En dos años había perdido a mis padres mi madre había muerto cuando contaba tan sólo cincuenta y dos años y ahora mi padre, a los cincuenta y seis, yacía en su lecho de muerte… bueno, en todo esto residía el infortunio que me había acompañado literalmente desde mi concepción.
Más tarde iba a descubrir la razón del nerviosismo de Orson ; una buena razón para preguntarse si había presentido la oleada de problemas que nos venía encima.
Bobby Halloway se hubiera reído de esto despectivamente y hubiera dicho que estaba haciendo algo peor que asignar sentimientos humanos a ese perro bastardo, porque le atribuía actitudes superhumanas. Yo le hubiera dado la razón, y luego le hubiera dicho a Bobby que se jodiera bien.
Seguí acariciando y rascando a Orson hasta que sonó un bocinazo en la calle, luego, casi al mismo tiempo, volvió a sonar ante la puerta.
Sasha había llegado.
A pesar de la crema solar, me subí el cuello de la chaqueta para protegerme más.
Cogí un par de gafas de sol de la mesa del recibidor estilo Stickley situada debajo del cuadro Amanecer de Maxfield Parrish.
Con la mano en el pomo de la puerta de cobre labrado, me volví otra vez hacia Orson .
– Todo irá bien.
Lo cierto es que no sabía como íbamos a salir adelante sin mi padre. Era nuestra ligazón con el mundo de la luz y con la gente del día.
Y aún más, mi padre me quería como nadie en el mundo podría quererme, como sólo un padre puede querer a un hijo deficiente. Me comprendía como quizá nadie me comprendería jamás.
– Todo irá bien -repetí.
El perro lanzó una mirada solemne y complacida, casi con compasión, como si supiera que estaba mintiendo.
Abrí la puerta principal y cuando salí al exterior me puse las gafas de sol. Los lentes eran especiales, de protección total contra los rayos ultravioleta.
Los ojos eran mi punto de mayor vulnerabilidad. No podía correr ningún riesgo.
El Ford Explorer verde de Sasha estaba ante la entrada, con el motor en marcha y ella al volante.
Cerré la puerta de casa y eché la llave. Orson no intentó salir tras de mí.
Se había levantado una brisa procedente del oeste: un soplo que se dirigía tierra adentro con el olor opresivo y astringente del mar. Las hojas de los robles murmuraban como si se transmitieran secretos de rama en rama.
Sentí una opresión en el pecho, como siempre sucedía cuando me aventuraba a la luz del día. El síntoma era psicológico; no obstante, me impresionaba.
Cuando bajé los escalones del porche y caminé por las baldosas hacia la entrada, me sentí abrumado. Igual que un buzo en las profundidades del mar con un traje presurizado con un mundo de agua encima de la cabeza.
Cuando entré en el Explorer, Sasha me dijo sosegadamente:
– Hola, Snowman.
– Hola.
Me coloqué el cinturón de seguridad cuando Sasha puso la marcha atrás.
Miré hacia la casa a través de la visera de la gorra y mientras nos alejábamos me pregunté cómo me parecería cuando la viera la próxima vez. Presentía que cuando mí padre abandonara este mundo, todas las cosas que le habían pertenecido me iban a parecer más míseras y empequeñecidas porque ya no estarían tocadas por su espíritu.
Es un edificio del período Craftsman, dentro de la tradición Green and Green: piedra vista aplicada con un mínimo de mortero, tablas de forro de cedro blanqueadas por el clima y el paso del tiempo, de líneas modernas pero en absoluto artificiales o insustanciales, plenamente integrado en el entorno y de aspecto formidable. Después de las recientes lluvias del invierno, las líneas bien definidas del tejado de pizarra se habían suavizado con una verde colcha de liquen.
Cuando salimos a la calle, me pareció ver una sombra junto a una de las ventanas de la sala de estar, al fondo del porche, y la cara de Orson en el cristal, con las patas en el antepecho.
– ¿Cuánto tiempo hace que no salías? -me preguntó Sasha mientras nos alejábamos de la casa.
– ¿A la luz del día? Nueve años.
– Novena a la oscuridad.
También escribía canciones.
– Maldita sea, Goodall, no te pongas poética conmigo.
– ¿Qué sucedió hace nueve años?
– Apendicitis.
– Ah. Cuando estuviste a punto de morir.
– Sólo la muerte me saca a la luz del día.
– Pero te ha quedado una cicatriz muy sexy -dijo ella.
– ¿Tú crees?
– Me gusta besarla, ¿no es cierto?
– Siempre me he preguntado por qué.
– Tu cicatriz me conmueve profundamente -aclaró ella- Podrías haber muerto.
– No lo hice.
– La beso como si dijera una oración de acción de gracias. Porque estás conmigo.
– O porque te excita sexualmente la deformidad.
– Huevón.
– Seguro que tu madre no te enseño este lenguaje.
– Fueron las monjas de la escuela parroquial.
– ¿Sabes lo que quiero? -dije.
– Hace casi dos años que estamos juntos. Sí, creo que sé bien lo que quieres.
– Quiero que nunca interrumpas mi inercia.
– ¿Por qué debería hacerlo? -inquirió.
– Exacto.
A pesar de la armadura de ropa y loción, detrás de las sombras que protegían mis sensibles ojos de los rayos ultravioleta, me acobardaba percibir el día a mi alrededor. Me sentía como una frágil cáscara de huevo sobre la que se ha hecho presión.
Sasha era consciente de mi gran desasosiego, pero hacía ver que no se daba cuenta. Para distraerme de la amenaza y de la infinita hermosura del mundo iluminado por el sol, hizo lo que hace tan bien y es típico de Sasha.
– ¿Donde estarás después? -me pregunto- Cuando todo haya pasado.
– En el supuesto que pase. Las cosas podrían ser peor.
– ¿Dónde estarás cuando yo esté en el aire?
– Pasada medianoche probablemente con Bobby.
– Procura que conecte la radio.
– ¿Vas a responder peticiones esta noche? -quise saber.
– No tienes que llamar. Sé lo que necesitas.
Al llegar a la siguiente esquina giró el Explorer a la derecha y se metió en Ocean Avenue. Condujo colina arriba, alejándose del mar.
Frente a las tiendas y restaurantes en las anchas aceras, pinos Stone de veinticinco metros extendían los brazos de las ramas hasta el otro lado de la calle. En el pavimento se dibujaban luces y sombras.
Moonlight Bay, el hogar de doce mil personas, se eleva desde el puerto y la llanura hasta unas suaves hileras de colinas. La mayor parte de guías de California llaman a nuestra ciudad «La Joya de la Costa Central», sobre todo porque en los programas de la Cámara de Comercio se le ha dado siempre una amplia difusión.
La ciudad se ha ganado el nombre por muchas razones, entre ellas y no exenta de importancia por la abundancia de árboles. Espléndidos robles con guirnaldas centenarias. Pinos, cedros, palmeras fénix. Extensas arboledas de eucaliptos. Mis favoritos son los grupos de delicados melaleuca luminaria que en primavera se cubren con brotes que parecen estolas de armiño.
Debido a nuestra relación, Sasha había aplicado una película protectora a las ventanillas del Explorer. A pesar de todo, el paisaje poseía un brillo muy superior al que yo estaba habituado.
Deslicé las gafas de sol hasta la nariz y mire por encima de la montura.
Las agujas de los pinos hilvanaban un elaborado y oscuro encaje de un admirable azul púrpura, el cielo de la tarde brillaba con misterio y un reflejo de su contorno fluctuaba a través del parabrisas.
Me volví a colocar las gafas rápidamente en su sitio, no tanto para protegerme los ojos como porque de pronto sentí vergüenza de estar gozando de aquella extraordinaria jornada a la luz del día cuando mi padre yacía en su lecho de muerte.
Sasha conducía a prudente velocidad, sin detenerse apenas en los cruces sin tráfico.
– Te acompañare -dijo.
– No es necesario.
El profundo desasosiego de Sasha ante médicos, enfermeras y todo lo relacionado con la medicina, rayaba la fobia. Estaba convencida de que viviría siempre, tenía una gran confianza en el poder de las vitaminas, minerales, antioxidantes, pensamientos positivos, y las técnicas para sanar el cuerpo y la mente. Pero cuando iba de visita a un hospital, la convicción de que iba a evitar el destino del género humano se esfumaba temporalmente.
– Creo que debería acompañarte. Aprecio a tu padre -repuso.
Su aparente tranquilidad fue traicionada por un temblor en la voz, y a mi me conmovieron sus deseos de acompañarme precisamente a donde mas odiaba ir.
– Prefiero estar a solas con él, nos queda poco tiempo.
– ¿De verdad?
– De verdad. Escucha, he olvidado dejarle la comida a Orson ¿Podrías volver a casa y ocuparte tu?
– Sí -contestó aliviada de tener una tarea que hacer-. Pobre Orson. Él y tu padre eran buenos camaradas.
– Juraría que lo sabe.
– Seguro. Los animales saben estas cosas.
– Especialmente Orson.
Desde la Ocean Avenue, giró a la izquierda por Pacific View. El Mercy Hospital estaba a dos manzanas.
– Estará bien -dijo.
– No lo demuestra demasiado, a su manera está afligido.
– Le daré muchos abrazos y caricias.
– Papá era su conexión con el día.
– Ahora seré yo su conexión -prometió ella.
– No puede vivir exclusivamente en la oscuridad.
– Me tiene a mí, yo nunca voy a ningún sitio.
– ¿No? -pregunté.
– Estará bien.
En realidad no estábamos hablando solo de un perro.
El hospital es un edificio de tres plantas de estilo mediterráneo californiano construido en otra época cuando este término no hacia pensar en una arquitectura de folleto y una construcción barata. Las típicas ventanas llevan molduras de bronce. Las habitaciones de la planta baja están cubiertas por galerías con arcos y columnas de piedra caliza.
Enredaderas leñosas de antiguas buganvillas cubren los techos y algunas columnas de la galería. Aquel día, aunque faltaban todavía dos semanas para la llegada de la primavera, de los aleros colgaban cascadas de flores carmesí y púrpura brillante.
Durante unos segundos, me deslice las gafas hasta la nariz y gocé de aquella fiesta de color.
Sasha se detuvo ante una entrada lateral.
Cuando me liberé del cinturón de seguridad, apoyó una mano en mi brazo y me lo apretó suavemente.
– Llámame al móvil cuando quieras volver.
– Me quedaré hasta la puesta de sol. Volveré paseando.
– Si lo prefieres así…