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XVIII

Por la mañana, la ciudad volvió a alzarse en la lejanía, sola y gris. Los incendios de la noche anterior no habían quebrado nada su silueta. Estaba lejos, pero todo en torno suyo: las montañas, las aldeas, los valles, estaba vinculado a su destino. Un fuego suyo era la señal de alarma para toda la comarca. Ahora, semiabandonada, semejante a una ciudad prehistórica donde hace ya tiempo que ha cesado la vida, como una coraza pétrea semivacía, esperaba a los alemanes.

La carretera que los había de traer (tal como había traído a todos los ejércitos) se desvivía ahora pidiendo disculpas a sus pies. Pero ella, noble y arrogante como siempre, ni se dignaba mirarla. Sus ventanas veladas observaban la lejanía.

Nadie se enteró inicialmente de lo sucedido en el instante en que la vanguardia del ejército alemán llegó a la entrada de la ciudad. Se supo todo más tarde. Las avanzadillas fueron atacadas con fusiles y con bombas. Los motoristas que quedaron con vida volvieron atrás como el rayo. La carretera quedó solitaria durante mucho tiempo. Reinaba un silencio profundo. La ciudad, tras cumplir su costumbre, esperaba tranquila la venganza.

Aparecieron de pronto. Esta vez los tanques iban delante, inundando de negrura la carretera. No entraron en la ciudad. Se detuvieron a sus pies y los tubos largos de sus cañones giraron lentamente hacia ella. Los alemanes esperaron durante un rato la aparición de la bandera blanca, la señal de rendición de la ciudad. Pero todo continuba siendo gris.

Entonces empezó el bombardeo, un bombardeo intenso, monótono. El estruendo del choque entre el hierro y la piedra llenó todo el valle. Fragmentos de muros y tejados, miembros de edificios y cabezas de chimeneas volaron por los aires. Un polvo negro lo cubría todo. Dos ciudadanos que habían querido sacar una bandera blanca en lo alto de los tejados cayeron muertos por las balas de los que habían decidido no entregarse. El tercero, arrastrándose y reptando con una gran sábana, fue alcanzado por las balas en el mismo instante en que desplegaba la tela. Cayó sobre la sábana y, mientras rodaba por el alero del tejado, se enrolló en ella y envuelto así cayó al suelo.

El bombardeo duró tres horas. Por fin, entre el color gris de la muerte, alguien pudo alzar algo blanco. Nunca se supo quién fue la persona que se elevó como un fantasma sobre la superficie de la ciudad y se hundió bruscamente, después de agitar aquel objeto blanco en dirección a los alemanes. Tampoco se sabía qué objeto era aquel: bandera, pañuelo o simplemente un trapo común y corriente. Sólo se sabía que durante largo tiempo aquella cosa blanca aterrorizaría las conciencias de todos.

Los alemanes, que al parecer observaban con prismáticos desde diferentes puntos, captaron de inmediato aquella imagen fugaz entre el caos del humo y de las ruinas. El bombardeo se interrumpió. Los tanques hicieron girar sus cañones y empezaron a ascender hacia la ciudad. Todo se estremecía. Las cadenas, al rozar con el empedrado, gemían, aullaban, despedían chispas. Un estruendo infernal lo inundaba todo. La ciudad, casi abandonada, era ocupada.

Más tarde se supo que, mientras los tanques subían aullando como monstruos por la calle de los Puentes Grandes, desde dos ventanas había tenido lugar la siguiente conversación entre la tía Xemo y la vieja de la vida Xano:

– ¿Por qué hacen tanto ruido? Podrían entrar también sin armar tanto alboroto -dijo la primera.

Y la otra le respondió:

– Todos arman mucho alboroto cuando entran, pero cuando se van no se los oye.

Al caer el crepúsculo, la ciudad que había figurado en los mapas del Imperio Romano, de Bizancio, del Imperio Turco, del Reino de Grecia, del Reino de Italia, se acostó esta vez bajo el Imperio de los alemanes. Cansada, profundamente aturdida por la confrontación, no daba ninguna señal de vida.

Cayó la noche. Tras todo aquel estruendo que había inundado como una avalancha la amplia comarca, el mundo parecía ensordecido. Miles de refugiados, que durante los estampidos de los cañones habían salido a los alrededores dé las aldeas y seguían con ojos y oídos lo que sucedía, ahora que todo se había calmado, estaban petrificados como estatuas.

¿Qué estaría haciendo la ciudad ahora, allí en la oscuridad, a solas con ellos? Aquella debía de ser, según la profecía, la última noche de su vida milenaria. Los hombres de cabellos rubios habían llegado por fin.

En la aldea donde estábamos instalados no durmió nadie en toda la noche. Todos permanecían silenciosos, afuera, de pie, a la espera. Quienes se retiraban a echar una cabezada regresaban poco después, envueltos en mantas. Nadie hablaba en voz alta. Los ojos de todos estaban vueltos en la dirección en que debía de encontrarse la ciudad. Era toda negrura. Las garras férreas de los tanques le oprimían el pecho. Ninguna luz. Ninguna señal. La estaban hundiendo en la oscuridad.

Despuntó el día y allí estaba aún, cenicienta como siempre y grande. Alguien lloraba. Todos repetían la palabra «hoy». Habían decidido volver.

Abandonamos la aldea por la tarde. Nuestro grupo lo formaba la misma gente que a la venida, además de Xexo. Caminaban en silencio. Los almiares solitarios quedaban atrás, desperdigados. Parecían tener algo que decirnos, sin conseguirlo. Eramos extraños.

Al mismo tiempo, en cientos de direcciones, pequeños grupos de refugiados regresaban a la ciudad. La cascara gigante, medio abandonada ahora, volvería a llenarse al cabo de pocas horas de pasos, suspiros, nervios, pasiones, murmuraciones, esperanzas, dolores humanos.

Caminábamos sin parar. Hacía tiempo que el último almiar había quedado atrás…

– Regresemos -dijo de pronto Xexo y se detuvo-. Me ha zumbado el oído derecho.

Nadie dijo nada. Proseguimos la marcha. Xexo continuó también, murmurando durante un buen rato, pero pronto se calmó. Era quizá medianoche. No se veía nada. Sólo se presentía que a la noche le habían salido enormes quistes y tumores que debían de tener forma de repechos y de rocas. Sin duda había pasado ya la medianoche cuando comenzamos a caminar por la llanura. Anduvimos aún largo rato. Debíamos de estar en el campo del aeropuerto. Junto a nosotros se cernía algo negro. El cadáver del bulldog. Sentí un hedor fuerte. Al parecer, los caminantes lo habían venido utilizando como letrina.

– ¿Te acuerdas dónde has escondido el puñal? -me preguntó Ilir.

– Sí.

Nos detuvimos a descansar. Ilir y yo fuimos a orinar junto al aeroplano derribado. ¡Nunca lo hubiera imaginado! Amanecía. Confusamente comenzaron a dibujarse los contornos de la ciudad, que se erguía a nuestra espalda como una esfinge. No sabíamos qué hacer, si entrar o no. Del caos de las tinieblas iban surgiendo los tejados de los edificios más altos, las chimeneas y las ventanas. Las agujas de los minaretes, los campanarios y los desvanes, recubiertos de hojalata, parecían locos que vagaran entre el resto de las construcciones, después de ponerse en la cabeza sus viejos cascos.

Decidimos entrar. Atravesamos el puente del río (el puesto de vigilancia militar estaba abandonado) y después la carretera. No había alemanes por ningún lado. Quizá se habían encerrado en la fortaleza.

Caminamos un poco más por tierra yerma. De pronto, la ciudad se alzó ante nosotros. Alta. Se la veía arrogante, ofendida por el abandono. Las huellas de los disparos eran visibles. Frentes de casas quebrados, balcones arrancados.

En el primer poste del teléfono se distinguía algo blanco. Al acercarnos vimos un cartel. Aún estaba oscuro y apenas se distinguían las letras: «Ordeno… prohibición… espero… asimismo… muerte tras… fusilamiento… así como… El comandante de la ciudad, Kurt Volerlzeju».

Ascendíamos la calle de Varosh. En la ventana del cronista Xivo Gavo parpadeaba una luz débil. De pronto sentí cómo una mano me apretaba la cabeza contra un cuerpo.

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