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Quise preguntarle qué sentido tenían aquellas palabras, pero tuve miedo.

Sin añadir nada más, se alejó rápidamente atravesando la explanada.

Volaban despacio con las alas extendidas y durante un instante creí que aterrizarían en el campo abandonado del aeropuerto, pero de pronto viraron bruscamente y se dirigieron a la ciudad. Sus alas resplandecían amenazadoras en el cielo. Estaban ya casi sobre nuestras cabezas, precisamente a la altura desde la que, por lo general, entraban en picado. Después de realizar una última maniobra, se lanzaron una tras otra sobre la ciudad, casi en vertical.

Había llegado la primavera. Desde la ventana de la segunda planta observaba la llegada de las cigüeñas. Sobrevolando la cúspide de los minaretes y de las chimeneas altas, buscaban los nidos antiguos y por las grandes elipses que describían en el cielo no resultaba difícil adivinar su tristeza y su sorpresa al encontrar los nidos dañados por la onda expansiva de las bombas, por el viento y la lluvia del pasado invierno. Las miraba y pensaba que las cigüeñas no podrían saber nunca lo que puede suceder a una ciudad durante el invierno, durante el período en que están ausentes.

XII

Era domingo. De abajo llegaba el sonido del pico de nuestro vecino, que llevaba dos semanas intentando construir en el patio un refugio antiaéreo moderno, según el modelo del que se había hecho construir recientemente la señora Majnur. Los bombardeos habían cesado desde el comienzo de la primavera. Hacía tiempo que habíamos regresado a nuestras casas. Los primeros en fabricarse refugios antiaéreos modernos y abandonar la fortaleza fueron los Karllashe y los Angoni. A continuación lo hicieron las monjas y las prostitutas, a quienes fue el ejército el que les construyó el alojamiento. Inmediatamente después se fueron marchando, uno tras otro, todos los que tenían dinero suficiente para hacerse construir un refugio similar. La mayor parte de la gente sólo abandonó la fortaleza cuando los bombardeos de los ingleses empezaron a espaciarse. Lo primero que me llamó la atención cuando regresamos a casa fue la ausencia del panel de hojalata donde ponía: «Refugio antiaéreo para 90 personas». Alguien lo había arrancado durante nuestra ausencia y en el muro sólo había quedado una leve marca cuadrada que, siempre que se la miraba, provocaba un vacío en el estómago.

Los golpes del pico del vecino sonaban de forma monótona.

El domingo se expandió de manera uniforme sobre la ciudad. Era como si alguien hubiera estrellado el sol sobre la tierra, y en todas partes: en la calle, en los cristales de las ventanas, sobre los charcos y los tejados, hubieran quedado tras el choque fragmentos de luminosidad humedecida. Recordaba cuando, hacía mucho tiempo, la abuela había limpiado un pez enorme. Sus escamas luminosas le habían cubierto los brazos. Entonces tuve la impresión de que todo su cuerpo era domingo. Por el contrario, cuando papá se enfadaba era martes.

De la otra habitación llegaban las voces de la abuela y la tía Xemo. Estaban otra vez hablando de lo mismo. Las mujeres del barrio, que habían estado entrando y saliendo durante toda la mañana para expresar toda clase de conjeturas, estaban preparando ya la comida en sus casas, pero la abuela y la tía Xemo seguían con lo mismo. Alguien había bajado durante la noche a nuestro aljibe. Las huellas mojadas de los pasos aparecían por todas partes. Quien fuera, ni siquiera se había tomado la molestia de cerrar la tapa del depósito después de salir. En uno de los cubos había ceniza, que incluso después de quemada seguía oliendo a petróleo. Al parecer, el desconocido había estado alumbrando largo rato el aljibe desde el interior.

Hacía tiempo que se hablaba de una persona o de un espíritu que bajaba por las noches a los pozos del barrio. ¿Cuántos pozos hay en vuestro barrio? Las viejas supusieron al principio que se trataba del espíritu de Zuano que, tras ser asesinado por un conflicto de propiedad, buscaba el oro que había escondido. Pero la madre de Aqif Kaxahu, que era sorda y que nunca dormía por la noche, juró que había visto con sus propios ojos cómo aquel hombre salía de su pozo poco antes del alba. Si no lo encuentro bajaré al infierno. La vieja habló con él y lo que cuesta más de creer es que la mujer vio cómo el hombre movía sus labios y le respondía; pero, como era sorda, no oyó nada.

¿Sería él?

Los tejados estaban como aturdidos por la luz. Me acerqué al juku. Los colchones, los edredones, los cojines, las sábanas con encajes, todo aquel conglomerado mullido y blanco que se llamaba juku permanecía mudo como una trampa. En esta ciudad hay dos formas de hacer desaparecer a las muchachas embarazadas: ahogarlas con el juku o ahogarlas en un pozo.

¿Sería él?

Los días pasaban de forma monótona, sin acontecimientos. Una persona buscaba el cuerpo de otra, con la que se había besado tiempo atrás. Esto sucedía en las profundidades, bajo tierra. Arriba todo seguía como antes. Los días eran indolentes, viscosos. Todos eran iguales. Un poco más y se desprenderían hasta de la última diferencia que quedaba entre ellos, la corteza de sus nombres: lunes, martes, jueves…

Ningún suceso. Pasaron el miércoles y el jueves. Después el viernessábadodomingo. Los días se aglutinaban como una masa gelatinosa. El martes, por fin, sucedió algo: después de la lluvia, salió un pequeño arco iris. En nuestra ciudad, la primavera no surgía del suelo, donde imperaba la piedra, que no conoce el cambio de estaciones, sino del cielo. Sus signos eran el adelgazamiento de las nubes, los pájaros y los escasos arcos iris. Éste caía en el interior de la ciudad. Curiosamente, el comienzo del arco se situaba en torno a la casa pública y el final cerca de la casona de la tía Xemo, que pasaba por ser una de las casas de mayor honestidad de la ciudad.

– Doña Pino, venga a ver -había gritado la mujer de Bido Sherif.

– Es la hecatombe -dijo doña Pino.

– Selfixe, sal a ver. ¡Selfixe, sal!

La abuela miraba y movía la cabeza de un lado para otro.

Después del arco iris pasó una semana sin que sucediera nada.

– Isa y Javer van a hacer algo -me dijo un día Ilir.

– ¿Qué?

– Ni yo mismo lo sé. He oído a Javer que decía: voy a acabar con esta calma, pequeño… pequeño… no recuerdo la palabra.

– No me lo creo -dije.

– ¿Por qué?

– ¿Te acuerdas cuando hicieron la lista de la muerte? ¿Por qué no dispararon a nadie con el revólver que tienen?

– ¿Y qué? Vete a saber cómo fue la cosa.

– Tampoco ahora van a hacer nada.

– Lo harán.

– Jorgo Pulos se ha vuelto a cambiar el nombre: ahora se hace llamar Georgio Pulo. ¿Por qué no lo matan?

– ¿Apostamos a que esta vez hacen algo?

– Vale.

– ¿Qué apostamos?

– Te apuesto Francia y Suiza contra Madagascar.

– Bueno.

Perdí Francia y Suiza tres días después. Sucedió algo colosal: ardió el ayuntamiento. Era por la mañana cuando sonaron los disparos. Después se oyeron gritos en la calle: «¡Se quema el ayuntamiento! ¡Está ardiendo el ayuntamiento!» Las ventanas se abrieron como por ensalmo. Cabezas, manos, brazos se estiraban para ver mejor. El ayuntamiento se quemaba. Sobre el edificio macizo, el humo espeso, como una recua de caballos negros, era zarandeado por el viento. En el interior amarilleaban las llamas hambrientas. Retumbaron los pasos de alguien en la calle. Después, una voz ronca gritó:

– ¡Se queman las escrituras!

– ¿Las escrituras? -preguntó una mujer desde su ventana.

– ¡Desdichadas de nosotras! Se están quemando las escrituras.

La voz ronca no cesaba de repetir:

– ¡Vecinos, ciudadanos, salid! Se queman las escrituras.

– ¿Qué son las escrituras? -pregunté en voz baja. Nadie me respondió.

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