Aquella misma noche, Javer, al que también estaban buscando, fue a casa de su tío, donde hacía largo tiempo que no había estado.
– Me buscan tío -dijo a Azem Kurti-, pero estoy arrepentido.
– ¿Estás arrepentido? Haces muy bien, querido sobrino. Ven aquí, que te bese. Sabía que llegaría este momento. ¿Viste qué hicieron con ese amigo tuyo?
– Lo he visto -dijo Javer-.
– Traednos raki -dijo Azem- y carne asada. Voy a celebrar la reconciliación con mi sobrino.
Se sentaron a la mesa y Javer dijo entonces a su tío:
– Cuéntame ahora lo que hicieron con Isa, tío.
Y Azem se lo contó. Bebía raki, aguardiente de uva, y comiendo carne, le relató las torturas. Javer lo escuchaba.
– Te has puesto pálido, sobrino -dijo su tío.
– Sí tío, me he puesto pálido.
– Los libros te han envenenado la sangre. Hasta los dedos se te han adelgazado.
Javer se miró los dedos y sacó con parsimonia el revólver del bolsillo. Los ojos de Azem se desorbitaron. Javer le metió el cañón en la boca repleta de comida. Los dientes de Azem crujieron contra el metal. Los disparos sucesivos le reventaron las mejillas, la mandíbula y parte de la cabeza. Los pedazos de carne sin masticar y los de la cabeza de Azem cayeron sobre la mesa en un amasijo.
Javer se marchó entre los alaridos de sus primos y primas. Al día siguiente, el Bulldog, volando sobre la ciudad, arrojaba panfletos de colores donde se leía: «El comunista Javer Kurti ha matado a su tío mientras comían juntos. Honrados padres de familia: aquí tenéis quienes son los comunistas».
Por la tarde llevaron los cuerpos de seis fusilados en la cárcel de la fortaleza a la plaza del centro. Los arrojaron amontonados, unos sobre otros, para que los viera la gente. Sobre un trapo blanco habían escrito con grandes letras: «Así respondemos al terror rojo de los comunistas».
La lluvia cesó. La noche era muy fría. Por la mañana, la escarcha cubrió los cuerpos de los muertos. Permanecieron todo el día allí, sin enterrar. A la mañana siguiente, en el otro extremo de la plaza, aparecieron otros cuerpos en el carro de la basura. En un trapo se leía: «Así respondemos al terror blanco».
Los carabineros se apresuraron a retirar los cadáveres, pero se dio la orden de dejarlos con el fin de buscar las huellas de los terroristas. Ninguno de los guardias de la plaza sospechó nada cuando, hacia la medianoche, llegó el carro de la basura, arrastrado por el viejo caballo Balash, conocido en toda la ciudad. El carro iba, como de costumbre, cubierto con un hule negro. Al amanecer, alguien que pasó junto a él, como por casualidad tiró del hule y quedaron entonces al descubierto los cuerpos amontonados de forma irregular.
La gente regresaba del centro con el rostro descompuesto.
– Id a ver.
– Id al centro a verlo. Una verdadera carnicería.
– No dejéis que vayan los niños. Que se den la vuelta.
La abuela movía la cabeza de un lado a otro, pensativa.
– ¡Qué tiempos!
La ciudad estaba ensangrentada. Los cadáveres permanecían aún en la plaza. Ambos montones estaban ahora cubiertos con hules. Por la tarde, la vieja de la vida Hanko, después de veintinueve años sin trasponer el umbral de su puerta, salió y se encaminó hacia el centro. La gente le abrió paso asombrada. Sus ojos parecían mirarlo todo y al mismo tiempo nada.
– ¿Quién es ese que está allí, sobre aquella piedra? – preguntó alzando el bastón.
– Es una estatua, abuela Hanko. Es de hierro.
– Me había parecido el hijo de Omer.
– Es él, abuela Hanko. Hace tiempo que murió.
Después reclamó ver a los muertos. Se dirigió sucesivamente a los dos montones de cuerpos, apartó el hule rígido y observó largo rato a los muertos.
– ¿De qué país son estos de aquí? -preguntó, señalando con la mano a los italianos.
– Del país de Italia.
– Extranjeros -dijo.
– Sí, extranjeros.
– ¿Y esos otros?
– Estos son de nuestra ciudad. Este es de la familia de los Toroj, éste de los Xhula, éste de los Angini, éste de los Mera, éste de los Kokobobo.
La vieja Hanko cubrió el último montón de cadáveres con sus manos secas y emprendió el camino de vuelta.
– ¿Qué significa esta sangre? Dinos algo, abuela Hanko -le pidió una mujer entre sollozos.
La vieja volvió la cabeza, pero pareció olvidar la dirección en que había sonado la voz.
– El mundo está empapado de sangre -dijo sin mirar a nadie-. El hombre muda la sangre cada cuatro o cinco años. El mundo cada cuatrocientos o quinientos. Ahora es el invierno de la sangre.
Tras pronunciar estas palabras, emprendió el camino de regreso a su casa. Tenía ciento treinta y dos años.
Invierno. Terror blanco. Estas palabras lo cubren todo. Como la escarcha. Era por la mañana temprano. Me desvelé y fui al salón. Unas cuantas nubes densas como esponjas empapadas en barro pesaban sobre la ciudad. El cielo estaba negro. Tan sólo a través de una brecha penetraba una luz antinatural que resbalaba sobre los aleros grises y se detenía sobre una edificación blanca. Era la única construcción blanca del barrio. No me había fijado nunca en ella. A aquella hora de la mañana, entre las casas de color ceniza, resultaba siniestra.
¿Qué casa es ésa? ¿De dónde ha salido? ¿Ypor qué se llama terror blanco a lo que está sucediendo estos días? ¿Por qué no lo llaman terror verde o azul?
Había comenzado a sentir pavor del color blanco, has rosas blancas, que me recordaban los visillos de la sala grande, y el camisón blanco de la abuela llevaban escuta la palabra terror.
FRAGMENTO DE CRÓNICA
…ordeno. Pena de muerte para todas aquellas personas sospechosas de tener lazos con los terroristas. Se establece el toque de queda desde las 4 de la tarde hasta las 6 de la madrugada. El comandante de la plaza, Emil de Fiori. Ordeno la anulación de todas las autorizaciones para la circulación nocturna concedidas a las comadronas de la ciudad. Ordeno el registro general de la población de la ciudad a partir del día 11 y hasta el 18 de este…
XVI
La carretera, el puente del río y la calle de Zalli estaban repletos de soldados, mulas, camiones, que se movían lentamente hacia el norte. Italia había capitulado. Interminables columnas de soldados, con las mantas sobre los hombros, entraban en la ciudad. Una parte de ellos llevaba aún armas. Otros habían comenzado a tirarlas o a venderlas. El empedrado de la ciudad estaba encenagado con el barro que traían consigo los soldados. Todo se movía, se iba, giraba dejando lodo tras de sí. Las calles se desbordaban en gritos e imprecaciones en italiano. Las turbas móviles de soldados se volvieron más y más irregulares. Parte de ellos abandonaban nuevamente la ciudad y partían por la carretera hacia el norte. Simultáneamente, por la misma carretera, penetraban en la ciudad nuevas columnas, cada vez más embarradas. Calados por la lluvia, desfallecidos y sin afeitar, los soldados escalaban lentamente la pendiente de Zalli, miraban con asombro las altas casas de piedra.
La sombría ciudad invernal observaba con menosprecio a los vencidos. Poco después errarían como espectros por la nieve murmurando: «Pane, pane».
Llukan Burgamadhi regresaba con la manta al hombro por el camino de la fortaleza.
– Todos se van -gritaba-. No queda ni dios en la cárcel. Es para echarse a llorar.
Las monjas también se iban. Lame Kareco Sipiri corrió durante un rato bajo la lluvia, tras el camión al que subieron las chicas de la casa pública. Todo salpicado de barro por las ruedas traseras, caminaba en pos del camión como enloquecido, haciendo gestos con la mano a las mujeres, que también lo saludaban desde la caja, donde el viento las maltrataba. Por fin, se quedó atrás. Regresó entonces al centro de la ciudad con aspecto lastimero, repitiendo sin cesar: «Yo las quería».