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– Sí, lo prefiero.

De nuevo deslice las gafas hasta la nariz, esta vez para ver a Sasha Goodall como nunca la había visto antes. A media luz, sus ojos grises eran claros y profundos, como lo eran ahora a la luz del día. Sus espesos cabellos caoba, con aquella luz, brillan como el vino en el cristal, pero brillan mucho más bajo la caricia del sol. Su piel blanca y aterciopelada está salpicada de unas tenues pecas, cuyas formas conozco tan bien como las constelaciones en cada cuadrante del cielo nocturno, en todas las estaciones.

Sasha, con un dedo, me volvió a colocar en su sitio las gafas de sol.

– No hagas locuras.

Soy un ser humano. Y los seres humanos hacemos locuras.

Pero si me quedara ciego, la visión de su rostro me sostendría en la permanente oscuridad.

Me incliné sobre el tablero y la besé.

– Hueles a coco -dijo.

– Eso intento.

La bese de nuevo.

– No deberías quedarte aquí afuera -añadió con firmeza.

El sol, encima del mar desde hacia media hora, brillaba con un color naranja intenso, un perpetuo holocausto termonuclear a ciento cuarenta millones de kilómetros de distancia. El Pacífico, por su parte, había adquirido una tonalidad de cobre fundido.

– Vamos, chico de coco. Vete.

Bien protegido, como el hombre elefante, salí del Explorer y corrí hacia el hospital con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta de cuero.

Me volví. Sasha me estaba mirando. Me dirigió un gesto con los pulgares.

3

Cuando entré en el hospital, Angela Ferryman me estaba esperando en el corredor. Era enfermera de la tercera planta, trabajaba en el turno de tarde y había bajado a recibirme.

Angela era una mujer hermosa, de carácter dulce, que rozaba la cincuentena, extremadamente delgada y muy pálida, como si su dedicación a la enfermería fuera tan brutal que, según los crueles términos de un pacto diabólico, tuviera que entregarse a sí misma para asegurar la recuperación de sus pacientes. Daba la sensación de que sus muñecas eran demasiado frágiles para el trabajo que realizaba y se movía con una ligereza y una rapidez tales que podía creerse que tenía los huesos huecos como los de las aves.

Apagó las placas fluorescentes del techo del corredor. Luego me abrazó.

Cuando padecí las enfermedades típicas de la infancia y la adolescencia -paperas, gripe, varicela- como no me podían tratar fuera de casa, Angela era la enfermera encargada de venir a cuidarme a diario. Sus impetuosos y descarnados abrazos eran tan esenciales en su trabajo como los depresores de la lengua, los termómetros y las jeringas. Sin embargo aquel abrazo, en lugar de reconfortarme, me asustó.

– ¿Cómo está? -pregunté.

– Está bien, Chris. Todavía aguanta. Creo que lo hace por ti.

Me dirigí hacia las escaleras de emergencia. Cuando la puerta de la caja de la escalera se cerró a mis espaldas, Angela volvió a conectar las luces del corredor de la planta baja.

La caja de la escalera no tenía una iluminación peligrosa. Con todo, subí apresuradamente y no me quite las gafas de sol.

Al final de las escaleras, en el corredor del tercer piso, me esperaba Seth Cleveland. Era el médico de mi padre y también uno de los míos. Aunque es un hombre alto, con unos hombros tan redondos y macizos como para aguantar los arcos de la galería del hospital, se comporta contigo de tal manera que no te abruma. Se mueve con la gracia de un hombre mucho más pequeño y su voz es como la del osito de un cuento.

– Le estamos medicando para el dolor -dijo el doctor Cleveland mientras apagaba las placas fluorescentes del techo-, así es que va y viene. Cada vez que recupera el conocimiento pregunta por ti.

Me quité las gafas, las guardé en el bolsillo de la camisa y corrí por el amplio corredor pasando ante las habitaciones donde otros pacientes, con todo tipo de dolencias, en todos los estadios de la enfermedad, yacían inconscientes o estaban incorporados ante la bandeja con la cena. Los que vieron apagarse las luces del corredor se preguntaban la razón y hacían una pausa en la comida para verme pasar frente a sus puertas abiertas.

En Moonlight Bay soy una celebridad a regañadientes. De los doce mil residentes y los cerca de tres mil estudiantes del Ashdon College, una institución privada de humanidades, situada en la zona más alta de la ciudad, posiblemente soy la única persona cuyo nombre conoce todo el mundo. Debido a mi vida nocturna, sin embargo, no todos mis conciudadanos me han visto.

Mientras atravesaba el vestíbulo, la mayoría de enfermeras y auxiliares de enfermería pronunciaron mi nombre o se acercaron.

Creo que lo hicieron no porque sintieran una especial atracción hacia mi persona, o porque apreciaran a mi padre -de hecho todo aquel que lo conocía lo apreciaba-, sino porque eran profesionales competentes y yo era el más profundo objeto de su genuino deseo de prodigar buenos cuidados. Durante toda mi vida los he necesitado, aunque estoy tan fuera de sus posibilidades de curarme como de las de cualquiera.

Mi padre estaba en una habitación semiprivada, pero en ese momento el otro paciente no ocupaba la cama.

Me detuve dudando en el umbral. Luego, con un profundo suspiro que no me dio fuerzas, entré y cerré la puerta detrás de mí.

Los listones de las cortinas venecianas estaban cerrados. En el extremo de cada tiro, el luminoso blanco del marco de las ventanas irradiaba la luz anaranjada del sol de la última media hora del día.

En la cama más próxima a la entrada, mi padre era una forma oscura. Oí su débil respiración. Y cuando le hablé, no respondió.

Un electrocardiógrafo lo controlaba, para no molestarle, habían silenciado la señal auditiva, el latido de su corazón se traducía en una línea de luz verde puntiaguda en un tubo de rayos catódicos.

Tenía el pulso rápido y débil. Cuando lo comprobé, pasó por un breve período de arritmia que me asusto, antes de estabilizarse otra vez.

Debajo de los cajones de la mesilla de noche había un mechero de butano y un par de velas de baya del árbol de la cera, de unos siete centímetros de diámetro, en unas copas de cristal. El personal médico fingió no darse cuenta de la presencia de estos objetos.

Puse las velas sobre la mesilla de noche.

Debido a mis limitaciones, gozo de estas dispensas de las reglas del hospital. De otro modo, hubiera tenido que sentarme en la más absoluta oscuridad.

Violando las reglas contra el fuego, presione el mechero y encendí la llama de una mecha. Luego la de la otra.

Quizá mi extraña celebridad me permita otras licencias. No se puede sobreestimar el poder de la celebridad en los actuales Estados Unidos.

Bajo la proyección de la temblorosa luz, el rostro de mi padre emergió de la oscuridad. Tenía los ojos cerrados y respiraba con la boca abierta.

No se estaban haciendo grandes esfuerzos para mantenerlo con vida, ningún inhalador le ayudaba a respirar.

Me quite la chaqueta y la gorra Instrucción Secreta y las deje en la silla dispuesta para los visitantes.

Me senté junto a su lecho, en el lado mas alejado de las velas, y cogí su mano con la mía. Tenía la piel fría y tan fina como el pergamino. Unas manos huesudas. Las uñas amarillas, agrietadas, como nunca lo habían estado.

Se llamaba Steven Snow y era un gran hombre. Nunca había ganado una guerra, o emitido una ley, nunca compuso una sinfonía ni escribió una novela famosa, como quiso hacer en su juventud, pero era más grande que cualquier general, político, compositor o novelista premiado que nunca haya vivido.

Era grande porque era bondadoso. Era grande porque era modesto, amable, risueño. Estuvo casado con mi madre durante treinta años, y durante ese largo trayecto lleno de tentaciones, le había permanecido fiel. Su amor por ella había sido tan vivo que nuestra casa, apenas iluminada en la mayoría de las habitaciones, brillaba en todo aquello que importaba. Profesor de literatura en Ashdon -donde mama había sido profesora en el departamento de ciencias-, papa era tan apreciado por sus alumnos que muchos seguían en contacto con el durante décadas después de dejar su clase.

Aunque mi enfermedad había condicionado muchísimo su vida prácticamente desde el día en que nací, cuando apenas contaba veintiocho años, jamás me hizo sentir que lamentaba su paternidad o que yo era para él algo más que una fuente inagotable de orgullo y alegría. Vivió con dignidad y sin lamentarse y nunca dejó de celebrar que estaba a buenas con el mundo.

Una vez fue un hombre fuerte y apuesto. Ahora su cuerpo se había encogido y tenía el rostro gris y macilento. Parecía mucho mayor de cincuenta y seis años. El cáncer se le había extendido desde el hígado al sistema linfático y de ahí a otros órganos, hasta dejarlo completamente acribillado. En su lucha por sobrevivir, había perdido la mayor parte de sus espesos cabellos blancos.

En el monitor, la línea verde empezó a hacer picos y a avanzar erráticamente. La mire con temor.

La mano de mi padre apretó débilmente la mía.

Cuando volví a mirarlo, sus ojos azul zafiro estaban abiertos y clavados en mí, más fijos que nunca.

– ¿Agua? -pregunte, porque últimamente siempre estaba sediento, seco.

– No, estoy bien -contesto, aunque parecía tener sed, con una voz que apenas fue un murmullo.

No supe que decir.

Durante toda mi vida, nuestra casa había estado llena de conversación. Mi padre, mi madre y yo hablábamos de novelas, viejas películas, de las tonterías de los políticos, de poesía, música, historia, ciencia, religión, arte, y de las lechuzas y ciervos voladores y mapaches y murciélagos y cangrejos de mar y otras criaturas que compartían la noche conmigo. Nuestro método iba desde los coloquios serios acerca de la condición humana al frívolo chismorreo sobre nuestros vecinos. En la familia Snow, ningún programa de ejercicio físico fuera lo enérgico que fuera, se consideraba adecuado si no incluía un ejercicio diario de la lengua.

Y ahora, cuando más necesitaba abrir mi corazón a mi padre, me había quedado mudo.

Sonrió como si comprendiera mi apuro y apreciara la ironía de aquella situación.

Luego la sonrisa desapareció. Su rostro, fatigado y amarillento, se demacró aun mas. Se había deteriorado tanto que cuando una corriente de aire agitó la llama de las velas, su rostro apenas parecía más consistente que un reflejo que flotara en la superficie de un estanque.

La luz dejo de parpadear y pensé que mi padre había entrado en la agonía, pero cuando habló su voz revelaba más pesadumbre que dolor.

– Lo lamento, Chris. Maldita sea, lo lamento.

5
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