Olvidada la araña, escuche la voz del cura con la claridad suficiente para entender sus palabras.
– … duele, si, claro, duele mucho. Te he sacado el emisor, lo he extraído y lo he triturado, y ya no podrán seguirte más.
Me vino a la memoria Jesse Pinn cruzando el cementerio, con un extraño aparato en la mano, escuchando unos raros tonos electrónicos y leyendo unos datos en una pantallita que emitía una luz verde. Evidentemente estaba siguiendo la señal de un emisor implantado con cirugía a esta criatura ¿Era un mono? ¿No era un mono?
– La incisión no era profunda -siguió diciendo el cura- El emisor estaba justo debajo de la grasa subcutánea. He esterilizado la herida y la he suturado -suspiro- Me gustaría saber hasta que punto me entiendes.
En el diario el padre Tom se refería a los miembros de un grupo nuevo, menos hostil y menos violento que el primero y escribía que se había comprometido en su liberación. Yo no podía saber por que era un nuevo grupo, tan opuesto al antiguo, o por qué andaban sueltos por el mundo con emisores bajo la piel, ni como habían aparecido esos monos tan inteligentes de ambos grupos. Estaba claro que el cura se consideraba un abolicionista de nuestros días luchando por los derechos de los oprimidos y que la rectoría era un refugio clave para el camino hacia la libertad.
Cuando Pinn se enfrentó al padre Tom en el sótano de la iglesia, debió creer que el fugitivo ya había sufrido la extracción quirúrgica y había sido trasladado, y que el rastreador estaba emitiendo la señal del emisor que ya no estaba implantado en la criatura que se proponía identificar. En cambio, el fugitivo se estaba recuperando en el ático.
El misterioso visitante del cura gimoteo suavemente, y el cura replicó con un murmullo de simpatía, como si le hablase a un bebé.
Animado por el recuerdo de la mansedumbre con la que había respondido el cura al empleado de la funeraria, recorrí los dos pasos que me separaban de la pared final de cajas. Me detuve con la espalda apoyada en el extremo de la hilera y doblé solo un poco las rodillas para acomodarme a la inclinación del tejado. Desde allí, para ver al cura y a la criatura que estaba con él, solo tenía que inclinarme a la derecha, girar la cabeza y asomarme.
No quise revelar mi presencia porque recordé algunas de las extrañas anotaciones en el diario del cura: los pasajes delirantes y paranoicos que bordeaban la incoherencia, las doscientas repeticiones de «Creo en la gracia de Cristo». Quizá no siempre fuera tan manso como lo había sido con Jesse Pinn.
Cubriendo el olor a moho, a polvo y a cartón viejo, había un nuevo aroma a medicina compuesto por alcohol, yodo y un antiséptico astringente.
En algún lugar del ala mas próxima, la gruesa araña trepo por su filamento, alejándose de la luz de la lámpara, y la sombra magnificada del arácnido disminuyo rápidamente por el techo oblicuo, se contrajo en una mancha negra y, finalmente, desapareció.
El padre Tom, mientras tanto, le hablaba a su paciente.
– Tengo antibiótico en polvo, capsulas de varios derivados de la penicilina, pero no tengo un analgésico eficaz. Me gustaría tenerlo. Pero este mundo es un valle de lágrimas, ¿verdad? Pronto estarás bien. Te recuperarás. Te lo prometo. Dios te ayudará a través mío.
Si el rector de St. Bernadette era un santo o un villano, una de las pocas personas con la cabeza en su sitio que quedaban en Moonlight Bay o bien un loco, yo no lo podía juzgar. No tenía bastantes datos ni comprendía el contexto de sus actos.
Sólo estaba seguro de una cosa: aunque el padre Tom pareciera racional e hiciera bien las cosas, su cabeza, sin embargo, tenía los cables lo suficientemente cruzados como para que dejarle sostener a un niño durante el bautismo fuera una imprudencia.
– Tengo conocimientos médicos básicos -le dijo el cura a su paciente-, porque, tres años después de acabar el seminario, estuve en una misión, en Uganda.
Creí oír al paciente un murmullo que me recordó -aunque no del todo- el suave arrullo de las palomas mezclado con el ronroneo, más gutural, de un gato.
– Estoy seguro de que te pondrás bien -siguió el padre Tom- Aunque deberás quedarte aquí unos días para que pueda administrarte los antibióticos y vigilarte la herida ¿Me comprendes? -y añadió con una nota de frustración y desespero- ¿Comprendes todo lo que te digo?
Cuando iba a inclinarme hacia la derecha y asomarme al otro lado de la pared de cajas, el Otro contestó al cura El Otro esto es lo que pensé del fugitivo cuando le oí hablar desde ese lugar más próximo, porque aquella voz no podía ser la de un niño o la de un mono, ni de nadie más en el Gran libro de la Creación de Dios .
Me quedé helado Deslicé el dedo en el gatillo.
Es cierto que en parte sonaba como la de un niño, o una niña, y en parte como la de un mono. Y también como un montón de cosas, de hecho, como si un técnico de sonido de Hollywood muy creativo estuviera jugando con una biblioteca de voces humanas y animales, mezclándolas en la consola de audio hasta conseguir la voz de un extraterrestre.
Lo más sorprendente del habla del Otro no era su escala tonal, ni sus inflexiones, ni siquiera la gravedad y la emoción que demostraba. Lo que más me impresionó fue percibir lo que significaba. No estaba oyendo un barboteo de ruidos animales. No era inglés, desde luego, no había una palabra de inglés, y aunque no soy políglota, estaba seguro de que no oía una lengua extranjera, porque no era lo bastante compleja para ser un lenguaje de verdad. Sin embargo, oía una serie fluida de sonidos exóticos compuestos como palabras rudimentarias, un fuerte y primitivo intento de lenguaje, con un pequeño vocabulario polisílabo, marcado por ritmos rápidos.
El Otro parecía querer comunicarse desesperadamente. Me sorprendió que aquella soledad, angustia y anhelo que expresaba su voz me emocionara. No me lo estaba imaginando. Era tan real como las tablas que tenía bajo los pies, el montón de cajas a mi espalda y los acelerados latidos de mi corazón.
Cuando el Otro y el cura hicieron un silencio, no fui capaz de asomarme por la esquina. Sospechaba que fuera cual fuera el aspecto del visitante del cura, no podría pasar por un mono de verdad, a diferencia de los miembros del grupo original que nos habían molestado, a Orson y a mí, cuando los encontramos en la punta sur de la bahía. Y si tenían algún parecido con los rhesus, las diferencias serían mayores y seguramente más numerosas que el maléfico color amarillo de los ojos de los otros monos.
Me dio miedo lo que pudiera encontrar, y mi temor no tenía nada que ver con el posible horror de este Otro resultado del laboratorio. El nudo de emoción que sentía en el pecho me impedía casi respirar y a duras penas podía tragar saliva. Lo que temía era mirar de frente a aquella entidad y ver en sus ojos mi propio aislamiento, mis ansias de normalidad, lo que había estado negando durante veintiocho años con el éxito suficiente como para ser feliz con mi destino. Pero mi felicidad, como todo lo demás, es frágil. Había captado un terrible anhelo en la voz de esa criatura, semejante al agudo anhelo a cuyo alrededor había ido formando durante años una concha de indiferencia y de muda resignación. Temí que al encontrarme con los ojos del Otro, la resonancia entre ambos hiciera estallar la concha y me dejara en una situación vulnerable.
Estaba temblando.
Esta es la razón por la que no puedo, no me atrevo, a expresar mi pena, mi dolor cuando la vida me hiere o se lleva de mi lado a alguien a quien quiero. El dolor conduce con demasiada facilidad al desespero. Y en este fértil campo, puede brotar y prosperar la autocompasión. Yo no puedo dejarme arrastrar por la autocompasión, porque si enumerara y me regodeara en mis limitaciones, caería en un agujero tan profundo que jamás podría salir de él. Tengo que ser un poco hijo de puta para sobrevivir, tengo que ir con una coraza sin grietas alrededor del corazón, al menos en lo que se refiere al dolor por los muertos. Soy capaz de expresar amor por la vida, abrazar a mis amigos sin reservas, entregar mi corazón sin preocuparme que vayan a abusar de el. Pero el día en que murió mi padre, tuve que burlarme de la muerte, del crematorio, de la vida, de todas las malditas cosas, porque no podía arriesgarme -no quise arriesgarme- a descender del dolor al desespero, a la autocompasión y, finalmente, al foso de rabia, soledad y odio hacia mí mismo, porque hubiera sido horrible. No puedo amar a los muertos. No importa lo desesperadamente que desee recordarlos y llevarlos en mi corazón, tengo que dejarlos ir, y rápidamente. Tengo que arrancarlos de mi corazón mientras aun están calientes en su lecho de muerte. Y también tengo que burlarme de mí mismo como asesino porque si pensara demasiado en lo que realmente significa haber asesinado a un hombre, aunque fuera un monstruo como Lewis Stevenson, tendría que preguntarme si soy en realidad el monstruo que aquellos pequeños y detestables mierdas de mi infancia aseguraban que era la lombriz nocturna, el niño vampiro, Chris el repugnante. No debo pensar demasiado en la muerte, en la de aquellos que quiero y en la de aquellos que desprecio. No debo pensar demasiado en que me he quedado solo. No debo pensar en lo que no puedo cambiar. Al igual que todos nosotros en esta confusión entre el nacimiento y la muerte no puedo introducir grandes cambios en el mundo, solo pequeños cambios para mejorar, espero, la vida de aquellos que amo. Lo cual significa que para vivir no debo preocuparme de lo que soy sino de lo que puedo transformar, no del pasado sino del futuro, no tanto de mi mismo sino del alegre círculo de amigos que me proporcionan la única luz en la que soy capaz de florecer.
Temblaba al pensar en la posibilidad de doblar la esquina y enfrentarme al Otro, en cuyos ojos podía ver demasiado de mi mismo. Apretaba la Glock como si en lugar de un arma fuera un talismán, como si fuera un crucifijo con el que podría defenderme de todo lo que pudiera destruirme y me obligué a actuar. Me incline hacia la derecha, gire la cabeza, y no vi a nadie.
El pasillo situado en el lado sur del ático era mas amplio que el del lado este, quizá tendría unos dos metros y medio; en el suelo de madera, doblado contra las guardacabias, había un colchón pequeño y un lío de mantas. La iluminación procedía de una lámpara de mesa con pantalla cónica colocada en un receptáculo GFI montado sobre un puntal de la guardacabia. Junto al colchón había un termómetro, una bandeja con fruta pelada y pan con mantequilla, una jarra con agua, potes con medícamentos y alcohol, los útiles para hacer vendajes, una toalla doblada y un paño húmedo manchado de sangre.