– Tú…
Obviamente sabía lo suficiente acerca de lo que estaba sucediendo en Fort Wyvern y en Moonlight Bay para responder a muchas, si no a todas, mis preguntas más urgentes. Pero no quise hablar con él. No pude hablar con él.
El Otro no debía de haber salido de la rectoría, todavía debía de estar ahí, escondido en la penumbra del ático. Aunque no creía que constituyera un serio peligro para mí o para Orson, sobre todo porque tenía la Glock, como no lo había visto no podía descartarlo como una amenaza. Tampoco quise buscarlo -o que me buscara- en aquel espacio claustrofóbico.
Claro que el Otro fue una mera excusa para salir de allí volando.
Lo que verdaderamente temía eran las respuestas que el padre Tom pudiera dar a mis preguntas. Porque aunque estaba dispuesto a escucharlas, no estaba preparado para ciertas verdades.
«Tú.»
Decía esa palabra con un odio desbordante, con una oscura emoción poco habitual en un hombre de Dios y en un hombre que siempre era amable y gentil. Transformó el simple pronombre en una denuncia y una blasfemia.
«Tú.»
Yo no había hecho nada para granjearme su enemistad. Yo no había dado la vida a esas desgraciadas criaturas que él se había comprometido a liberar. Yo no había formado parte del programa de Wyvern que había infectado a su hermana y posiblemente a él también. Lo cual significaba que no me odiaba a mí como persona, sino que me odiaba a causa de quien era.
¿Y quien era? ¿Quien era yo sino el hijo de mi madre?
Según Roosevelt Frost -y también el jefe Stevenson- había quienes me reverenciaban porque era hijo de mi madre, aunque todavía no los había conocido. Y por la misma causa era odiado.
Christopher Nicholas Snow, único hijo de Wisteria [7] Jane (Milbury) Snow, cuya madre le había puesto nombre de flor. Christopher, nacido de Wisteria, vino a este mundo demasiado brillante cerca del comienzo de la Década Disco. Nacido en una época de fascinación por las tendencias vulgares y la búsqueda de la frivolidad, cuando el país acababa de liquidar una guerra a duras penas y cuando el máximo temor lo constituía un mero holocausto nuclear.
¿Qué podía haber hecho mi brillante y querida madre para que se me reverenciara o se me insultara?
Tendido en el suelo del ático, atormentado por las emociones, el padre Tom Eliot conocía las respuestas al misterio y casi con total certeza las contestaría cuando hubiera recuperado su compostura.
En lugar de hacer la pregunta que subyacía en el centro de todo lo que había pasado aquella noche, me disculpe con voz temblorosa ante el sollozante cura.
– Lo siento Yo… Yo no debería haber venido. Dios. Escuche. Lo siento mucho. Por favor, discúlpeme. Por favor.
¿Qué había hecho mi madre?
No pregunté.
No pregunté.
Si hubiera empezado a responder a la pregunta que no había planteado, me hubiera tapado los oídos con las manos.
Llamé a Orson y me lo llevé del lado del cura, al laberinto, caminando tan rápido como pude. Los estrechos corredores se torcían y se ramificaban de tal manera que no parecía que estuviera en un ático, sino en una red de catacumbas. En algunos lugares la oscuridad era casi total, pero, como es sabido, soy el chico de la oscuridad y para mí nunca ha sido un impedimento. Llegamos rápidamente a la puerta abierta de la trampilla.
Aunque Orson había subido por la escalera, escudriño los peldaños descendentes con ansiedad y dudó antes de encontrar el camino al rellano de abajo. Hasta para un acróbata de cuatro patas, bajar una escalera empinada era mucho más difícil que subir por ella.
Debido a la gran cantidad de cajas grandes que se guardaban en el ático y a la cantidad de muebles que también se almacenaban, supuse que debía existir otra trampilla, mayor que la primera, con un sistema de poleas incorporado para subir y bajar objetos pesados al segundo piso. No quería buscarla, aunque no sabía como iba a bajar por la escalerilla del ático cargando con un perro de cuarenta kilos.
Desde el extremo más alejado de la gran habitación, el cura me estaba llamando.
– Christopher -su voz delataba remordimiento- Christopher, estoy perdido.
No quería decir que estaba perdido en su propio laberinto. Nada tan simple como eso, ni tan prometedor.
– Christopher, estoy perdido. Discúlpame. Estoy tan perdido.
Desde algún lugar de la penumbra llegó la voz de niño mono que no es de este mundo que pertenecía al Otro: esforzándose por hablar, desesperado por hacerse entender, lleno de anhelo y soledad, tan desolado como un campo de hielo ártico y, además, y peor aún, lleno de una esperanza temeraria hacia algo que jamás se haría realidad.
El lastimero gemido fue tan insoportable que obligó a Orson a bajar la escalera y ni siquiera necesité ayudarlo. Cuando estaba a medio camino del final, bajó dando un brinco los peldaños que lo separaban del rellano.
El diario del cura se me había deslizado del cinturón hasta los fondillos de los pantalones. Mientras bajaba la escalera, la fricción del libro en la base de la espina me hacía daño. Cuando llegué al pie, lo saqué y lo cogí con la mano izquierda mientras que con la derecha sostenía la Glock. Orson y yo corrimos juntos a través de la rectoría, pasamos junto al altar de la Santa Virgen, donde la vela se apagó por la corriente de aire que levantaba nuestro paso. Recorrimos apresuradamente el vestíbulo de la planta baja, atravesamos la cocina con sus tres relojes digitales verdes, cruzamos la puerta de atrás, el porche y salimos a la noche y a la niebla, como si escapáramos de la Casa de Usher momentos antes de que se desplomase y se hundiera en el profundo y húmedo lago.
Pasamos por la parte de atrás de la iglesia. Su formidable masa era un maremoto de piedra y mientras estuvimos en sus sombras nocturnas pareció que se encrespaba, se quebraba y nos trituraba.
Mire atrás dos veces. El cura no nos seguía. Y tampoco nadie más.
Imaginé por un momento que la bicicleta ya no estaría o la encontraría rota, pero estaba apoyada en la lápida, en el mismo sitio donde la había dejado. No se veían monos por ninguna parte.
No me detuve a hablar un poco con Noah Joseph James. En un mundo tan jodido como el nuestro, noventa y seis años de vida ya no parecían tan deseables como solo unas horas antes.
Tras guardarme la pistola en el bolsillo y meterme el diario dentro de la camisa, corrí con la bicicleta por una avenida entre hileras de tumbas, balanceándome en ella mientras avanzaba. Cubrí de un salto la curva hacia la calle, inclinándome sobre el manillar y, pedaleando con fuerza, me abrí paso como un taladro a través de la niebla, dejando atrás un túnel temporal en la revuelta bruma.
A Orson ya no le interesaba seguir el rastro de las ardillas. Estaba tan ansioso como yo de poner distancia entre nosotros y St. Bernadette.
Habíamos recorrido unas cuantas manzanas cuando empecé a comprender que no era posible escapar. El inevitable amanecer me restringía a los alrededores de Moonlight Bay y la locura de la rectoría de St. Bernadette la iba a encontrar en cada esquina de la ciudad.
Deseaba más que nada alejarme de una amenaza de la que nunca podría escapar, ni siquiera volando a la isla más remota o a la cima del mundo. Fuera donde fuera, llevaría conmigo lo que me producía miedo: la necesidad de saber. Ya no temía las respuestas que pudiera recibir cuando preguntara acerca de mi madre. Lo que temía de verdad eran las propias preguntas, porque su naturaleza, tanto si eran contestadas o no, cambiarían mi vida para siempre.
Desde un banco del parque, en la esquina de Palm Street y Grace Drive, Orson y yo contemplamos la escultura de una cimitarra de acero en equilibrio sobre un par de dados tumbados, tallados en mármol blanco, sobre una representación muy refinada de la Tierra, labrada en mármol azul, que a su vez se asentaba sobre un gran montículo de bronce fundido, que parecía un montón de caca de perro.
Esta obra de arte había estado en el centro del parque, rodeada por una fuente burbujeante, durante casi tres años. Nos sentábamos aquí muchas noches, comentando el significado de esta creación que nos intrigaba, nos incitaba y desafiaba, aunque no nos instruía particularmente.
Al principio creíamos que su significado era claro. La cimitarra representa la guerra o la muerte. Los dados tumbados, el destino La esfera de mármol azul, que es la Tierra, es el símbolo de nuestras vidas. Únelo todo y ya tienes una exposición de la condición humana, nuestra vida o muerte según los caprichos del destino, nuestras vidas en este mundo regladas por el frío azar. La caca de perro de bronce en la base es una repetición minimalista del mismo tema: la vida es una mierda.
A este primer análisis siguieron otros muchos. La cimitarra, por ejemplo, podía no ser una cimitarra después de todo, podía ser una luna creciente. Las formas como dados, terrones de azúcar. La esfera azul podía no ser nuestro planeta, sino una bola de bolos. Lo que las distintas formas simbolizan puede interpretarse de una infinidad de maneras aunque es imposible concebir el bronce fundido como otra cosa que no sea caca de perro.
Vista como Luna, terrones de azúcar o bola de bolos, la obra maestra puede interpretarse de este modo; nuestras mayores aspiraciones (alcanzar la Luna) no se pueden conseguir si castigamos nuestros cuerpos y agitamos nuestras mentes comiendo demasiados dulces. O si soportamos el dolor con mala cara al probar suerte con la bola con demasiada fuerza de torsión, cuando estamos desesperados por ganar la media partida. La caca de perro de bronce nos revela las últimas consecuencias de una mala dieta combinada con la obsesión por el juego de bolos: la vida es una mierda.
Hay cuatro bancos situados alrededor del extenso paso que rodea la fuente en la que esta la escultura. Y hemos visto la obra desde todas las perspectivas.
Las farolas del parque llevan un contador y se apagan a media noche para ahorrar fondos a la ciudad. La fuente también deja de echar agua. El suave chapoteo del agua ayuda a la meditación y nos gustaría que funcionara toda la noche, aunque no fuera xepero, también preferiría el parque a oscuras. La luz ambiental no sólo es suficiente, sino ideal para el estudio de la escultura, y una buena niebla espesa puede ayudar inconmensurablemente a tu apreciación de la visión del artista.
Antes de que se erigiera este monumento, en la parte central de la fuente y desde hacia más de cien años, había una simple estatua en bronce de Junípero Serra. Fue un misionero español que trabajó con los indios de California, hace dos siglos y medio: el hombre que estableció la red de misiones que ahora son edificios sobresalientes, tesoro público y atracción para turistas propensos a la historia.