El cura y su invitado parecían haberse desvanecido como por encanto.
Aunque me había quedado inmovilizado por el impacto que me había producido la voz desesperada del Otro, no estuve en el extremo de la fila de cajas mas de un minuto, probablemente medio minuto, después que la criatura se quedara en silencio Y ni el padre Tom ni su visitante se veían en el pasillo que tenía delante.
Silencio absoluto. No escuché ni el sonido de unos pasos. Ni ningún crujido, chasquido o palpitación de la madera que fuera diferente a los ruidos típicos de asiento.
Busque entre las cabrias hacia el centro del espacio, convencido por el extraño presentimiento de que los desaparecidos habían aprendido el truco de la inteligente araña, habían fabricado finísimas telarañas y se habían acurrucado formando gruesas bolas en las sombras que se extendían sobre mi cabeza.
Mientras me quedara junto a la pared de cajas, a mi derecha, tenía suficiente espacio para permanecer derecho. Elevándose de las guardacabias, a la izquierda, las cabrias muy inclinadas distaban seis u ocho pulgadas de mi cabeza. No obstante, cambie de posición y avance agachado a la defensiva.
La lámpara no propagaba una luz peligrosa y la pantalla cónica alejaba la luz, así que me acerqué al colchón para mirar de cerca lo que había allí. Con la punta del zapato, removí el montón de mantas, aunque no estaba seguro de lo que esperaba encontrar debajo porque lo que encontré fue un montón de nada.
No me preocupaba que el padre Tom bajara las escaleras y descubriera a Orson . Por un lado, no creía que hubiera acabado su trabajo en el ático. Además, mi experimentado chucho tendría la astucia callejera de ponerse a cubierto y esconderse hasta que escapar fuera más factible.
Pero si el cura bajaba, también podía plegar la escalera y cerrar la trampilla. Podía forzarla desde arriba y abrir la escalera, aunque casi con tanto ruido como hicieron Satán y sus conspiradores cuando los echaron del cielo.
En lugar de seguir ese corredor hasta la siguiente entrada al laberinto y arriesgarme a topar con el cura y el Otro en el camino que debían de haber tomado, di la vuelta y retrocedí por donde había venido, diciéndome que era conveniente tener los pies ligeros. Las tablas del suelo de madera tenían algunos huecos, y estaban ajustadas en lugar de clavadas a las vigas del suelo, así que fui virtualmente silencioso aun con las prisas.
Cuando di la vuelta al extremo de la hilera de cajas, el padre Tom emergió con un ruido sordo de las sombras donde yo había estado hacia uno o dos minutos. No iba vestido para decir misa ni para irse a la cama, sino que llevaba un chándal gris, sudado, como si hubiera estado haciendo ejercicios gimnásticos.
– ¡Tu! -exclamo amargamente cuando me reconoció, como si no fuera Christopher Snow sino el diablo Baal y hubiera salido del pentáculo de tiza de un conjuro, sin pedir primero permiso o sin poseer un pase exculpatorio.
El cura dulce, jovial, de buen carácter que yo había conocido estaba pasando unas vacaciones en Palm Springs y le había dejado las llaves de su parroquia a su diablo gemelo. Me pegó en el pecho con el extremo romo de un bate de béisbol, lo bastante fuerte como para hacerme daño.
Como hasta un xepero está sometido a las leyes de la física, el golpe me impulsó hacia atrás, tropecé con las guardacabias y me golpeé la parte de atrás de la cabeza con una cabria. No vi las estrellas, ni siquiera a un actor de gran carácter como M. Emmet Walsh o a Rip Torn, y si no hubiera sido por el amortiguador de mis tupidos cabellos a lo James Dean, me habría dejado fuera de combate.
Mientras me volvía a golpear con el extremo romo del bate de béisbol, el padre Tom gritaba.
– ¡Tú! ¡Tú!.
Desde luego era yo, nunca había dicho que fuera otro, así que no sabía por qué estaba tan furioso.
– ¡Tú! -exclamó con un nuevo ataque de ira.
Esta vez me atestó un golpe en el estomago con el endemoniado bate que me dobló, pero que hubiera sido peor si yo no lo hubiera visto venir. Justo antes de que me largara el golpe, encogí el estomago y apreté los músculos abdominales, y como acababa de vomitar los restos de los tacos de pollo de Bobby, la única consecuencia fue una ardiente punzada de dolor, desde la ingle hasta el esternón. Hubiera sido de risa si hubiera llevado la armadura del uniforme de superhéroe debajo de la ropa de calle.
Le apunté con la Glock y la agité con gesto amenazador, pero él o era un hombre de Dios sin ningún temor a la muerte, o le faltaba un tormillo. Sujetando el bate con ambas manos para poder dar con más fuerza, lo dirigió salvajemente contra mi estómago, pero yo me hice a un lado y esquivé el golpe, aunque desgraciadamente me despeiné con el borde afilado de una cabria.
Me desconcertaba estar peleando con un cura. El encuentro parecía más absurdo que alarmante, aunque era lo suficientemente preocupante como para hacerme palpitar el corazón y para que me preocupara tener que devolverle a Bobby sus téjanos con manchas de orina.
– ¡Tú! ¡Tú! -exclamó más enfadado que antes, sorprendido, como si mi aparición en su polvoriento ático fuera tan fantástica e inusitada que su sorpresa iría creciendo cada vez más hasta convertir su cerebro en una nova.
Otra vez blandió el palo y hubiera errado el golpe aunque yo no hubiera esquivado el bate. Después de todo era un cura, y no un ninja asesino. Y era un hombre de mediana edad con exceso de peso.
El bate de béisbol golpeo con violencia una de las cajas de cartón, la agujereó, la sacó del montón y fue a parar más allá, en el pasillo vacío. Al bueno del cura, que ignoraba los principios básicos de las artes marciales y carecía del físico de un poderoso luchador, no le faltaba entusiasmo.
No podía imaginarme disparándole un tiro, pero tampoco podía permitir que me aporreara hasta matarme. Me alejé de él, hacia la lámpara y el colchón en el ancho pasillo del lado sur del ático, con la esperanza de que recuperara el sentido común.
Pero el cura me persiguió. Blandía el bate de derecha a izquierda, cortaba el aire con un silbido e inmediatamente otra vez de derecha a izquierda, mientras seguía con la misma cantinela, «¡Tú!», entre una oscilación y otra.
Tenía los cabellos revueltos, le caían sobre las cejas, y en su rostro aparecía una mueca de terror y de rabia. Las aletas de la nariz, dilatadas, temblaban con cada respiración estentórea y le salía de la boca saliva con cada repetición explosiva del pronombre que parecía constituir su único vocabulario.
Iba derecho a la muerte si esperaba que el padre Tom recuperara la lucidez. Si el sentido común no le había abandonado, en ese momento no lo llevaba consigo. Lo debió dejar en algún sitio, quizás en la iglesia, encerrado junto con la astilla de la tibia de un santo en el relicario del altar.
Cuando volvió a abalanzarse hacia mí, busque el brillo animal que había visto en los ojos de Lewis Stevenson, porque la visión breve de aquel extraño brillo hubiera justificado responder con violencia a la violencia. Hubiera significado que estaba peleando no con un cura o con un hombre normal, sino con algo que tenía un pie en el otro lado. No vi ni rastro de ella. Quizás el padre Tom estaba infectado con la misma enfermedad que había corrompido la mente del jefe de policía, pero si era así, no parecía tan avanzada como en el poli.
Me retiré sin perder de vista el bate de béisbol y me enganché el pie con el cordón de la lámpara. Iba a ser víctima de un cura gordo y maduro, pensé mientras caía de espaldas y aterrizaba en el suelo dándome un golpe en la nuca.
La lámpara también cayó. Por suerte la luz no deslumbró mis sensibles ojos.
Me desembarace del enredo del cordón y me largue al otro extremo a tiempo, porque el padre Tom se abalanzó y golpeó el suelo con el bate.
No me tocó las piernas por unas pulgadas, mientras recalcaba su asalto con esa acusación que ya me era familiar en segunda persona del singular «¡Tú!».
– ¡Tú! -exclame con cierta histeria, devolviéndosela mientras se guía apartándome de su camino.
Me pregunte dónde estaba toda esa gente que se suponía me reverenciaba. Yo estaba más que dispuesto a que se me reverenciara un poco, pero Stevenson y el padre Tom no cumplían los requisitos para la Sociedad de Admiradores de Christopher Snow.
Aunque el cura sudaba a mares y jadeaba, estaba fuera de toda cuestión que tenía aguante. Parecía un troll encorvado, con una joroba en el hombro, al acecho, de vacaciones del puente que tenía asignado. Esta postura encorvada le permitía levantar el bate por encima de la cabeza sin que chocara contra una cabria. Quería mantenerlo encima de su cabeza porque estaba claro que quería jugar a Babe Ruth con mi cráneo y sacarme el cerebro por las orejas.
Con o sin brillo en los ojos, tenía que detener a ese tipo sin dilación. No podía escapar porque podía revolverse contra mí, y aunque estaba un poco histérico -bueno, estaba histérico- podía imaginarme las posibilidades bastante bien para saber que ni siquiera el más ávido corredor de apuestas de Las Vegas cubriría una apuesta por mi supervivencia. Presa del pánico, martillado por el terror y por una vertiginosa y peligrosa sensación de lo absurdo, pensé que lo más humano sería dispararle un tiro en los cojones porque había hecho voto de celibato.
Por suerte no tuve la oportunidad de demostrarme a mí mismo el experto tirador que un disparo en aquel lugar hubiera requerido.
Apunté a la entrepierna y el dedo fue hacia el gatillo. No tuve tiempo de utilizar la visión láser. Antes de que pudiera darme cuenta, algo monstruoso salió del corredor detrás del cura y un gran predador oscuro se abalanzó sobre su espalda. El cura lanzó un grito y dejó caer el bate de béisbol mientras él iba a parar al suelo del ático.
Por un instante, me sorprendió que el Otro se pareciera tan poco a un rhesus y que atacara al padre Tom, su enfermera y su campeón, en lugar de lanzarse a mi cuello. Pero, claro, el gran predador oscuro no era el Otro era Orson .
El perro cogió al cura por la espalda y le mordió el cuello sudado del traje. Desgarrón en el tejido. Gruñía de tal modo que temí que ya le hubiera hecho daño al padre Tom.
Lo llamé mientras me ponía de pie. El chucho obedeció enseguida, sin infligirle una herida, no era tan sanguinario como había querido dar a entender.
El cura no hizo ningún esfuerzo para levantarse. Permaneció en el suelo con la cabeza vuelta a un lado y la cara medio cubierta por el pelo enmarañado y empapado de sudor. Le costaba respirar y sollozaba, y después de tres o cuatro intentos, dijo con amargura: