– Al jefe de policía.
– Disparaste al sheriff -insistió Bobby.
Hacia muchos años había sido un seguidor radical de Eric Clapton, y yo sabía por qué prefería llamarlo así.
– Está bien. Le he disparado al sheriff, aunque no a un diputado.
– No puedo perderte de vista.
Acabó de llenar los cargadores y los metió en la bolsa que Sasha había comprado.
– Llevas una camisa de puta madre -comenté.
Bobby se había puesto una camisa hawaiana de manga larga adornada con un espectacular festival tropical de colores naranjas, rojos y verdes.
– Kamehameha Garment Company de 1950.
Cuando acabó con los extintores, Sasha entró en la cocina y encendió uno de los hornos para calentar las pizzas.
– Luego incendie el coche patrulla para destruir las pruebas -dije dirigiéndome a Bobby.
– ¿De que son las pizzas? -le preguntó a Sasha.
– Una de salchicha italiana y la otra de chorizo y cebolla.
– Bobby lleva una camisa de segunda mano -le dije a ella.
– Antigua -corrigió Bobby.
– Después de hacer estallar el coche patrulla fui a St. Bernadette y entré.
– ¿Rompiendo una cerradura?
– Por una ventana abierta.
– A eso se le llama allanamiento de morada.
– Camisa de segunda mano, camisa antigua, a mi me parece que es lo mismo -dije cuando acabe de llenar los cargadores de la Glock.
– Una es barata -explicó Sasha- y la otra no lo es.
– Una es arte -dijo Bobby. Sostuvo en alto la bolsa de cuero con los cargadores- Aquí tienes tu bolsa.
Sasha la cogió y se la colgó del cinturón.
– La hermana del padre Tom era compañera de mi madre.
– ¿Del tipo loco científico hace estallar el mundo? -pregunto Bobby.
– No se trata de explosivos. Pero, bueno, ahora esta infectada.
– Infectada -hizo una mueca- ¿En que estamos metidos?
– Es algo complicado. Se trata de genética.
– Cosas de sabios. Muy aburrido.
– Esta vez, no.
Lejos en el mar las brillantes arterias de los relámpagos latían en el cielo seguidas de la atenuada vibración de los truenos.
Sasha también había comprado un cinturón cartuchera diseñado para cazadores de patos y para tiradores de tiro al plato y Bobby empezó a meter balas en las abrazaderas de cuero.
– El padre Tom también esta infectado -dije poniéndome uno de los cargadores de 9 milímetros en el bolsillo de la camisa.
– ¿Y tu? -pregunto Bobby.
– Quizá. Mi madre lo estaba. Y mi padre, también.
– ¿Como se contagia?
– Por los fluidos corporales -contesté, dejando los otros dos cargadores detrás de una vela roja que había en la mesa, donde no podían verse desde las ventanas-. Y quizá por otras vías.
Bobby miró a Sasha que estaba trasladando las pizzas a las bandejas del horno.
– Si Chris lo está, yo también -dijo ella encogiéndose de hombros.
– Nos hemos cogido de la mano durante todo el año.
– ¿Quieres calentarte tu mismo tu pizza? -le pregunto Sasha.
– No. Demasiados problemas. Adelante, contágiame.
Cerré la caja de munición y la dejé en el suelo. Mi pistola todavía estaba en la chaqueta que colgaba del respaldo de la silla.
Sasha siguió preparando las pizzas.
– Orson puede no estar infectado. Quiero decir que mas bien puede ser portador o algo así -comente.
Bobby pasó una bala entre sus dedos y por los nudillos como un mago hace con las monedas.
– ¿Y cuando empiezas con el pus y los vómitos? -pregunto Bobby.
– No es una enfermedad en sentido estricto. Se trata mas bien de un proceso.
Otro relámpago, hermoso, demasiado breve para perjudicarme.
– Un proceso -dijo Bobby tras meditarlo.
– No estas enfermo. Solo que… cambias.
– ¿Quien fue el dueño de la camisa antes que tú? -pregunto Sasha metiendo las pizzas en el horno.
– ¿A primeros de los cincuenta? ¿Quien sabe? -repuso Bobby.
– ¿Había dinosaurios entonces? -inquirí.
– No muchos.
– ¿De que esta hecha? -pregunto Sasha.
– De rayón.
– Está perfecta.
– No se debe abusar de una camisa como esta -declaro Bobby con expresión solemne-, es un tesoro.
Me acerqué a la nevera y saqué unas botellas de Corona para todos menos para Orson . Por su peso, puede beber una al día sin emborracharse, pero esa noche tenía que mantener la cabeza completamente clara. El resto necesitábamos la bebida con los nervios calmados seríamos mas efectivos.
Cuando estaba junto al fregadero, sacando las chapas de las cervezas, un rayo volvió a atravesar el cielo, intentando sin éxito rasgar las nubes y dejar correr la lluvia. A su luz, vi tres figuras encorvadas corriendo de una duna a otra.
– Ya están aquí -anuncié, llevando las cervezas a la mesa.
– Siempre necesitan un rato para coger fuerzas.
– Espero que nos dejen cenar.
– Estoy hambrienta -comento Sasha.
– ¿Cuales son los síntomas de esta no enfermedad, de este proceso? -preguntó Bobby- ¿Vamos a acabar pareciendo que tenemos esos hongos de los robles?
– Unos degeneran psicológicamente, como Stevenson -expliqué-. Otros también pueden sufrir cambios físicos menores. O quizá graves, por lo que sé. Pero al parecer cada caso es diferente. Quizás hay personas que no se contagian, o que no te das cuenta, y sin embargo otros cambian mucho.
– Es de un mural de Eugene Savage titulado Island Feast -dijo Bobby cuando Sasha le rozo con los dedos la manga de la camisa.
– Los botones tienen mucho estilo.
– Si -asintió Bobby, pasando el pulgar por uno de los botones estriados amarillo tostado, sonriendo con el orgullo de un coleccionista apasionado y disfrutando de su textura sensual- Corteza de coco pulida. Sasha cogió un buen montón de servilletas de papel y las puso sobre la mesa.
El ambiente era denso y húmedo. Podía sentir la piel de la tormenta hinchándose como la de un balón. Pronto iba a estallar.
– Bueno, hermano, antes de contarte el resto Orson te hará una pequeña demostración -le dije a Bobby, tras beber un sorbo de cerveza.
– Ya tengo todos los Tupperware que necesito.
Llamé a Orson .
– En los sofás de la sala hay varios cojines. Uno de ellos es un regalo que le hice a Bobby ¿Quieres traerlo aquí por favor?
Orson salió de la cocina.
– ¿Que va a hacer? -pregunto Bobby.
– Espera -dijo Sasha riendo sentada detrás de su cerveza. Su Chiefs Special del 38 estaba sobre la mesa. Desdobló una servilleta y tapó el arma con ella- Espera.
Todos los años, Bobby y yo intercambiamos regalos por Navidad. Sólo un regalo. Como ambos tenemos todo lo que necesitamos, el precio y la utilidad no tienen nada que ver cuando vamos a comprarlos. La idea es encontrar las cosas más horteras que estén en venta. Esta ha sido la tradición desde que cumplimos doce años. En la habitación de Bobby hay unos estantes en los que colecciona los regalos de más mal gusto que le he hecho. El único que no cabe en esos estantes es el cojín.
Orson volvió a la cocina con el objeto en la boca y Bobby lo acepto, haciendo ver que no le había impresionado la proeza del perro.
El cojín, de doce pulgadas por ocho, llevaba un bordado en una de sus caras. Era un objeto manufacturado y vendido, para recaudar fondos, por un popular evangelista de televisión. En el interior del bordado, había siete palabras en punto calado: JESÚS COME PECADORES Y ESCUPE ALMAS SALVADAS.
– ¿No lo encuentras horrible? -pregunto Sasha con incredulidad.
– Horrible, si -dijo Bobby, ajustándose alrededor de la cintura la cartuchera sin levantarse de la silla- Pero no lo bastante horrible.
– Hemos alcanzado niveles pavorosos -admití.
El año pasado le regale el cojín a Bobby, junto con una figura de cerámica de Elvis Presley. Elvis lleva uno de sus maravillosos trajes de seda blanca y lentejuelas de teatro de Las Vegas, y esta sentado en el retrete donde murió; las manos unidas en oración, los ojos elevados al cielo y un halo alrededor de la cabeza.
En esta competición navideña Bobby está en desventaja porque insiste en ir a tiendas de regalos a buscar la perfecta horterada. Pero yo estoy obligado a hacer encargos por correo, donde uno encuentra catálogos de las más exquisitas porquerías, suficientes para llenar todos los estantes de la Biblioteca del Congreso. Bobby dio la vuelta al cojín en sus manos y miro a Orson frunciendo el ceño.
– Buen truco -dijo.
– No es un truco. En Wyvern se hicieron muchos experimentos. Uno de ellos consistía en aumentar la inteligencia de los animales y de los seres humanos.
– Falso.
– Verdadero.
– Demencial.
– Si, completamente demencial.
Ordené a Orson que devolviera el cojín a donde lo había encontrado luego que fuera al dormitorio, abriera la puerta corredera y volviera con uno de los mocasines negros que Bobby había comprado cuando se dio cuenta de que solo tenía chancletas, sandalias y zapatos deportivos para ponerse en el sepelio de mi madre.
La cocina olía a pizza y el perro miró anheloso al horno.
– Tendrás tu parte -le aseguré-. Ahora largo.
– Espera -dijo Bobby cuando Orson iba a salir de la cocina.
Orson lo miró con expectación.
– No un zapato, ni un mocasín cualquiera. Trae el mocasín de mi pie izquierdo.
Orson se esponjó como diciendo que la dificultad era insignificante y siguió su camino.
Afuera, en el Pacifico, una brillante escala de relámpagos unió el cielo al mar, como si señalara el descenso de arcángeles. El posterior retumbar del trueno sacudió las ventanas y reverberó en las paredes de la casa.
En esta costa templada, nuestras tormentas rara vez están acompañadas de alardes pirotécnicos de este tipo. Al parecer en esta ocasión iba a ser impresionante.
Puse en la mesa un pote de pimentón, platos de papel y las bandejas de servir en las que Sasha había dispuesto las pizzas.
– Mungojerrie -dijo Bobby.
– El nombre es de un libro de poemas sobre gatos.
– Parece presuntuoso.
– Es mono -dijo Sasha.
– Fluffy, este sí que es un nombre para un gato.
Se había levantado un viento que sonaba estrepitoso entre los orificios del tejado y murmuraba en los aleros. No hubiera podido asegurarlo, pero creí oír, en la distancia, los gritos de somormujo del grupo.
Bobby bajó una mano para asegurarse de que tenía el arma junto a la silla.