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Ismail Kadaré

Crónica de la ciudad de piedra

Crónica de la ciudad de piedra - pic_1.jpg

Traducción de Ramón Sánchez Lizarralde

Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida.

El viajero que la veía por primera vez sentía el impulso de establecer una comparación, pero pronto comprendía que era una trampa, pues la ciudad las rechazaba todas; no se parecía a nada. Soportaba tan mal las comparaciones como las lluvias, como el granizo, como el arco iris o las multicolores banderas extranjeras que desaparecían de sus tejados del mismo modo que llegaban, tan efímeras e irreales como perdurable y concreta era ella.

Era una ciudad empinada, quizá la más empinada del mundo, que había desafiado todas las leyes arquitectónicas y urbanísticas. La viga del tejado de una casa rozaba, a veces, los cimientos de la siguiente y sin duda se trataba del único lugar en el mundo donde, si uno se caía a un lado del camino, podía aparecer sobre el tejado de una mansión elevada. Esto lo sabían mejor que nadie los borrachos.

Era ciertamente una ciudad asombrosa. Se podía ir caminando y, de desearlo, alargar un poco la mano y colgar el sombrero de la aguja de un minarete. Muchas cosas eran aquí increíbles y muchas otras como salidas de un sueño.

Si la ciudad albergaba a duras penas la vida humana en sus miembros y bajo su caparazón de piedra, tampoco evitaba causarle incontables dolores, arañazos y heridas a esa vida, y era algo natural pues se trataba de una ciudad de piedra y todo contacto con ella era áspero y frío.

No resultaba fácil ser niño en esta ciudad.

I

– Afuera, la noche invernal había envuelto la ciudad en agua, en niebla y en viento. Con la cabeza tapada bajo el embozo, yo escuchaba el ruido sordo y monótono de las gotas de lluvia sobre el gran tejado de nuestra casa.

Imaginaba cómo las gotas innumerables rodaban en aquel instante sobre las aguas inclinadas del tejado, apresurándose a caer cuanto antes a tierra para evaporarse después y volver a encaramarse allá arriba, en el cielo blanco. No sabían que en los aleros del tejado les esperaba una trampa oculta, el canalón de hojalata. Justo cuando se disponían a brincar del tejado al suelo, se encontraban de pronto en el interior del estrecho canalón junto con miles y miles de sus compañeras que se preguntaban amedrentadas: «¿A dónde vamos?, ¿a dónde nos llevan?». Entonces, antes de que hubieran podido recuperarse de su alocada carrera por el tubo, caían bruscamente en una prisión honda y oscura bajo la tierra, en el enorme aljibe de nuestra casa. De este modo llegaba a su fin la vida libre y gozosa de las gotas de lluvia.

Allí, en el aljibe negro y mudo, recordarían después con tristeza los espacios celestes que ya jamás volverían a contemplar, las ciudades extraordinarias a sus pies y los horizontes plagados de relámpagos. Tan sólo yo, alguna vez, les enviaría con mi espejo un fragmento de cielo, tan pequeño como la palma de una mano, que jugaría durante un rato en la superficie del agua, como un breve recuerdo del firmamento infinito.

Pasarían muchos días, incluso meses, aburridas allá abajo, hasta que mi madre las sacara con un cubo, aturdidas y desconcertadas por la oscuridad, y lavara con ellas nuestra ropa, la escalera y el suelo de la casa.

Pero, por el momento, no sabían nada. Corrían ahora llenas de vigor y alegría por las lajas de piedra del tejado y yo, mientras escuchaba su sonido, sentía algo parecido a la compasión.

Cuando la lluvia duraba tres o cuatro días seguidos, papá separaba el canalón en un punto, de forma que el aljibe no se llenara más de lo debido. El depósito era grande, se extendía prácticamente bajo toda la superficie que ocupaba nuestra casa y, si alguna vez el agua lo hubiese rebalsado, habría podido inundar primero el sótano y destruir después todos los cimientos, porque nuestra ciudad era empinada y en ella podía ocurrir cualquier cosa.

Mientras me devanaba los sesos acerca de quién soportaba con más dificultad la prisión, si el hombre o el agua, escuchaba los pasos de la abuela y después su voz, procedentes de la otra habitación.

– Levantaos, levantaos, hemos olvidado retirar el canalón.

Papá y mamá se levantaron inmediatamente, alarmados. Papá corrió a oscuras por el pasillo, con sus largos calzones blancos, abrió el ventanuco del mirador y con una larga pértiga separó el canalón. Se escuchó el gorgoteo del agua derramándose en el patio.

Entretanto, mamá encendió la lámpara de petróleo y bajó las escaleras junto con papá y la abuela. Me acerqué a la ventana intentando escudriñar el exterior. El viento estrellaba con furia la lluvia contra los cristales y se oía el crujido de los viejos desvanes.

No pude contenerme y bajé las escaleras para ver qué sucedía abajo. Estaban preocupados los tres y no notaron mi presencia. Habían levantado la tapa de la boca del aljibe y trataban de distinguir qué pasaba allí dentro. Mamá sujetaba la lámpara y papá miraba.

Sentí un escalofrío y me arrebujé en las faldas de la abuela. Ella me puso la mano en la cabeza con afecto. La eran puerta del patio y la interior temblaban con el viento.

– ¡Qué desastre! -exclamó la abuela.

Papá, de bruces, seguía mirando dentro del aljibe.

– Dame un papel de periódico -dijo a mamá.

Ella se lo trajo. Papá retorció el papel, le prendió fuego y lo dejó caer en el interior. Mamá soltó un leve grito.

– El agua llega hasta la boca -dijo papá.

La abuela comenzó a murmurar una oración.

– Rápido -gritó papá-, enciende el farol.

Mamá, muy pálida, encendió el farol con manos temblorosas mientras papá se cubría la cabeza con un impermeable negro, cogía después el farol y abría la puerta. Mamá se puso también el abrigo viejo sobre la cabeza y salió tras él.

– Abuela, ¿a dónde van? -pregunté asustado.

– A llamar a los vecinos -me respondió.

– ¿Para qué?

– Para que nos ayuden a sacar agua del aljibe.

Fuera, entre el fuerte ruido de la lluvia, se escuchó un golpe amortiguado sobre una puerta. Después otro y otro más.

– Abuela, ¿cómo van a sacar el agua?

– Con cubos, hijo.

Me acerqué a la boca y miré hacia abajo. Tinieblas. Nada más que tinieblas y miedo.

– Auuu -dije con voz débil. Pero el aljibe no me respondió. Era la primera vez que no lo hacía. Lo quería mucho y con frecuencia le contaba toda clase de cosas inclinándome sobre su boca. Siempre había estado dispuesto a responderme con aquella voz honda y prolongada…

– Auuu -repetí, pero volvió a guardar silencio. Esto significaba que estaba muy enfadado.

Imaginaba ahora cómo las gotas innumerables de lluvia unían su enfado allá abajo. Las más viejas, que languidecían allí desde hacía largo tiempo, se unían a las gotas iracundas de la tormenta de aquella noche para cometer alguna acción malvada. ¡Qué lástima que papá olvidara retirar el canalón! No se debía permitir que las aguas de la tormenta se metieran en nuestro apacible aljibe y lo empujaran a la rebelión.

Se oyó un ruido junto al portón y, uno tras otro, empapados, entraron Xexo, Mane Voco y Nazo junto con su nuera. Después lo hizo papá y tras él mamá, que temblaba de frío. El portón crujió de nuevo y entraron corriendo Javer y Maksut, el hijo de Nazo, con un gran cubo cada uno.

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