Sonó el teléfono del escritorio de mi estudio iluminado por las velas, e intuí la proximidad de un cambio tremendo.
No soy médium. No veo signos ni presagios en el cielo. Las líneas de la palma de mi mano no me revelan nada del futuro y carezco de la habilidad de los gitanos para discernir las formas del destino en las hojas del té.
Mi padre estaba agonizando hacía días y tras pasar la noche anterior junto a su lecho, enjugando el sudor de su frente y escuchando su trabajosa respiración, supe que no iba a durar mucho. Temía perderle y, por primera vez en veintiocho años, encontrarme solo.
Soy hijo único, mi madre falleció hace dos años. Sufrió un ataque de corazón, pero al menos no padeció una larga enfermedad.
La pasada noche, justo antes del amanecer, volví a casa agotado. Intenté dormir, pero no pude hacerlo ni mucho ni bien.
Me incliné hacia delante en la silla, deseando que el teléfono quedara en silencio, pero no fue así.
El perro también sabía lo que significaba aquella llamada. Salió pesadamente de las sombras a la luz de las velas, y se me quedó mirando con expresión de tristeza.
A diferencia de los de su especie, sostiene la mirada de hombres y mujeres tanto como le interese. Los animales sólo nos miran directamente un momento, luego desvían la mirada como si les desconcertara algo que ven en los ojos humanos. Es posible que Orson vea lo que otros perros ven y, quizá, también se sienta molesto, pero no se intimida.
Es un perro extraño. Pero es mi perro, mi amigo constante, y yo lo quiero.
A la séptima llamada, me rendí a lo inevitable y conteste.
Era una enfermera del Mercy Hospital. Hablé con ella sin que Orson apartara de mí su mirada. Mi padre estaba empeorando con rapidez. La enfermera me sugirió que fuera junto a su lecho sin dilación.
Cuando colgué el aparato, Orson se aproximó a la silla y apoyó en mi regazo su fornida cabeza negra. Gimió suavemente y frotó el hocico contra mi mano No meneó la cola.
Permanecí aturdido durante unos instantes, incapaz de pensar o de actuar. El silencio de la casa, tan profundo como las aguas abisales del océano, adquirió una presión abrumadora, inmovilizadora. Luego llamé por teléfono a Sasha Goodall para pedirle que me llevara al hospital.
Sasha dormía habitualmente desde el mediodía hasta las ocho. Trabaja en la KBAY, poniendo música en la oscuridad, desde medianoche hasta las seis de la mañana. Es la única emisora de radio de Moonlight Bay. Aquella tarde de marzo pasaban algunos minutos de las cinco, estaría durmiendo y lamente la necesidad de despertarla.
Sasha, como Orson ojos tristes, era una amiga con la que siempre podía contar. Y era mucho mejor conductora que el perro.
Respondió al segundo timbrazo sin muestras de sueño en la voz.
– Chris, lo siento -me dijo antes de que pudiera decirle nada, como si hubiera estado esperando la llamada y como si en el sonido de su teléfono hubiera captado la misma señal de mal agüero que Orson y yo cuando sonó el mío.
Me mordí el labio y me negué a considerar lo que estaba a punto de suceder. Mientras papa viviera, quedaba esperanza, aunque los médicos pronosticaran lo peor. En el último momento el cáncer podía remitir.
Yo creo en los milagros.
Después de todo, a pesar de mi condición, he vivido más de veintiocho años, lo cual es una especie de milagro, aunque otras personas, al observar mi vida desde afuera, la consideren una maldición.
Creo en los milagros, para ser mas preciso, creo en nuestra necesidad de milagros.
– Estaré ahí en cinco minutos -aseguro Sasha.
Por la noche hubiera podido ir al hospital solo, pero a aquella hora hubiera sido un espectáculo ir a pie hasta allí.
– No -repuse- Conduce con cuidado. Es probable que tarde más de diez minutos en estar listo.
– Te quiero, Snowman.
– Te quiero -conteste.
Tapé la pluma con la que había estado escribiendo cuando llamaron del hospital, y la guardé junto al bloc amarillo.
Apagué las tres velas de cera con un matacandelas de cobre de brazo largo. Unos finos y sinuosos fantasmas de humo serpentearon en las sombras.
El sol, una hora antes del crepúsculo, ya estaba bajo en el cielo pero todavía era peligroso. Brillaba amenazador en los bordes de las persianas plegadas que cubrían todas las ventanas.
Anticipando mis intenciones, como era habitual, Orson salió de la habitación y corrió pesadamente por el rellano del piso de arriba. Es una mezcla de Labrador de cuarenta kilos, tan negro como el gato de una bruja. A través de las sombras de nuestra casa, corretea sin ser visto, su presencia sólo la traiciona el golpeteo sordo de sus grandes patas en las alfombras y el chasquido de sus uñas en los suelos de madera.
Una vez en mi cuarto, al otro lado del rellano que da al estudio, no encendí el reductor de luz, el dispositivo del techo de cristal mate. La luz indirecta del sol poniente, de un amarillo desabrido, estallaba en los bordes de las persianas de las ventanas y era suficiente para mí.
Mis ojos están mejor adaptados a la penumbra que los de la mayoría de la gente. Aunque soy, hablando figuradamente, un ave de noche, no tengo un don especial de visión nocturna, nada sería tan romántico o excitante como poseer un talento paranormal. Se trata simplemente de que mi larga adecuación a la oscuridad ha aguzado mi visión nocturna.
Orson subió de un brinco al escabel y luego se acurrucó en el sillón para observarme mientras me preparaba para el mundo de la luz.
Del armario del cuarto de baño contiguo saqué una botella de loción con crema antisolar de protección cincuenta. Me la aplique generosa mente en la cara, en las orejas y en el cuello.
La loción tenía un fuerte olor a coco, un aroma que asocio con palmeras al amanecer, cielos tropicales, vistas del océano rutilante a la luz de la luna, y otras cosas que siempre formaran parte de mi experiencia. Para mi esta es la fragancia del deseo, de la negación y la imposibilidad de los anhelos, el perfume suculento de lo inasequible.
A veces sueño que estoy paseando en una playa del Caribe bajo una lluvia de rayos de sol, y la arena blanca bajo mis pies parece un colchón de absoluto resplandor. El calor del sol en mi piel es más erótico que la caricia de una amante. En el sueño la luz no me baña, me atraviesa. Cuando despierto, estoy sin ella.
La loción, aunque olía a sol tropical, me refresco la cara y el cuello También me la puse en las manos y en las muñecas.
El cuarto de baño tenía una sola ventana en la que la persiana estaba casi siempre levantada, pero allí apenas entraba luz porque el cristal era opaco y porque la luz del sol se filtraba a través de las gráciles ramas de un metrosideros. Las siluetas de las hojas se aguaban en el cristal.
En el espejo del lavabo, mi reflejo era menos que una sombra. Aunque hubiera encendido la luz, no hubiera tenido una visión clara de mí mismo, porque la única bombilla en la instalación era de bajo voltaje y de color melocotón.
Raras veces me había visto la cara a plena luz.
Sasha dice que le recuerdo a James Dean, mas al de Al este del Edén que al de Rebelde sin causa .
Yo no percibo el parecido. El cabello es el mismo, sí, y los ojos azul claro. Pero él tenía un aspecto frágil y yo no me veo de este modo.
No soy James Dean, sólo soy yo, Christopher Snow, y puedo vivir con ello.
Cuando acabé con la loción volví a mi cuarto. Orson levantó la cabeza del sillón para deleitarse con el aroma a coco.
Ya llevaba calcetines de deporte, las Nikes, téjanos y una camiseta negra. Me puse rápidamente una camisa negra de algodón de manga larga y me la abotoné hasta el cuello.
Orson me siguió escaleras abajo hasta el recibidor. Como el porche estaba protegido con un toldo y había dos grandes robles de California en el patio, la luz del sol no alcanzaba directamente a las vidrieras laterales que flanqueaban la puerta principal, por esta razón no estaban protegidas con cortinas o persianas. Los paños emplomados -mosaicos geométricos de cristal transparente, verde, rojo y ámbar- brillaban suavemente como joyas.
Cogí una chaqueta de cuero negro con cremallera del armario colgador. Iba a salir después de oscurecer, y aunque fuera un día apacible de marzo, la costa central de California puede volverse fría cuando el sol se pone.
Cogí del estante del armario una gorra en pico azul marino y me la puse calándomela bien en la cabeza. En la parte frontal, encima de la visera, con unas letras bordadas en color rubí, estaba escrito: Instrucción Secreta . Una noche, durante el otoño anterior, encontré la gorra en Fort Wyvern, la base militar nacional abandonada de Moonlight Bay. Era el único objeto que había en una habitación fresca y seca, de paredes de hormigón, en la tercera planta del sótano.
Aunque ignoraba lo que aquellas palabras bordadas podían significar, me lleve la gorra porque me intrigó.
Cuando me dirigí hacia la puerta principal, Orson gimió suplicante.
Me detuve y lo acaricié.
– Estoy seguro de que a papá le gustaría verte por última vez, colega. Estoy seguro. Pero no hay sitio para ti en un hospital.
Sus ojos directos y negros como el carbón centellearon. Hubiera jurado que su mirada rebosaba pena y comprensión. Quizá porque lo miraba a través de las lagrimas que estaba reprimiendo.
Mi amigo Bobby Halloway dice que tiendo a antropomorfizar a los animales, que les atribuyo cualidades y actitudes humanas que en realidad no poseen.
Quizás es así porque los animales, a diferencia de algunas personas, siempre me han aceptado como soy. Los ciudadanos de cuatro patas de Moonlight Bay poseen una comprensión de la vida más compleja -así como también más bondad- que algunos de mis vecinos.
Bobby me dice que atribuir cualidades humanas a los animales, sin considerar mi experiencia con ellos, es un signo de inmadurez. Y yo le digo a Bobby que se joda.
Consolé a Orson acariciando suavemente su brillante pelambre y rascándole detrás de las orejas. Estaba muy tenso. Irguió dos veces la cabeza para escuchar atentamente sonidos que yo no podía oír, como si presintiera una vaga amenaza, algo aún peor que la pérdida de mi padre.
Entonces todavía no había visto nada sospechoso en la muerte inminente de mi padre. El cáncer sólo era un destino, no un asesinato, a menos que quieras presentar cargos criminales contra Dios.