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Deje la Glock en la mesa y agarre a la criatura por detrás, poniendo mi mano derecha alrededor de su cuello y sujetando con la izquierda el pelo y la piel entre sus omoplatos Retorcí el pelo y la piel con tanta fuerza que la bestia chillo de dolor. Sin embargo, no soltó a Sasha, y cuando yo forcejeé para separarla de ella, intento arrancarle el cabello de raíz.

Bobby disparo un tercer tiro. Las paredes de la casa se movieron como si un terremoto las hubiera sacudido. Pensé que se había cargado a la última pareja de intrusos, pero entonces Bobby lanzó un juramento y pensé que llegaban más problemas.

Otra pareja de monos, que se distinguían más por sus ojos brillantes que bajo la luz de las dos velas que quedaban, saltaron de las ventanas del fregadero.

Bobby estaba recargando el arma.

En el otro extremo de la casa, se oyeron los fuertes ladridos de Orson . No sabía si venía hacia nosotros o si pedía ayuda.

Me oí maldecir con una viveza muy poco habitual en mí y gruñir con ferocidad animal mientras rodeaba con ambas manos el cuello del maldito rhesus. Apreté, apreté hasta que no tuvo otra elección que soltar a Sasha.

El mono sólo pesaba unos once kilos, la sexta parte de mi peso, pero era todo músculos y huesos y desbordaba odio. Gritando y escupiendo mientras luchaba para poder respirar, esta cosa intentó bajar la cabeza para morder las manos que le rodeaban la garganta. Se retorcía, pateaba, golpeaba y me resultaba difícil imaginar que una anguila como esa fuera tan difícil de dominar. Pero mi furia por lo que ese jodido había querido hacerle a Sasha era tan grande, que mis manos eran como el acero y, finalmente, sentí que su cuello se partía en dos. Luego fue una cosa fláccida, muerta, y la dejé caer al suelo.

Sentí náuseas, hice un esfuerzo para recuperar el aliento y cogí la Glock cuando Sasha, que también había recuperado su arma, avanzó hacia la ventana rota próxima a la mesa y abrió fuego contra la noche.

Mientras recargaba el arma, Bobby había perdido de vista a los dos últimos monos, a pesar de sus ojos brillantes, y había subido la luz. Luego volvió a bajarla para que no me molestara.

Unos de esos hijos de puta estaba en el mostrador junto a los fogones. Había sacado uno de los cuchillos más pequeños del soporte de la pared y antes de que pudiéramos abrir fuego, lo lanzó contra Bobby.

Ignoro si el grupo había aprendido artes militares o es que el mono era listo. El cuchillo voló por el aire y fue a clavarse en el hombro derecho de Bobby.

Dejó caer el arma.

Disparé dos veces al lanzador de cuchillos, que cayó muerto sobre los quemadores del fogón.

El mono que quedaba debió de haber oído el viejo dicho acerca de que la discreción es la mejor parte del valor, porque se metió el rabo entre las patas, saltó al fregadero y salió por la ventana. Hice dos disparos más, pero ambos fallaron.

Con sorprendente serenidad y ágil dedo, Sasha sacó una bala de la cartuchera y la deslizó en su arma, luego otra y otra hasta llenar la recámara, tiró el cargador al suelo y cerró el cilindro con un chasquido.

Me pregunté en qué escuela de radio daban cursos de tiro y habilidad a los pinchadiscos. De todas las personas en Moonlight Bay, Sasha era la única que parecía lo que aparentaba. Ahora sospeché que guardaba un par de secretos.

De nuevo comenzó a disparar a la noche. Ignoraba si tenía algún objetivo a la vista o si lanzaba disparos de aviso para desanimar a los que quedaban del grupo.

Volví a llenar el cargador de la Glock y me acerqué a Bobby mientras se arrancaba el cuchillo que tenía clavado en el hombro. La hoja había penetrado sólo uno o dos centímetros, pero la sangre le había manchado la camisa.

– ¿Duele? -le pregunté.

– ¡Demonios!

– ¿Puedes aguantar?

– ¡Era mi mejor camisa!

Se encontraba bien.

Los ladridos de Orson se seguían escuchando en la parte delantera de la casa, pero ahora intercalados con gemidos de terror.

Me metí la Glock en el cinturón, en la espalda, cogí el arma de Bobby, que estaba recién cargada, y corrí hacia los ladridos.

Las luces estaban encendidas en la sala de estar, pero rebajadas y las subí ligeramente.

Una de las grandes ventanas estaba rota. La fuerza del viento llevaba la lluvia hacia el tejado y dentro de la sala.

Cuatro monos brincaban en los respaldos de las sillas y en los brazos de los sofás. Cuando incrementé la luz, volvieron la cabeza hacia mí y silbaron.

Bobby había calculado que el grupo estaba compuesto de ocho a diez individuos, pero estaba claro que eran más. Yo ya había visto entre doce y catorce y a pesar del hecho de que estaban medio enloquecidos de rabia y odio, no creí que fueran tan imprudentes -o estúpidos- que sacrificaran a la mayoría de los miembros de su comunidad en un solo ataque.

Habían sido liberados hacía dos o tres años. El tiempo suficiente para procrear.

Orson estaba en el suelo, rodeado por este cuarteto de goblins, que ahora empezaron a gritarle. El perro giraba en círculo, intentando no perder de vista a ninguno.

Uno de ellos estaba a una distancia y un ángulo que no me preocupó que una bala hiriera al perro. Sin dudarlo un segundo, disparé a la criatura que estaba en línea de fuego y como resultado las tripas del mono iban a hacer que a Bobby le costara cinco mil billetes volver a decorar la habitación.

Los otros tres intrusos empezaron a saltar de un mueble a otro, dirigiéndose a las ventanas. Abatí a otro, pero el tercer disparo sólo acertó a una pared forrada de madera de teca y aquello le iba a costar a Bobby otros cinco de los grandes.

Dejé el arma de Bobby y tras coger otra vez la Glock, perseguí a los dos monos que saltaban a través de la ventana rota al porche de la parte delantera de la casa, y ya estaba casi con los pies en el aire cuando alguien me sujetó por detrás. Un brazo musculoso me rodeó el cuello dejándome casi sin aire para respirar y una mano me quitó la Glock. Lo siguiente que supe fue que estaba con los pies en el aire y que me habían levantado y me estaban sacudiendo como si fuera un niño. Caí sobre la mesa de café que se rompió con mi peso.

Tendido sobre lo que antes había sido la mesa, alcé la vista y vi a Carl Scorso inclinándose sobre mí, aún más gigantesco de lo que ya era. La cabeza calva. El pendiente. Aunque había subido las luces, la habitación estaba lo bastante en penumbra para que pudiera ver el brillo animal en sus ojos.

El era el jefe del grupo. No lo dudé un instante. Llevaba zapatos deportivos, téjanos, una camisa de franela y un reloj en la muñeca, si lo hubieran puesto en una ronda de identificación con cuatro gorilas, nadie hubiera tenido dificultad alguna en identificarlo como el único ser humano presente. Sin embargo, a pesar de las ropas y de la forma humana, irradiaba el aura salvaje de algo infrahumano, y no por el brillo de los ojos sino porque sus rasgos se retorcían en una expresión que no reflejaba una emoción humana que se pudiera identificar como tal. Aunque fuera vestido, también hubiera podido ir desnudo, iba completamente afeitado, desde el cuello hasta la cabeza, pero podía ser tan pe ludo como un simio. Si vivía dos vidas, estaba claro que le iba mejor la que vivía por la noche, con el grupo, que la que viviera durante el día, entre aquellos que no estaban transformados como él.

Sostenía la Glock con el brazo estirado, y me apuntaba a la cara.

Orson se abalanzó sobre el, gruñendo, pero Scorso fue el más rápido de los dos. Dio una fuerte patada en la cabeza del perro, Orson cayó y se quedó inmóvil, sin un gemido ni un movimiento en las patas.

Sentí que mi corazón se desplomaba como una piedra en un pozo.

Scorso me disparó un tiro en la cara. Por un instante eso es lo que me pareció. Pero una décima de segundo antes de que apretara el gatillo, Sasha le disparo en la espalda desde el otro extremo de la habitación, el crac que oí fue el de su Chiefs Special.

Scorso acusó el impacto y desvió el arma. El suelo de madera junto a mi cabeza se astilló cuando la bala lo atravesó.

Scorso, herido pero menos preocupado que cualquiera de nosotros con un tiro en la espalda, giró en redondo y agitó la Glock mientras se volvía.

Sasha se tiró al suelo, salió rodando de la habitación y Scorso vació la pistola en el lugar donde ella había estado. Apretó el gatillo aun después de que el cargador estuviera vacío.

Observé cómo brotaba la sangre oscura y espesa de su camisa de franela.

Finalmente tiró la Glock y se volvió hacia mí. Por un momento pareció contemplar si bailar un zapateado encima de mi cara o arrancarme los ojos, dejándome ciego y moribundo. No escogió ninguna de estas dos opciones sino que se dirigió hacia la ventana rota por la que habían huido los últimos dos monos.

Estaba a punto de salir de la casa al porche cuando Sasha reapareció y aunque parezca increíble, lo persiguió.

Le grité que se detuviera, pero parecía tan salvaje que no me hubiera sorprendido nada ver aquella luz espantosa en sus ojos. Atravesó la sala de estar y salió al porche mientras yo todavía estaba incorporándome en medio de los pedazos rotos de la mesa del café.

Afuera resonó el Chiefs Special, volvió a sonar y luego otra vez.

Aunque ahora era evidente que Sasha estaba capacitada para cuidar de sí misma, quise ir tras ella y cubrirle las espaldas. Aunque acabara con Scorso, era probable que la noche ocultara más monos que aunque una pinchadiscos de primera categoría los pudiera dominar… la noche era su reino, no el de ella.

Sonó el cuarto disparo. Y el quinto.

Vacilé porque Orson yacía inmóvil y no podía ver su flanco elevarse y descender con la respiración. O estaba muerto o inconsciente. Si estaba inconsciente, podía necesitar ayuda. Había recibido una patada en la cabeza. Y aunque estuviera vivo, corría el peligro de tener el cerebro dañado.

Empecé a llorar. El dolor me hacía llorar. Como siempre.

Bobby estaba atravesando la sala de estar sujetándose con una mano el hombro herido.

– Ayuda a Orson -le dije.

Me negué a pensar que nada podía ayudarle, porque la posibilidad era tan terrible que ni siquiera quise considerarla.

Pia Klick lo hubiera comprendido.

Quizá Bobby también.

Esquivando muebles y monos muertos, pisando cristales rotos, corrí hacia la ventana. La lluvia impulsada por el viento agitaba los fragmentos de cristal que todavía estaban fijos en el marco de la ventana. Atravesé el porche, bajé los escalones y me metí en el corazón del chaparrón con Sasha, que se encontraba a treinta pies de las dunas.

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