La casa de estilo Nantucket, con tejas de madera oscura y porches blancos, parece haber sido desplazada cuatro mil quinientos kilómetros por un movimiento de tierras del continente para venir a descansar aquí, en las colinas de California sobre el Pacífico. Cuando te aproximas, la casa, con el patio que da a una extensión de tierra de media hectárea en la que crecen los pinos, emana la gracia, el encanto y el calor de la familia que habita entre sus muros.
Todas las ventanas estaban a oscuras, pero dentro de poco aparecería una luz en alguna de ellas. Rosalina Ramírez se levanta temprano para prepararle el desayuno a su hijo, Manuel, que pronto volverá de la guardia doble, siempre que no se haya retrasado debido al papeleo provocado por la muerte del jefe Stevenson. Como era mejor cocinero que su madre, Manuel hubiera preferido prepararse él mismo el desayuno, pero comía lo que ella le preparaba y lo agradecía. Rosalina todavía estaba durmiendo; tenía un dormitorio grande que antes pertenecía a su hijo, pero que dejó de utilizar después del fallecimiento de su esposa cuando dio a luz a Toby.
Junto al patio trasero, a juego con la casa y con las ventanas con postigos blancos, hay un pequeño granero con el tejado a la holandesa. Como la propiedad se encuentra en el extremo sureste de la ciudad, da acceso a inclinados senderos y a las colinas. El antiguo propietario tenía establos para caballos en el granero. Ahora es un estudio en el que Toby Ramírez trabaja el vidrio.
Cuando me aproximaba a través de la niebla, vi un tenue brillo detrás de unas ventanas. A veces Toby se despierta mucho antes del amanecer y se va a su estudio.
Apoyé la bicicleta contra la pared del granero y me dirigí a la ventana más próxima. Orson apoyó una pata en el antepecho de la ventana y escudriñó el interior.
Cuando voy a visitar a Toby, normalmente no acudo al estudio. Los paneles fluorescentes del techo brillan demasiado. Y como el cristal de boro silicato se trabaja a temperaturas superiores a los doscientos grados Fahrenheit, emite gran cantidad de luz que si puede dañar los ojos de otros, más dañaría los míos. Si Toby esta trabajando apaga las luces y sale a charlar un rato.
Ahora llevaba puestas unas gafas protectoras con lentes de didimio y estaba en su silla de trabajo ante la mesa de vidriero, frente al quemador Fisher Multi-Flame. Acababa de dar forma a un bonito vaso con aspecto de pera con cuello largo que todavía estaba tan caliente que emitía un resplandor rojo y dorado; ahora lo estaba templando.
Cuando se saca repentinamente de una llama una pieza de vidrio, se enfría con tanta rapidez que se rompe. Para evitarlo, debe templarse, es decir, enfriarla por etapas.
La llama se alimenta con gas natural mezclado con oxigeno puro de un tanque presurizado que está sujeto con una cadena a la mesa de vidriero. Durante el proceso de templado, Toby va suministrando oxigeno y va reduciendo gradualmente la temperatura, dando a las moléculas el tiempo suficiente para estabilizarse.
Como el trabajo del vidrio alberga muchos peligros, hay gente en Moonlight Bay que piensa que es una irresponsabilidad por parte de Manuel permitir a su hijo discapacitado practicar este trabajo de artesanía. Algunos incluso predicen horribles catástrofes que esperan con impaciencia.
Al principio, el primero en oponerse al sueño de Toby era Manuel. Durante quince años, el granero había servido de estudio para el hermano mayor de Carmelita, Salvador, artesano vidriero de primera categoría. Cuando era niño, Toby se pasaba las horas al lado de su tío Salvador, observando su trabajo, y en raras ocasiones se ponía unos mitones para trasladar un jarrón o un cuenco al horno de templado. Parecía que pasaba todas esas horas en un estado de estupefacción, con una mirada estúpida y una sonrisa vacía, pero en realidad estaba aprendiendo sin que le enseñaran directamente. El muchacho discapacitado demostró una paciencia sobrehumana. Toby se sentaba allí día tras día, año tras año, mirando y aprendiendo lentamente. Cuando Salvador falleció hace dos años, Toby -que entonces solo contaba catorce años- le pidió a su padre continuar el trabajo del tío. Manuel no se tomó en serio la petición e intentó, con buenas palabras, desanimar a su hijo de lo que el consideraba un sueño imposible.
Una mañana, antes del amanecer, encontró a Toby en el estudio. En un extremo de la mesa de trabajo, ante la parte superior del Ceramfab resistente al fuego, había un cisne. Junto al cisne, un jarrón recién formado y templado en el que había introducido una mezcla calculada de impurezas compatibles que proporcionaba al cristal unos misteriosos remolinos azul medianoche con un brillo plateado como de estrellas. Manuel se dio cuenta de que la pieza era igual a los mas finos jarrones que Salvador había producido nunca y que Toby había templado una pieza sorprendente.
El muchacho había aprendido los aspectos técnicos del trabajo del vidrio de su tío y, a pesar de su retraso mental, conocía los procedimientos adecuados para no hacerse daño. La magia de la genética también tuvo algo que ver porque poseía un talento que no podía aprenderse. No era un mero artesano sino un artista y no solo un artista, sino quizás un idiota sabio al que la inspiración del artista y las técnicas del artesano le llegaban con la misma facilidad que las olas a la orilla de la playa.
Tiendas de objetos de regalo de Moonlight Bay, de Cambria, y más al norte como Carmel, compraban todo el cristal que producía Toby. En unos años podía ser autosuficiente.
A veces la naturaleza lanza un hueso a aquellos a quienes ha mutilado. Prueba de ello es mi habilidad para componer frases y párrafos con cierta facilidad.
Ahora, en el estudio, la luz naranja brillaba y se hinchaba desde la llama larga y espesa del templado. Toby giró con cuidado el jarrón para que el fuego lo bañara uniformemente.
Con su cuello grueso, los hombros redondeados, los brazos cortos desproporcionados y las piernas torcidas, parecía un gnomo del cuento contemplando el fuego en las profundidades de la tierra. Con las cejas oblicuas y gruesas, el puente de la nariz achatado, las orejas demasiado bajas en una cabeza demasiado pequeña para el cuerpo, sus rasgos suaves y el pliegue del epicanto de los ojos le daban un aspecto de ensoñación perpetua.
Sin embargo, en la alta silla de trabajo, girando el vidrio en la llama, ajustando el flujo de oxigeno con intuitiva precisión, el rostro brillando bajo los reflejos de la luz, los ojos ocultos tras las gafas protectoras, Toby no dejaba traslucir su discapacidad, no hacía nada que dejara entrever su condición. Por el contrario, contemplado en su elemento, en el acto de la creación, aparecía exaltado.
Orson resopló alarmado. Retiró las patas de la ventana y se alejó del estudio.
Cuando me volví vi la sombra de una figura que cruzaba el jardín y venía hacia nosotros. A pesar de la niebla y de la oscuridad, lo reconocí enseguida por su manera de caminar. Era Manuel Ramírez: el padre de Toby, el número dos en el Departamento de Policía de Moonlight Bay, pero ahora temporalmente elevado de categoría por el fallecimiento de su jefe.
Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta. Y cerré la derecha al rededor de la Glock. Manuel y yo éramos amigos. No me sentiría bien apuntándolo con el arma y no hubiera sido capaz de dispararle. A menos que ya no fuera Manuel. A menos que, como Stevenson, se hubiera convertido en otro.
Se detuvo a ocho o diez pasos de nosotros. A la luz de la llama que emitía un brillo naranja, próxima a la ventana, observé que Manuel llevaba su uniforme caqui. Aunque tenía los pulgares metidos en el cinturón, hubiera podido sacar la pistola al menos con tanta rapidez como yo la Glock del bolsillo.
– ¿Ya has acabado el turno de guardia? -pregunté, aunque sabía que no era así.
– Espero que no quieras una cerveza, tamales y Jackie Chan a estas horas -dijo en lugar de responder a mi pregunta.
El rostro de Manuel, demasiado arrugado para sus cuarenta años, tenía habitualmente una expresión amistosa. Hasta bajo la luz de ese Halloween, su sonrisa seguía siendo contagiosa y segura. Desde donde me encontraba, la única luminosidad que vi en sus ojos fue el reflejo de la luz procedente de la ventana del estudio. Claro está que el reflejo podía enmascarar las mismas fluctuaciones efímeras de brillo animal que vi en los de Lewis Stevenson.
Orson se había adelantado pero permanecía a la expectativa.
Manuel no mostraba la rabia y la energía de Stevenson. Como siempre, su voz era suave, casi musical.
– No viniste a la comisaría después de tu llamada.
– Sí fui -repuse tras haber decidido decir la verdad.
– Cuando me telefoneaste estabas cerca -apuntó.
– A una manzana. ¿Quién es el tipo calvo con el pendiente?
Manuel meditó antes de responder y siguió mi decisión de responder con la verdad.
– Se llama Cari Scorso.
– ¿Quién es?
– Una basura. ¿Cuánto hace que has empezado todo esto?
– Ahora.
Se quedó en silencio, incrédulo.
– He empezado una cruzada -admití-, pero sé cuándo me han derrotado.
– Esto es nuevo, Chris Snow.
– Aunque pudiera ponerme en contacto con las autoridades de fuera o con los medios de comunicación, no comprendo la situación lo suficiente como para convencerles de nada.
– Y no tienes pruebas.
– Nada importante. De todos modos creo que no podría hacer el contacto. Si pudiera traer a alguien a investigar, no creo que yo o alguno de mis amigos quedase con vida para cuando llegara. Manuel no contestó, pero su silencio fue la respuesta que necesitaba.
Podía seguir siendo un fan del béisbol. Podía seguir gustándole la música country y Abbott y Costello. Y saber tanto sobre las limitaciones humanas y seguir sintiendo la mano del destino como antes. Hasta podía seguir queriéndome, pero ya no era mi amigo. No hubiera sido capaz de dispararme, pero podía encargar a otro que lo hiciera por él.
El corazón se me llenó de tristeza y sentí un desaliento próximo a la náusea.
– Todo el departamento de policía está implicado, ¿no es cierto?
La sonrisa desapareció de su rostro. Parecía cansado.
Cuando en su rostro apareció aquella expresión de fatiga, intuí que iba a decirme más de lo que debiera. Atrapado en un sentimiento de culpabilidad, no podría mantener ocultos todos sus secretos.
Hasta sospeché que una de sus revelaciones tendría que ver con mi madre. Estaba tan poco dispuesto a escucharlo, que estuve a punto de marcharme. Sólo a punto.