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La tormenta de rayos ya había pasado, pero las descargas de truenos todavía cruzaban el mar. Los cañonazos excitaban a la tropa.

– He oído que la nueva película de Brad Pitt es estupenda -dijo Bobby.

– No la hemos visto.

– Siempre espero a que salga en vídeo -le recordé.

Alguien intentó abrir la puerta trasera del porche. El pomo se movía de un lado a otro, pero el cerrojo estaba corrido.

Los dos monos de la ventana del fregadero saltaron al suelo. Dos más salieron del porche para relevarlos y empezaron a orinar en el cristal.

– No voy a limpiarlo -dijo Bobby.

– Ni yo -declaró Sasha.

– Quizás expresan de esta manera su agresividad y enfado, y luego se marchan -dije yo.

Bobby y Sasha debieron de haber estudiado expresión sarcástica en la misma escuela.

– O quizá no -reconsideré.

Una piedra del tamaño de una cereza se estrello en una ventana y los monos que estaban asomados saltaron para escapar de la línea de fuego Otras piedrecitas siguieron a las primeras, como una lluvia de granizo.

No tiraban piedras contra las ventanas más próximas.

Bobby cogió la pistola del suelo y se la puso en el regazo.

Cuando la andanada de piedras llegó a su punto álgido, de repente acabó.

Los furiosos monos empezaron a chillar con más fuerza. Sus gritos eran cada vez más espantosos, escalofriantes, con un efecto que parecía sobrenatural, se introducían en la noche con una energía tan demoníaca que hasta la lluvia empezó a golpear con más fuerza la casa. El sonido despiadado de los truenos quebró la cáscara de la noche y de nuevo las puntas brillantes de los relámpagos rasgaron la carne del cielo.

Una piedra, mayor que las anteriores, resonó en una de las ventanas del fregadero: snap . Siguió otra aproximadamente del mismo tamaño, chocó con más fuerza que la primera.

Por suerte sus manos eran demasiado pequeñas para sostener y manipular pistolas o revólveres. Y el peso del cuerpo, relativamente bajo, les hubiera hecho caer de cabeza por el efecto de retroceso. Aquellas criaturas eran lo bastante inteligentes para comprender el funcionamiento de un arma, pero al menos la horda de genios de los laboratorios de Wyvern no había elegido gorilas para trabajar. Aunque si se les hubiera ocurrido, no hubieran dudado en buscar fondos para la empresa y no sólo hubieran obtenido gorilas capaces de sostener un arma de fuego sino que les hubieran instruido en los detalles del diseño de armas nucleares.

Otras dos piedras fueron a parar contra el blanco del cristal de la ventana.

Me acordé del teléfono móvil que llevaba en el cinturón. Tenía que haber alguien al que podía llamar para pedir ayuda. Ni la policía, ni el FBI. Si respondía la primera, los amistosos oficiales de las fuerzas armadas de Moonlight Bay es probable que cubrieran a los monos. Y si podíamos ponernos en contacto con las oficinas más próximas del FBI y lográbamos parecer más creíbles que todas las llamadas relatando abducciones de platillos volantes, estaríamos hablando con el enemigo. Manuel Ramírez me dijo que la decisión de permitir que esta pesadilla siguiera su curso se había tomado en «niveles muy altos», y yo le creía.

A causa de la cesión de responsabilidades sancionada por muchas generaciones anteriores, hemos confiado nuestra vida y nuestro futuro a profesionales y expertos que nos convencen de que no tenemos la suficiente inteligencia y juicio para tomar decisiones de importancia sobre el control de la sociedad. Y esta es la consecuencia de nuestra estupidez e indolencia. Apocalipsis con primates.

Una piedra de mayores dimensiones choco contra la ventana El paño se rajó pero no se hizo añicos.

Cogí los dos cargadores de 9 milímetros que había dejado en la mesa y me los metí en los bolsillos de los téjanos. Sasha deslizó una mano debajo de la servilleta de papel que ocultaba la Chiefs Special.

La imité y puse una mano sobre la Glock.

Nos miramos. Vi una nube de temor en sus ojos, y con toda seguridad ella observó las mismas corrientes oscuras en los míos.

Intenté sonreír con confianza, pero sentí como si mi rostro se quebrara como yeso endurecido.

– Todo saldrá bien. Una pinchadiscos, un rebelde surfista y el hombre elefante, el equipo perfecto para salvar el mundo.

– Si es posible -dijo Bobby-, no desperdiciemos munición con los dos primeros que entren. Dejemos entrar a algunos más. Retrasémoslo cuanto podamos. Hay que dejarlos que se sientan seguros. Lamerles el culo. Luego, déjenme ser el primer en abrir fuego, para enseñarles respeto. No tengo siquiera que apuntar con el arma.

– De acuerdo, general Bob -dije.

Dos, tres, cuatro piedras -casi tan grandes como huesos de melocotón- chocaron contra las ventanas. Se quebró el segundo paño y se abrió una nueva fisura, como la ramificación de un relámpago.

Experimenté un nuevo ordenamiento fisiológico que hubiera hecho las delicias de cualquier médico: agitaciones en el estómago, que había subido hasta el pecho, con una insistente presión en la base de la garganta, mientras los latidos del corazón habían caído en el espacio que anteriormente ocupaba el estómago.

Una media docena de piedras de tamaño más considerable chocaron contra las dos grandes ventanas y los paños se rompieron hacia dentro. Con un sonido irritante, una lluvia de cristales cayó en el fregadero de acero, en los mostradores de granito y en el suelo. Algunos fragmentos llegaron hasta el pequeño comedor y yo cerré los ojos un instante cuando algunos fragmentos afilados cayeron encima de la mesa y se esparcieron por las porciones de pizza sobrante.

Cuando abrí los ojos un instante después, dos monos aullando, del mismo tamaño que el descrito por Angela Ferryman, estaban de nuevo en la ventana. Desconfiando de los cristales rotos y de nosotros, el par de monos saltó al interior, al mostrador de granito. El viento se agitó a su alrededor y les levantó el pelo enmarañado por la lluvia.

Uno de ellos miró hacia el armario de las escobas, donde Bobby guardaba el arma. No nos habían visto aproximarnos al armario y no podían ver el arma del 12 que se balanceaba en las rodillas de Bobby, debajo de la mesa.

Bobby los miró, pero estaba más interesado en la ventana que tenía frente a él, al otro lado de la mesa.

Las dos criaturas, encorvadas y ágiles, se movieron por el mostrador alejándose del fregadero. Bajo la débil luz de la cocina, sus malevolentes ojos amarillos eran tan brillantes como las llamas que saltaban en los extremos de la mecha de las velas.

El intruso de la izquierda encontró la tostadora y la tiró al suelo violentamente. Salieron chispas del enchufe de la pared.

Recordé el relato de Angela del rhesus bombardeándola con manzanas con tal fuerza que le partieron el labio. Bobby tenía la cocina despejada pero si esas bestias abrían la puerta de los armarios y empezaban a lanzarnos vasos y platos, podían herirnos de gravedad aunque nosotros disfrutáramos de la ventaja de las armas de fuego. Un plato lanzado como si fuera un frisbee que te alcance en el puente de la nariz puede ser casi tan efectivo como una bala.

Otras dos criaturas de ojos horrendos saltaron del suelo del porche al alféizar de la ventana rota. Nos enseñaron los dientes y silbaron.

La servilleta de papel que ocultaba el arma de Sasha temblaba visiblemente, y no por la corriente de aire que entraba por la ventana.

A pesar de los gritos, silbidos y parloteos de los intrusos, y a pesar de las ráfagas del viento de marzo que entraban por las ventanas rotas, los truenos y la lluvia, creí oír cantar a Bobby entre dientes. Hacia caso omiso de los monos que estaban en un extremo de la cocina y su mirada se concentraba en la ventana que permanecía intacta, frente a él y, mientras, movía los labios.

Envalentonadas quizá por nuestra falta de respuesta, o creyéndonos inmovilizados por el miedo, aquellas dos criaturas que estaban junto a las ventanas rotas se fueron animando cada vez más y saltaron al interior, se alejaron en dirección opuesta por el mostrador y formaron pareja con los dos intrusos anteriores.

O Bobby había empezado a cantar en voz alta o el terror me había deformado el oído, porque de pronto reconocí la canción «Daydream Behever» Una antigua melodía pop, la primera que grabaron los Monkees, es decir, «los monos».

Sasha también la debió oír porque dijo.

– Un recuerdo del pasado.

Otros dos miembros del grupo se encaramaron por la ventana del fregadero y saltaron al alféizar, con fuego del infierno en los ojos, lanzando contra nosotros su odio de simios.

Los cuatro que ya estaban en la habitación incrementaron sus chillidos, saltaron arriba y abajo de los mostradores, agitando los puños en el aire, enseñando los dientes y escupiéndonos.

Eran inteligentes, aunque no lo bastante. La rabia les ofuscaba por completo el juicio.

– Destruirlos -dijo Bobby.

«Allá vamos», pensé.

En lugar de echar la silla hacia atrás para dejar espacio libre entre él y la mesa, se dio la vuelta con ella, se levanto con agilidad y alzo el arma como si hubiera recibido instrucción militar y lecciones de ballet. Del orificio broto una llama y el primer disparo ensordecedor cogió a los dos últimos monos en las ventanas, lanzándolos al porche, como si fueran juguetes de trapo, y la segunda ronda abatió a los del mostrador, a la izquierda del fregadero.

Mis oídos resonaron como si estuviera en el interior de la campana de una catedral en plena actividad, y aunque el estruendo del disparo en el reducido espacio fue lo bastante fuerte como para desorientar a cualquiera, estuve de pie antes de que el arma del 12 volviera a disparar por segunda vez. Igual que Sasha, que se apartó de la mesa y descargó el arma hacia la restante pareja de intrusos justo cuando Bobby lo hacia contra el numero tres y el cuatro.

Tras los disparos en la cocina, la ventana más próxima explotó. Con la cascada de cristales entro un rhesus chillando aterrizo en el centro de la mesa, golpeo dos de las tres velas, apago una de ellas al sacudirse la lluvia del pelo y lanzó al suelo una bandeja con pizza.

Levante la Glock, pero el ultimo en llegar se abalanzo hacia la espalda de Sasha. Si disparaba, la bala atravesaría a aquella cosa y probablemente también mataría a Sasha.

Mientras yo apartaba una silla de una patada y rodeaba la mesa, Sasha empezó a gritar porque el mono intentaba arrancarle mechones del cabello Dejó caer el arma para agarrar a ciegas al mono que tenía en la espalda, quien dio una dentellada en el aire, sin alcanzarle las manos. El cuerpo de Sasha se inclino de espaldas a la mesa y su asaltante intento echarle la cabeza hacia atrás, para que su cuello quedara expuesto.

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