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Susana apartó rápidamente los brazos de mi cuello. Se quedó paralizada. La mujer, cuyo rostro no veíamos bien a causa de la luz procedente del exterior, se aproximaba:

– Aquí es donde te metes todo el día -exclamó con voz queda pero iracunda. (Aqif Kaxahu, lo recordaba bien, no había dicho una palabra.) Ahora vendría lo de arrastrarla de los pelos-. Levántate -gritó casi la mujer y dio un tirón a Susana por uno de los brazos. En su mano robusta, el brazo de Susana se tensó como si fuera a quebrarse.

Con el tirón, el cuerpo de Susana pareció descoyuntarse. La espalda y toda la parte superior de su cuerpo se lanzaron hacia adelante, mientras la cabeza quedó quieta un instante y las piernas se apresuraron a mantener el equilibrio para no caer.

– Pronto has empezado -gruñó entre dientes la mujer. Después, antes de abandonar la cueva, se volvió hacia mí.

– Y tú, mamarracho, que aún no sabes limpiarte los mocos…

Dijo aún dos o tres palabras más, de ésas con terminaciones gruesas que yo siempre me había representado como plagadas de espinas.

Se fueron. ¿Qué sucedería ahora? ¿Tendría que bajar a los pozos?

Fuera, había calma y luz. Un pájaro volaba en el cielo. La brutalidad y aquellas palabras repulsivas de terminaciones gruesas habían quedado en la penumbra de la cueva.

Me llevan arrastrando de los pelos. ¿Qué harás tú ahora?

Caminaba lentamente. Tenía la cabeza embotada. No se apartaba un momento de mi mente aquella cuerda mojada que había aparecido una mañana en la boca del aljibe. «¿Qué significa este cubo atado a la punta?» La ceniza negra que había en el fondo del cubo olía aún a petróleo quemado. «Esto es lo que nos han dejado esos enamoramientos», dijo la abuela. «¡Ah, querida Selfixe, sólo esto nos faltaba en estos tiempos! ¡Amor, madre mía! ¡Quita, quita! Mejor la tumba.»

arrastrando de los pelos. ¿Qué harás tú?

Me subí al tejado. Desde allí se veía la casa de Susana. En el patio estaban tendidas las sábanas blancas. El juku.

Me tumbé sobre las placas calientes de piedra y miraba al cielo. Una pequeña nube avanzaba hacia el norte. Cambiaba de forma continuamente. «Todo se soporta, querida Selfixe, menos que llegue el día en que se propaguen los enamoramientos. Es preferible la peste.»

En la ciudad continuaba hablándose (decían incluso que había salido en el periódico) del muchacho que había bajado, uno por uno, a los pozos con una cuerda y un cubo con ceniza ardiente, buscando a la hija de Aqif Kaxahu.

La abuela había alzado cuidadosamente el cubo y lo había volcado. Había mirado durante mucho tiempo la ceniza negra y mojada. Después había balanceado la cabeza y yo estuve a punto de preguntarle: «¿Por qué lo haces abuela?», pero el puñado de ceniza negra quitaba las ganas de hablar.

La pequeña nube avanzaba a través del cielo como embriagada. Se había tornado larga y delgada. La vida del cielo debía de ser muy aburrida en verano. Los acontecimientos eran entonces bastante escasos allá en lo alto. La nubecilla que lo atravesó, como un hombre atraviesa una plaza desierta bajo el calor del mediodía, se disolvió antes de alcanzar el norte. Había notado que las nubes mueren muy pronto. Sus cadáveres vagaban largo tiempo por el cielo. No era difícil distinguir las nubes vivas de las muertas.

Para mi sorpresa, vi a Susana al día siguiente. Pasó por delante de nuestra puerta junto a su padre, como una señorita, y ni siquiera volvió la cabeza para mirar. Me resultó completamente extraña. Lo repitió otra vez por la tarde. En cuanto me vio en la puerta, levantó la cabeza y se apretó todavía más contra su padre. Este me miró con el rabillo del ojo. Era un hombre muy apuesto.

Durante los días siguientes salió con su madre. Siempre del brazo, como una señorita. Su madre me clavaba los ojos como si estuviera viendo un perro rabioso. ¿Quién sabe cuántas palabras sabía de aquellas de alambre de espino? ¡La bruja!

Casi todo el verano y el comienzo del otoño los pasé con babazoti. Fue el verano más largo de mi vida. Estaba continuamente adormecido. Los días pasaban sin acontecimientos y sin nombre. Los miércoles, los domingos, los viernes, después de haber amontonado las horas del día y de la noche que contenía cada uno en un cúmulo informe, se habían quitado de en medio como envoltorios inservibles.

Así continuó todo durante mucho tiempo. Refrescaba. Restallaron los primeros truenos detrás de la línea del horizonte. La casa del abuelo se ensombrecía. La abuela se peleaba cada vez más con la menor de mis tías. Ésta daba vueltas por la casa llena de alegría, sin prestarle atención, tarareando una canción que, al parecer, había salido recientemente.

Del hambre y la miseria,
aldeanos y gentes de ciudad…

La abuela escuchaba y balanceaba la cabeza, pensativa, como si dijera: «Me tiene hasta la coronilla esta chica».

Llegó la primera lluvia. Llegó el día de volver a casa. Estaba nublado. Soplaba el viento de las montañas del norte. Dejé atrás el camino de la fortaleza, atravesé el Puente de las Disputas y caminaba ya por el barrio del centro. Me sorprendí al encontrarme de nuevo entre los muros grises de piedra que se alzaban a ambos lados hacia lo alto. Las calles estaban asombrosamente desiertas. Sólo en la plazuela, junto al mercado, un pequeño corrillo de gente escuchaba a alguien que pronunciaba un discurso. Me acerqué a escuchar yo también. No conocía al hombre que hablaba. Era de talla mediana, con el cabello semiencanecido, y durante su alocución extendía repetidamente los brazos.

– En estos tiempos tormentosos, debemos conservar el cariño mutuo. El amor nos protegerá. ¿Qué ganaremos con el fratricidio? Se alzará el hijo contra el padre, el hermano contra el hermano. La sangre correrá a torrentes. Alejad el fratricidio de nuestra ciudad. No permitáis que penetre en ella la muerte. El desdichado albanés se ha pasado la vida con cinco kilos de hierro a la espalda. Las otras naciones con pan, el albanés con hierro. ¡Dejemos los hierros, hermanos! El hierro engendra discordia. Tenemos necesidad de conciliación. La lucha fratricida…

Las calles de nuestro barrio estaban completamente vacías. Las puertas estaban entornadas. Apreté el paso. ¿Dónde estaría la gente? Caminaba casi a la carrera. Mis pasos resonaban de forma temerosa. Más puertas cerradas. Aldabas en forma de mano humana. La confabulación era unánime. Nuestra puerta estaba abierta. Me esperaba. La empujé y entré.

– ¿No has encontrado mejor día para venir? -me dijo mamá.

– ¿Por qué?

No quiso decírmelo. La abuela y papá me abrazaron.

– ¿Por qué ha dicho eso mamá? -pregunté a la abuela.

– Han herido a un hombre.

– ¿A quién?

– A Gerg Pula.

– ¡Ah! ¿Quién ha sido?

– No se sabe. Eso investiga la gendarmería.

– Y la hija de Aqif Kaxahu, ¿apareció?

– ¿A qué viene acordarse ahora de la hija de Aqif Kaxahu? -dijo ella en tono de reconvención-. Está con unos primos lejanos.

Un guerrillero. En el barrio del centro se había ido uno de guerrillero. Una semana antes era una persona corriente: con casa, llamadas a la puerta, bostezos antes de dormir; era el nieto segundo de Bido Sherif. Y de pronto se había convertido en guerrillero. Ahora estaba en la montaña. Caminaba, has montañas estaban cubiertas de brumas invernales, que rodaban por los barrancos como en una pesadilla. El guerrillero estaba allí. Todos estaban aquí. Sólo él estaba allí.

– ¿Por qué dicen «se ha ido el guerrillero»?

– Porque… Porque se ha ido de la ciudad.

– ¿Y por qué no vuelve?

– ¡Uf, me aburres todo el día con esas preguntas!

Una bruma cegadora, cargada de electricidad, partía la ciudad en dos. Los barrios altos se encontraban por encima de ella, como en tierra de dioses, y los bajos por debajo, como en el infierno. En días así, cuando la ciudad quedaba de ese modo dividida por la niebla, era peligroso subir de abajo arriba o bajar de arriba abajo. Los rayos habían matado tiempo atrás a dos viejas comadres.

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