– No estaba escrito.
La gente se iba.
– No estaba escrito -repitió el artillero, paseando su mirada por todos los asistentes, como si buscara su aprobación antes de que se marcharan y lo dejaran solo con su fracaso.
– No te preocupes, viejo Avdo -le dijo un muchacho-. Ya probaremos otro día y seguro que entonces acertamos.
El viejo Avdo cerró la puerta…
La gente se dispersó.
DECLARACIONES DE LA VIEJA SOSE (a falta de crónica)
Me duelen las articulaciones. Tendremos un invierno húmedo. Ha estallado una guerra asesina en todas partes, hasta en el país del Imperio del Sol, donde la gente es amarilla. Los ingleses envían dinero e incluso oro a todos los países. Stalin, el de la barba roja, fuma en pipa y piensa, piensa constantemente. Dice: «Tú sabes mucho, inglés, pero yo también sé». «¡Ah, querida Xiko Hanxe», dijo anteayer Majnur, la dueña de los Kavoj, a Hanxe, la de los Pleshtaj, «a ver si se acaba esta guerra con el griego, que me muero por una anguila de Janina». «Aparta, perdida», le replicó Hanxe, «a mí se me mueren los niños por falta de pan y tú me vienes con anguilas de Janina». Y se pusieron a decirse insultos, como muerta de hambre, italiana, eso y aquello. En cuanto se abra el ayuntamiento, a Avdo Babaramo le van a poner una multa por disparar con el cañón sin permiso del gobierno. Dicen que, cuando lleguen las primeras nieves, ya se habrá acabado la guerra contra Grecia. La nuera de los Kailaj está otra vez preñada. Las de los Puse están las dos de nueve meses, como si se hubieran puesto de acuerdo. La vieja Hava ha caído en cama. «No pasaré de este invierno, no», dice. Quiere hacer testamento. Murió por fin la pobre Qazime. ¡Que Dios la tenga en su gloria!
X
Durante todo el día siguiente estuvo lloviendo. Tras el fracaso sufrido, la ciudad yacía como aturdida, con los tejados y los aleros suspendidos y empapados. La pesadumbre se derramaba sin descanso sobre las placas de piedra. Obstinada en su color gris, se apresuraba a abandonar la pendiente de los tejados para dejar espacio a la nueva pesadumbre, que manaba de las inmensas reservas de la grisalla celeste.
A la mañana siguiente, la ciudad amaneció de nuevo ocupada. Habían entrado los griegos. Esta vez sus mulas, sus cañones y sus mantas estaban por todas partes. Sobre la torre de la cárcel, en el mástil metálico donde antes ondeaba la bandera tricolor italiana, se agitaba ahora la griega. Resultaba difícil al principio distinguir qué bandera era aquella. El viento no cesaba de soplar y su tela no descansaba un instante. A mediodía, cuando el aire se tranquilizó y se puso nuevamente a llover, sobre la tela cansada se dibujó por fin una gran cruz blanca, el símbolo de la fe cristiana.
– ¡Ha tenido que llegar el día en que me vea viviendo sometida a los griegos! -dijo la abuela-. ¡Cómo no me habré muerto cuando enfermé el invierno pasado!
Estábamos los dos solos en el salón. Nunca había visto tal desesperación en sus ojos, en toda su piel. No sabía qué decir. Saqué del bolsillo el pequeño cristal redondo y me lo puse sobre el ojo. La gran cruz, allá lejos sobre la torre de la prisión, se encrespó. Se tornó nítida y obstinada. Era un dibujo sobre un pedazo de tela. ¿Cómo es posible, pensaba, que dos líneas rectas, trazadas una sobre otra en un pedazo de tela, provoquen tal desesperación en las personas? Un pedazo de tela agitado por el viento puede desesperar a toda una ciudad. Era sorprendente.
Aquella tarde se habló de los griegos en todas las casas. Se presagiaban cosas terribles. Muchos años atrás, antes de la monarquía, incluso antes de la república, la ciudad había estado varias semanas ocupada por los griegos. Se habían producido entonces grandes masacres. En aquel tiempo, igual que ahora, sobre la torre de la prisión ondeaba una bandera como aquella, con la misma cruz blanca. Y si la cruz había vuelto a aparecer, esto significaba que a continuación vendría todo lo demás.
La pequeña ventana de Xivo Gavo tuvo luz hasta muy avanzada la noche. Todos los vecinos del anciano cronista imaginaron que estaba describiendo minuciosamente la entrada de los griegos. Pero más tarde se supo que Xivo Gavo había dedicado tan sólo una frase a este hecho: «el dieciocho de noviembre entraron en la ciudad los g…». Nadie era capaz de explicar tal parquedad de palabras sobre un acontecimiento tan desesperante y menos aún el gasto de una sola letra (la g) para toda aquella multitud de griegos.
Por la mañana, la cruz seguía allí, sobre la ciudad. El símbolo del mal continuaba izado. Ahora se esperaba lo peor.
Los griegos comenzaron a recorrer las calles con sus uniformes de color caqui. En la plaza central volvieron a aparecer carteles con edictos firmados por Katantzakis. Los cafés se llenaron de palabras griegas. Eran pequeñas y agudas, llenas de eses y zetas, cortantes como cuchillas. Todos los soldados llevaban puñales. La maldad flotaba en el aire. Se esperaba una carnicería. Las mangueras de goma tendrían que lavar la ciudad. Llovía. Quizá no hubiera necesidad de manguera.
El primer día los griegos no hicieron ninguna masacre. Tampoco el segundo. Pegaron en la plaza un gran cartel donde se leía: «Vorio Epiro» (Épiro del Norte). El comandante Katantzakis fue a comer y a cenar a casa de algunas ricas familias cristianas.
Un sargento griego disparó varias veces su fusil, pero no mató a nadie. Alcanzó en el muslo a la única estatua de la ciudad. Se trataba de una gran estatua de bronce que se alzaba en la plaza del centro. Había sido erigida durante la monarquía. Antes de esto, la ciudad no había tenido nunca una estatua. Las únicas representaciones artificiales del hombre eran los espantapájaros de los sembrados al otro lado del pedregal. Cuando se dijo que iba a erigirse una estatua (sucedió casi al mismo tiempo que la inauguración del antiaéreo), muchos ciudadanos fanáticos que se habían alegrado tanto con la llegada del cañón manifestaron sus dudas acerca de la estatua. ¡Un hombre de metal! ¿Es necesaria una criatura así? ¿No resultará inquietante? Mientras la gente duerma como Dios manda, la estatua permanecerá en pie. Estará en pie día y noche, en invierno y en verano. Las personas lloran y ríen, dan órdenes y mueren. En cambio, ella no hará nada de eso. Guardará siempre silencio y ya se sabe que el silencio es peligroso.
El escultor que vino de Tirana para examinar dónde había de levantarse el pedestal estuvo a punto de recibir una paliza. En el periódico de la ciudad se libró una agria polémica. Por fin, gracias a la insistencia de la mayoría de los ciudadanos, la estatua llegó. La trajo un gran camión cubierto de lona. Era invierno. La instalaron en la plaza durante la noche. No hubo inauguración para evitar incidentes. La gente admiraba con extrañeza al guerrillero de bronce, con una mano apoyada en el revólver, que miraba con aire ceñudo a la plaza como preguntando: «¿Por qué no me queréis?».
Durante la noche, alguien echó una manta sobre los hombros del hombre de bronce. A partir de entonces la ciudad se enamoró de su estatua.
Ésta era la estatua sobre la que había disparado el sargento griego. La gente corría al centro para ver el orificio abierto por la bala. Algunos, con la mirada perdida, parecían cojear.
Y en verdad algunos cojeaban, como si la bala hubiese dañado sus propios muslos. La plaza estaba alarmada. Katantzakis la atravesó secundado por sus guardias. Entró en el edificio del ayuntamiento, donde estaba alojado el mando griego.
Una hora después, en el lugar habitual de los carteles apareció un enorme papel donde se leía, en albanés y en griego, la orden de arresto y encarcelamiento del sargento que había disparado contra la estatua, firmada por Katantzakis.
Por la tarde vino Xexo.