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El invierno arrojaba lluvia y viento sobre la ciudad como nunca lo había hecho antes. Las nubes se apresuraban a descargar cuanto antes la porción de truenos, granizo y lluvia que llevaban consigo. El horizonte estaba ahogado en niebla.

Mamá lo encontró una mañana fría. Había bajado a la planta baja para sacar agua del pozo con un cubo. Nos calentábamos junto al fuego, cuando oímos sus pasos precipitados por la escalera.

– Se le habrá caído el cubo al pozo -dijo la abuela.

Mamá entró con aspecto inquieto. Llevaba en la mano un pequeño paquete descuidadamente envuelto, un paquete de papel o de trapo, no se distinguía bien.

– ¿Brujería? Ya empezamos otra vez…

– Tíralo al suelo -dijo la abuela.

Mamá lo tiró. Papá se levantó con brusquedad, cogió el envoltorio y comenzó a deshacerlo con sus dedos nerviosos. Yo miraba con los ojos desorbitados, esperando que de aquel paquete terrible cayeran de un momento a otro uñas, pelos, ceniza y alguna vieja moneda turca.

Pero no cayó nada del envoltorio. Al abrirse se transformó por sí solo en un papel arrugado. Papá le dio varias vueltas de un lado y de otro y después comenzó a leerlo.

– ¿Qué es? -preguntó mamá.

– Alguna deuda -dijo la abuela.

Papá no respondió. Me acerqué y miré por encima de su hombro. Era un papel escrito a máquina. Tenía algo añadido al final. Mis ojos quedaron presos en aquellos dos renglones escritos a mano. Aquellas letras inclinadas hacia adelante, como si se apresuraran bajo la lluvia y el viento… las conocía: era la letra de Javer.

– ¿Qué es? -preguntó otra vez mamá.

Papá volvió a envolver el papel arrugado.

– Nada -dijo-. No digáis nada a nadie.

Por la tarde vinieron las mujeres, una tras otra.

– ¿También a vosotros os han echado panfletos?

– Sí, ¿y a vosotros?

– La señora Majnur fue a avisar a los gendarmes.

– Es la hecatombe.

– ¿Qué quiere decir partido comunista?

– ¡Vete a saber!

– Cosas sorprendentes -dijo la abuela-. Cosas que nunca habían sucedido.

Por la noche hubo nuevas detenciones.

– El mundo se está volviendo salvaje -dijo la abuela.

La ciudad se volvía verdaderamente salvaje. Las chimeneas aullaban, enajenadas, con el viento.

– ¿Qué viento es ése?

El hombre del cabello semicanoso pronunciaba discursos por todas partes tratando de calmar la ciudad. Nunca olvidaba mencionar los cinco kilos de hierro.

Vísperas de invierno. Miraba la primera escarcha que vestía el mundo y pensaba de qué país serían los harapos que nos traería esta vez el viento invernal.

XIV

Los dos camiones cargados de detenidos partieron por la tarde. La plaza del centro estaba repleta de gente. Los carabineros se movían entre la multitud. Los que iban a ser internados, subidos a la caja de los camiones, se habían levantado las solapas de sus viejos abrigos. Muchos de ellos sostenían en la mano pequeños hatillos. El resto no llevaba nada. Permanecían prácticamente en silencio. En torno, la multitud vociferaba. Muchas mujeres lloraban. Las demás, las viejas, daban recomendaciones. Los hombres hablaban en voz baja. Los condenados callaban.

– ¿Qué han hecho? ¿Por qué se los llevan? -preguntó un transeúnte.

– Han hablado en contra.

– ¿Cómo?

– Que han hablado en contra.

– ¿Qué significa eso? ¿Cómo contra?

– Que han hablado en contra, te estoy diciendo'.

El otro se dio medio vuelta.

– ¿Por qué se los llevan? ¿Qué han hecho? -volvió a preguntar.

– Han hablado en contra.

El comanante de la ciudad, Bruno Archivocale, atravesó la plaza seguido de un grupo de oficiales. En el ayuntamiento iba a celebrarse una breve reunión.

Los motores de los camiones llevaban tiempo calentando. Después, el fragor amortiguado de la plaza se incrementó repentinamente. El primer camión se movió. De aquel mar fragoroso se desprendieron gritos, alaridos, palabras en voz alta. El segundo camión se movió también. Los condenados saludaban con la mano.

– ¿Dónde los llevan?

– No se sabe; lejos.

– ¿A Italia?

– A lo mejor.

– He oído que a Abisinia.

– Es posible. El imperio es grande.

En ese momento, los condenados entonaron una canción. Sus notas eran prolongadas. Entre los gritos, el ruido de los camiones y las voces cortantes de los carabineros no se distinguía bien la letra.

Uno de los detenidos gritó.

– ¡Viva Albania!

La plaza hervía. Los camiones atravesaron por fin la multitud que los rodeaba y se alejaron con rapidez.

La plaza se fue vaciando. En el ayuntamiento, la reunión parecía haber comenzado. Numerosos guardias caminaban lentamente ante la acera. Las calles iban quedando también desiertas.

La ciudad oscureció sin aquellos que habían hablado en contra. Pero, sorprendentemente, durante la noche volvieron a distribuirse panfletos. La señora Majnur abrió su puerta al amanecer y se dirigió a la gendarmería.

Ilir vino por la tarde.

– ¿Hablamos en contra?

– Vale.

– No nos vayan a oír los chivatos.

– ¿Dónde vamos? -pregunté.

– Al tejado.

Fuimos a casa de Ilir y sin hacer ruido subimos al tejado. Aquella visión daba miedo. Miles de tejados de la ciudad se extendían sin fin, cenicientos y pendientes, como si se hubieran movido y se hubieran vuelto sucesivamente a un lado y a otro durante un sueño desasosegado. Hacía mucho frío.

– Empieza tú -dijo Ilir.

Saqué la lente del bolsillo y me la puse sobre el ojo.

– Xhundra-bullundra -dije.

– Straftra-kallamastraftra -dijo Ilir.

Nos quedamos pensando un momento.

– ¡Viva Albania! -dijo Ilir.

– ¡Abajo Italia!

– ¡Viva el pueblo albanés!

– ¡Abajo el pueblo italiano!

Silencio. Esta vez era Ilir quien pensaba.

– Eso no está bien -dijo-. Isa dice que el puelo italiano no es malo.

– ¡Vaya, hombre!

– Es así.

– No -me empeñé yo-. Si son malos los aeroplanos, ¿cómo va a ser bueno el pueblo italiano? ¿Pueden ser los hombres mejores que los aeroplanos?

Ilir quedó desconcertado. Al parecer estaba cambiando de opinión. Pero justo cuando eso iba a suceder, dijo con obstinación:

– No.

– Tú eres un traidor -le dije-. ¡Abajo los traidores!

– ¡Abajo el fratricidio! -dijo Ilir cerrando los puños.

Instintivamente, ambos miramos a los lados. Podíamos caernos por el tejado.

Sin decir una palabra más, bajamos uno tras otro y nos separamos enfadados.

Durante todos aquellos días se habló de los que se iban a la guerrilla. Se había ido gente de Palorto, de Jobek, de Varosh y de Sfaka, de los barrios del centro y de las afueras de la ciudad. También se había ido una muchacha del barrio de Hazmurat.

Alguien había traído a la ciudad la noticia del primer muerto entre los guerrilleros. Era el segundo hijo de Avdo Babaramo. No se sabía dónde había muerto ni cómo. No habían encontrado el cuerpo.

Avdo Babaramo y su mujer se encerraron en su casa durante muchos días. Después, Avdo alquiló una mula por tres meses, tomó algún dinero y partió en busca de su hijo a lejanas montañas y comarcas. Ahora estaba allí, buscando.

El invierno de la guerra: así llamaban a aquel invierno todas las mujeres que venían de visita.

Un día, al abrir la puerta, me quedé asombrado. En el umbral estaba la abuela mayor. Era una cosa extraordinaria. Venía a nuestra casa una vez al año o cada dos años, porque ella no hacía nunca visitas, pues estaba demasiado gorda para recorrer trechos largos a pie. Además, sólo venía en primavera, cuando no la molestaban ni el frío ni el calor. Y ahora se encontraba en el umbral, con su rostro ancho, blanco y apaciblemente triste.

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