Al otro lado del pórtico de la entrada, junto a la pared de cemento de color parduzco de lo que debió de ser una cámara de descompresión, encontré la maleta de mi padre. La que dejé en el garaje del hospital.
No estaba cuando había pasado por allí hacía cinco minutos.
Me aproxime a la maleta y busque con la luz de la linterna a mi alrededor. No había nadie.
Orson husmeó la maleta y yo volví a su lado. Cuando levanté la maleta, era tan ligera que pensé que estaba vacía, pero escuché un ruidito en su interior.
Al ir a abrirla el corazón se me encogió: podía encontrar un par de ojos dentro. Para superar la horrible visión, imaginé el rostro encantador de Sasha y el corazón volvió a latir.
Cuando abrí la tapa, la maleta sólo parecía contener aire. Las ropas, los objetos de aseo, los libros de bolsillo y demás efectos habían desaparecido.
Entonces vi la fotografía en un rincón de la maleta. La instantánea de mi madre que había prometido incinerar con el cuerpo de mi padre.
Iluminé el retrato con la linterna. Estaba preciosa y sus ojos tenían el brillo de la inteligencia.
Vi en su rostro ciertos rasgos de mi semblante que me hicieron comprender por qué Sasha, a pesar de todo, me mira con buenos ojos. En el retrato mi madre estaba sonriendo y su sonrisa era como la mía.
Orson quería ver la fotografía y se la enseñé. Durante unos segundos su mirada se deslizó por la imagen. El suave gemido que emitió cuando apartó la vista de su rostro, fue la esencia de la tristeza.
Orson y yo somos hermanos. Yo soy el fruto del corazón y el seno de Wisteria. Orson es el fruto de su mente. No compartimos la misma sangre, pero compartimos cosas más importantes que la sangre.
Orson volvió a gemir.
– Muertos y enterrados -dije con firmeza, centrado en el futuro que ahora iba a venir con el día.
Dirigí una última mirada a la fotografía y me la guardé en el bolsillo.
Sin dolor, sin desespero. Sin autocompasión.
De cualquier modo mi madre no está del todo muerta. Vive en mí y en Orson y quizás en otros como Orson.
A pesar de los crímenes contra la humanidad de los que mi madre podría ser acusada, vive en nosotros, vive en el hombre elefante y en su extraño perro. Y con la debida humildad, creo que para nosotros es bueno estar en el mundo. No somos los malos.
– Gracias -dije mientras abandonaba el lugar, dirigiéndome a quien me había dejado la fotografía. Aunque no sabía si podía oírme, consideraba que sus intenciones habían sido buenas.
Arriba, fuera del hangar, la bicicleta me estaba esperando en el mismo sitio donde la había dejado. Las estrellas también.
Me alejé pedaleando a buen ritmo de la Ciudad Muerta y recorrí el camino de vuelta hacia Moonlight Bay donde la niebla -y algo más- me esperaban.