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– Fluffy o Boots -dijo-. Son nombres muy adecuados para gatos.

Sasha, con un cuchillo y un tenedor, partió la pizza de salchicha italiana en varias porciones y dejo una aparte, a enfriar, para Orson .

El perro volvió del dormitorio con un mocasín en la boca. Se lo llevó a Bobby. Era el del pie izquierdo.

Bobby tiro el zapato en el cubo de la basura.

– No es por las marcas de dientes ni las babas de perro, pero no voy a ponerme nunca mas estos zapatos -le aseguro a Orson .

Recordé el sobre de Thor's Gun Shop que estaba en mi cama cuando encontré la Glock la noche anterior. Estaba un poco húmedo y tenía unas curiosas marcas dentadas. Saliva. Marcas de dientes. Orson era la persona que había puesto la pistola de mi padre donde yo pudiera encontrarla.

Bobby volvió a sentarse a la mesa y se quedó mirando fijamente al perro.

– ¿Y? -le pregunté.

– ¿Qué?

– Ya lo ves.

– ¿Tengo que decir algo?

– Sí.

Bobby suspiro.

– Me siento como si un camión enorme tocando la bocina se abriera paso por mi cabeza y poco más o menos me succionara el cerebro a su paso.

– Eres de impacto -le dije a Orson .

Sasha acercó la mano a una de las porciones de pizza del perro, para asegurarse de que el queso ya se había enfriado y no se le quedaría pegado al paladar y lo quemaría. Luego puso el plato en el suelo.

Orson movió el rabo contra la mesa y las patas de la silla demostrando que una elevada inteligencia no significa necesariamente ser bien educado en la mesa.

– Silky -dijo Bobby- Un nombre sencillo. Un nombre de gato. Silky .

Mientras comíamos la pizza y bebíamos cerveza, las tres velas fluctuantes apenas proporcionaban la luz suficiente para que pudiera leer las páginas de papel amarillo en las que mi padre había escrito un relato conciso de las actividades en Wyvern, la inesperada evolución que había desembocado en catástrofe y el alcance de la implicación de mi madre. Aunque mi padre no era un científico y solo podía transcribir -con términos muy profanos- lo que mi madre le había contado había una gran profusión de información en el documento que había dejado para mí.

– Un chico trabajador. Eso me dijo Lewis Stevenson la noche pasada cuando le pregunte que cambios había sufrido. «Un chico trabajador que no debería morir» Se refería a un retrovirus. Al parecer mi madre experimentaba con un nuevo tipo de retrovirus… para la selección de un retrotransportador.

Cuando alcé la vista de las páginas, me miraban fijamente.

– Orson probablemente sabe de lo que estás hablado, pero yo abandoné la universidad -dijo él.

– Y yo estoy fuera de onda -añadió Sasha.

– Y muy buena.

– Gracias.

– Aunque tengas una fijación con Chris Isaak.

Esta vez el rayo no bajó del cielo sino que cayó rápido y directo, como un llameante y veloz ascensor cargado de explosivos, que detonara cuando se introdujera en la tierra. La península pareció estallar, retumbó la casa y una lluvia como un chorro de detritos repiqueteó en el tejado.

– A lo mejor no les gusta la lluvia y no vienen -dijo Sasha echando un vistazo a las ventanas.

Alargué la mano hasta el bolsillo de la chaqueta que colgaba de la silla y saqué la Glock La dejé en la mesa donde me fuera fácil cogerla y, como había hecho Sasha con la suya, la oculté debajo de una servilleta de papel.

– En muchas clínicas se tratan enfermedades como el sida, el cáncer o enfermedades hereditarias con terapia genética La idea consiste en que si el paciente padece ciertos defectos genéticos o le faltan ciertos genes, reemplazas los genes defectuosos con otras copias de laboratorio o añades los genes que faltan para que combatan la enfermedad. Se han obtenido resultados alentadores. Un número creciente de éxitos modestos. Y fracasos y sorpresas desagradables.

– Siempre hay un Godzilla. Ese zumbado de Tokio que va por ahí, tan campante y feliz y, un instante después, aparece el pie de un lagarto gigante aplastándolo todo.

– El problema consiste en introducir los genes sanos en el paciente. La mayoría utilizan virus debilitados para transportar los genes a las células. Y la mayoría son retrovirus.

– ¿Debilitados? -preguntó Bobby.

– Significa que no pueden reproducirse. Que no son una amenaza para el cuerpo. En cuanto transportan el gen a la célula, tienen la capacidad de unirse a los cromosomas de la célula.

– Chicos trabajadores -dijo Bobby.

– Y una vez han hecho su trabajo -pregunto Sasha-, ¿se mueren?

– A veces no lo hacen rápidamente. Pueden provocar una inflamación o graves respuestas inmunológicas que destruyen el virus y las células a las que han transportado los genes. Algunos investigadores están estudiando cómo modificar los retrovirus transformándolos en retrotransportadores, que son fragmentos del ADN del cuerpo que ya pueden copiar y transformarse en cromosomas.

– Ahí viene Godzilla -le dijo Bobby a Sasha.

– Snowman, ¿como sabes todas estas cosas? No puedes haberte enterado ahora mismo, echando un vistazo a estas páginas.

– Siempre se tiende a buscar lo que a uno le interesa cuando en ello te va la vida. Si alguien puede encontrar la manera de reemplazar mis genes defectuosos con copias de laboratorio, mi cuerpo será capaz de producir los enzimas que repararán el daño de los rayos ultravioleta a mi ADN.

– Entonces ya no serás nunca más la lombriz nocturna -comentó Bobby.

– Adiós cara rayada -asentí.

Sobre el ruidoso tamborileo de la lluvia en el tejado llegó el sonido de algo que corría por el porche de atrás.

Cuando miramos hacia aquella dirección vimos a un rhesus saltando del suelo del porche al antepecho de la ventana que daba al fregadero de la cocina. Tenía el pelo húmedo y enmarañado, lo que le hacía parecer más flacucho de lo que parecía cuando estaba seco. Se balanceó hábilmente en el estrecho borde y se colgó de un montante vertical con una mano. Nos observó con la característica curiosidad de los monos. Parecía una criatura benigna, excepto por sus maléficos ojos.

– Se interesarán más rápido si no les prestamos atención -dijo Bobby.

– Cuando más interesados estén -añadió Sasha-, menos descuidados serán.

Di otro mordisco a la pizza de chorizo y cebolla y pasé el otro dedo por las páginas amarillas.

– Ahora acabo de ver este párrafo en el que mi padre explica hasta qué punto comprende esta nueva teoría de mi madre. Para el proyecto Wyvern desarrolló una teoría revolucionaria de ingeniería del retrovirus, para que se pudieran utilizar con mayor seguridad para transportar genes a las células de los pacientes.

– Acabo de oír el pie de un lagarto gigante -dijo Bobby-. Boom, boom, boom, boom.

Desde la ventana, el mono nos lanzó un chillido.

Miré hacia la ventana más próxima, junto a la mesa, pero allí no había nada asomado.

Orson se irguió y puso las pezuñas encima de la mesa manifestando un teatral interés por la pizza y exhibiendo todos sus encantos a Sasha.

– Ya sabes que los niños intentan enfrentar a un padre con el otro -le advertí.

– Yo soy más como una cuñada -repuso- Podría ser su última comida. Y para nosotros también.

– Está bien -reconocía con un suspiro-. Pero si no nos matan, entonces habremos sentado un precedente.

Apareció otro mono en el antepecho de la ventana. Ambos gritaron y nos enseñaron los dientes.

Sasha eligió una porción pequeña de pizza, la cortó en pedacitos y los puso en el plato del perro en el suelo.

Orson miró con aire preocupado los duendes de la ventana, pero ni siquiera los malditos primates pudieron quitarle el apetito y volvió a concentrarse en la comida.

Uno de los monos empezó a batir la mano rítmicamente contra el paño de la ventana, gritando más que antes.

Sus dientes parecían más largos y afilados que los de un rhesus común y corriente, largos y afilados como los de un predador. Quizás era un rasgo físico resultado de la ingeniería e introducido por los traviesos chicos de Wyvern. Me vino el recuerdo de la garganta desgarrada de Angela.

– Debe de haber una manera de distraerlos -sugirió Sasha.

– No pueden entrar en la casa sin romper un cristal -dijo Bobby-. Los oiremos.

– ¿Por encima de este alboroto y de la lluvia? -preguntó ella.

– Los oiremos.

– Creo que no deberíamos desplegarnos en distintas habitaciones a menos que estemos absolutamente seguros -dije-. Son lo bastante inteligentes para saber aquello de divide y vencerás.

Lancé otra ojeada a la ventana próxima a la mesa, pero no había monos en ese sector del porche y sólo la lluvia y el viento se movían en las oscuras dunas bajo la lluvia.

Tras la ventana del fregadero, uno de los monos había conseguido volverse. Daba alaridos mientras apretaba su culo desnudo y pelado contra el cristal.

– ¿Y qué pasó cuando entraste en la rectoría? -preguntó Bobby.

Con la sensación de que el tiempo corría a contrarreloj, resumí los acontecimientos del ático, de Wyvern y la casa de Manuel Ramírez.

– Manuel es una basura -declaro Bobby, moviendo la cabeza con tristeza.

– ¡Uf! -exclamó Sasha, pero no hizo ningún comentario sobre Manuel.

En la ventana, el mono macho se puso a orinar copiosamente sobre el cristal.

– Bueno, esto es nuevo -observo Bobby.

En el porche, tras las ventanas del fregadero, otros monos empezaron a brincar en el aire como semillas de maíz en una sartén de aceite hirviendo. Gritaban, resoplaban, parecía que había multitud de ellos, aunque seguramente sería la media docena apareciendo y desapareciendo repetidamente.

Acabé la cerveza.

Permanecer sereno era cada vez más difícil. Quizá requería más energía y concentración de la que yo poseía.

– Orson -dije-, no sería mala idea que hicieras una ronda por la casa.

Lo entendió y se dirigió inmediatamente a hacer la ronda.

– Sin heroicidades. Si ves algo que no te gusta, da la vuelta y vuelve corriendo aquí -le dije antes de que saliera de la cocina.

Desapareció de mi vista.

Inmediatamente me arrepentí de haberlo enviado, aun sabiendo que era lo correcto.

El primer mono había vaciado la vejiga y ahora el segundo se había vuelto de cara a la cocina y empezó mear. Otros correteaban por la baranda exterior y se balanceaban en las cabrias del tejado del porche.

Bobby estaba sentado frente a la ventana contigua a la mesa. Igual que yo consideraba sospechosa la calma con la que había transcurrido parte de la noche.

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