicamente.

– Me encanta esta parte del país -dijo cuando llegamos a los estados sureños-. Me encanta cómo llevan el asunto Jesucristo aquí abajo, casi parece que cada pueblecito tuviese su almacén de Jesús, tienen almacenes familiares de Jesús y se ganan bien la vida y tienen muchísimos amigos. Una de las mayores mafias del mundo. Cuando pienso en mi vida, a veces creo que habría preferido ser religioso en vez de escritor. Cuánto mejor lo habría pasado.

Yo no decía nada. Me limitaba a escuchar. Los dos sabíamos que Osano no podría haber sido más que escritor y que sólo estaba entregándose a un vuelo de su fantasía personal.

– Sí -dijo Osano-. Habría organizado una gran banda de música popular y la habría llamado Los Petamierdas de Jesús. Me encanta lo humildes que son en su religión y lo feroces y orgullosos en su vida diaria. Son como monos en un laboratorio. No han correlacionado la acción y sus consecuencias, pero supongo que puede decirse eso de todas las religiones. ¿Qué podemos decir de esos judíos de Israel? Paran los autobuses y los trenes en las festividades y luego ahí los tienes luchando contra los árabes. Y esos jodidos italianos con su Papa. Me gustaría dirigir el Vaticano, desde luego. La consigna sería ésta: «Cada sacerdote un ladrón». Ése sería nuestro lema. Ése sería nuestro objetivo. Lo malo de la iglesia católica es que quedan unos cuantos sacerdotes honrados y esos lo joden todo.

Siguió hablando de religión los setenta kilómetros siguientes. Luego pasó a hablar de literatura, luego de los políticos, y, por último, casi al final del viaje, habló de la liberación de las mujeres:

– Sabes -dijo-. Lo curioso del caso es que yo en realidad estoy a favor de ellas. Siempre he pensado que las mujeres reciben la peor parte, aun cuando fuese yo el que se la adjudicase; sin embargo esas putas ni siquiera me dejaron terminar mi discurso. Ése es el problema con las mujeres. Carecen de sentido del humor. No se dieron cuenta de que estaba haciendo un chiste, de que después pondría las cosas a su favor.

– ¿Por qué no publicas el discurso -le dije- para que se enteren? La revista Esquire lo aceptaría, ¿no crees?

– Claro -respondió Osano-. Es posible que cuando me instale en la clínica trabaje sobre él y lo revise para publicarlo.

Acabé pasando una semana entera con Osano en la clínica de la Duke University. En esa semana vi más gordos, y estoy hablando de individuos de ciento a ciento cuarenta kilos, que en toda mi vida. Desde aquella semana, no he vuelto a confiar nunca en una chica que lleve capa, porque todas las gordas que pasan de los ochenta kilos se creen que pueden ocultarlo envolviéndose en una especie de manta mexicana o en un capote de gendarme francés. Lo que realmente parecían aquellas amenazantes masas bajando por la calle era odiosos y atiborrados Supermanes o Zorros.

El centro médico de la Duke University no era, en modo alguno, un centro de adelgazamiento de orientación cosmética. Lo que se proponía era curar en serio el daño que pudiese hacer al organismo un largo período de gordura excesiva. Se hacían a los clientes todo tipo de análisis, pruebas y radiografías. En fin, yo me quedé con Osano y me cercioré de que iba a los restaurantes donde servían la dieta de arroz.

Y me di cuenta por primera vez de la suerte que yo tenía. Por mucho que comiese, nunca engordaba un kilo. La primera semana fue algo que nunca olvidaré. Vi a tres chicas de ciento veinte kilos saltar de un trampolín. Luego, vi a un tipo que debía pesar doscientos kilos, al que tuvieron que bajar a la estación de ferrocarril para pesarle en la báscula. Había algo realmente triste en aquella inmensa masa que arrastraba los pies en el anochecer, como un elefante camino del cementerio, donde sabe seguro que va a morir.

Osano tenía una suite de varias habitaciones en el Hollyday Inn, cerca del edificio del centro médico de la universidad. Paraban allí muchos pacientes y se reunían para pasear o jugar a las cartas, o simplemente sentarse juntos a intentar iniciar una aventura amorosa. Había muchas críticas y chismorreos. Un chaval de cien kilos se había llevado a su chica de ciento cuarenta a Nueva Orleans a pasar el fin de semana. Desgraciadamente, los restaurantes de Nueva Orleans eran tan buenos que se pasaron dos días comiendo y volvieron con cinco kilos más. Lo que me pareció más curioso fue que esos cinco kilos se consideraron mayor pecado que su supuesta inmoralidad.

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