Este perro peculiar alberga un montón de misterios, posee la mayor inteligencia que un perro puede poseer y con frecuencia tiene un sentido muy definido de responsabilidad moral. Incluso antes de los acontecimientos que escribo. Algunas veces me preguntaba si la reencarnación no sería algo más que una superstición, porque podía imaginar a Orson como un maestro, un policía o hasta una prudente enfermera en una antigua vida, renacidos en un cuerpo más pequeño, peludo y con rabo.
Pensamientos de este tipo me hubieran cualificado como candidato al premio Pia Klick por la excepcional obra en el campo de especulaciones descabelladas. De los verdaderos orígenes de Orson me iba a enterar pronto y, aunque no fueran sobrenaturales, resultarían más sorprendentes que cualquier escenario que Pia Klick y yo, en ferviente colaboración, hubiéramos podido imaginar.
Descendió un segundo grito, y a Orson le afectó tanto que soltó un gemido de angustia demasiado suave para que llegara hasta el ático. Como la vez anterior, la voz que sollozaba parecía la de un niño de corta edad.
Le siguió otra voz, demasiado baja para que pudiera distinguir las palabras. Hubiera asegurado que era la del padre Tom, pero no pude oír su tono con la suficiente claridad para decir si era de consuelo o de amenaza.
De haberme fiado del instinto, hubiera salido volando de la rectoría y me hubiera ido directamente a casa. Tras prepararme una taza de té y untar un panecillo con mermelada de limón, hubiera puesto una película de Jackie Chan y me hubiera pasado las dos horas siguientes en el sofá, con un afgano en el regazo y mi curiosidad en el bolsillo.
En lugar de eso, y para no tener que admitir que tenía un sentido de la responsabilidad moral menos desarrollado que mi perro, hice una señal a Orson para que se quedara quieto y esperara. Luego subí la escalera con la Glock de 9 milímetros en la mano derecha y el diario del padre Tom clavado en la región lumbar.
Como un cuervo batiendo las alas frenéticamente en el interior de la jaula, me vino el recuerdo de las oscuras imágenes de las descripciones de los sueños enfermizos de Lewis Stevenson. El jefe tenía fantasías con niñas de la edad de su nieta, pero los sollozos que acababa de oír parecían los de un niño menor. Si el rector de St. Bernadette estaba al borde de la misma demencia que Stevenson, no iba a importarle la edad de su víctima.
Cerca de la cima de la escalera, con una mano en la frágil barandilla, volví la cabeza y vi a Orson en el pasillo, mirando hacia arriba. Tal como le había ordenado, no me seguía.
Había sido muy obediente durante una hora y no había discutido mis órdenes sin gestos sarcásticos o giros de ojos. Esta moderación significaba una mejora en su comportamiento. Una mejora de al menos media hora, todo un récord olímpico.
Finalmente me metí en el ático, esperando recibir una patada en la cabeza con una bota eclesiástica. Pero había sido lo bastante discreto para no llamar la atención del padre Tom, porque no me estaba esperando para incrustarme de una patada los huesos de la nariz en el lóbulo frontal.
La trampilla estaba en el centro de un pequeño espacio rodeado, hasta donde pude ver, por un laberinto de cajas de cartón de varios tamaños, muebles viejos y otros objetos que no pude identificar amontonados hasta una altura de casi dos metros. La bombilla que daba directamente sobre la trampilla no estaba encendida, y la única luz llegaba procedente de la izquierda, del extremo que daba a la fachada de la casa.
Avance agachado por el amplio ático, aunque hubiera podido hacerlo erecto. La inclinación del tejado normando me daba la posibilidad de hacerlo. Aunque no me preocupaba darme de cara contra una viga del techo, intuí, sin embargo que podía recibir un porrazo en la cabeza, un tiro entre las cejas o una puñalada en el corazón de manos de un cura loco. Si hubiera podido arrastrarme sobre el vientre como una serpiente no hubiera avanzado agachado.
El aire húmedo olía a tiempo destilado y embotellado a polvo, a viejo cartón rancio, a la persistente fragancia de la madera de las cabrias, a moho y al extraño hedor de algún animal muerto, un pajaro o un ratón pudriéndose en un rincón sin luz.
A la izquierda se abrían dos entradas al laberinto, una de ellas de metro y medio de ancho y la otra de poco más de un metro. Considerando que el pasillo era el camino más directo para atravesar el desordenado ático y era el único que seguramente el cura utilizaba para aproximarse a su prisionero -si se trataba de un prisionero-, me deslicé silenciosamente por el estrecho pasadizo. Prefería coger al padre Tom por sorpresa que encontrármelo accidentalmente en alguna esquina.
Había cajas a ambos lados, algunas atadas con cordel, otras festoneadas con peladuras de papel adhesivo que me rozaron la cara como antenas de insectos. Avance despacio, tanteando el camino con la mano porque las sombras confundían y no quería hacer ruido.
Cuando llegue al cruce de la T no lo atravesé inmediatamente Me quedé en el borde, agucé el oído unos instantes, contuve la respiración pero no oí nada.
Salí sigilosamente del primer pasillo y escudriñe a derecha e izquierda del nuevo corredor, que también tenía un metro de ancho. A la izquierda la luz de la lámpara brillaba un poco más que antes. A la derecha se extendía una profunda penumbra que no quiso revelar sus secretos ni siquiera a unos ojos acostumbrados a la noche como los míos. Me dio la sensación de que un habitante hostil de esa oscuridad permanecía al alcance de mi mano al acecho, dispuesto a saltar.
Me dije que los trolls viven bajo los puentes, que los gnomos malvados lo hacen en cuevas, que los gremlins solo habitan en las tramoyas y que los goblins -entes demoníacos- no establecerían su residencia en una rectoría. Avancé por el nuevo pasillo y giré a la izquierda, dando la espalda a la impenetrable oscuridad.
De pronto se escucho un grito, tan escalofriante que giré en redondo y apunte con el arma hacia la oscuridad, seguro de que los trolls, los gnomos malvados, los gremlins, goblins, fantasmas, zombies y varios monaguillos mutantes sicóticos venían hacia mi. Por suerte no apreté el gatillo, la locura transitoria pasó porque el grito procedía de la misma dirección que antes: de la zona iluminada del fondo.
El tercer grito que oculto el ruido que yo hice al volverme para enfrentarme a la horda imaginaria procedía de la misma fuente que los otros dos, y en el ático sonó de manera diferente. No se parecía tanto a la voz de un niño. Y lo más desconcertante era una voz muy extraña, fuera de contexto, como varios compases de una música metálica saliendo de una garganta humana.
Pensé retirarme a la escalera, pero estaba demasiado adelantado para volver atrás. Existía la posibilidad remota, sin embargo, de que estuviera oyendo a un niño en peligro.
Por otro lado, si me echaba atrás, mi perro sabría que me había rajado. Y el era uno de los tres amigos íntimos que tenía en un mundo en el que solo importaban los amigos y la familia, y yo ya no tenía familia; me importaba mucho que tuviera una buena opinión de mi.
Las cajas que había a mi izquierda daban paso a unas sillas de mimbre amontonadas. Una desordenada colección de cestas bardadas y laqueadas de mimbre y caña, una cómoda con espejo ovalado tan mugriento que ni siquiera reflejo mi sombra, objetos amontonados cubiertos con trapos y luego más cajas.
Giré una esquina y entonces pude oír la voz del padre Tom. Hablaba en voz baja, con suavidad, pero no conseguí entender una palabra de lo que decía.
Me metí en una barrera de telarañas, retrocedí cuando se me pegaron en la cara y me rozaron la boca como labios de fantasma. Aparte, con la mano izquierda, las tiras rotas de las mejillas y de la visera de la gorra. Los hilos de la telaraña tenían un gusto amargo a hongos. Con una mueca, procuré escupir sin hacer ningún sonido.
Como esperaba nuevas revelaciones, sentí el impulso de seguir la voz del cura como hubiera seguido la música de una flauta en Hamelin. Tuve que reprimir el deseo de estornudar, provocado por el polvo depositado con un olor tan rancio que debía proceder del siglo pasado.
Tras dar otro giro, llegue al ultimo tramo del pasillo A unos dos metros mas allá del extremo del estrecho corredor de cajas, descendía la armadura de la parte interna del tejado hacia la fachada del edificio. Las cabrias, los puntales, las entrecintas y la parte interna del entablado del tejado, al cual estaba pegada la pizarra, proyectaban una luz de un amarillo opaco, procedente de una fuente fuera de mi vista, a la derecha.
Cuando me arrastraba hasta el final del pasillo, oí el débil crujido de las tablas del piso. No fueron unos ruidos más fuertes o más sospechosos que los habituales en este elevado reducto, aunque podían traicionarme.
La voz del padre Tom se hizo mas clara, pero solo podía entender una palabra entre cinco o seis.
Escuche otra voz, temblorosa y de un tono mas elevado. Parecía la voz de un niño muy pequeño y, sin embargo, no era exactamente así. No era tan musical como el habla de un niño. Ni tan inocente. No pude distinguir lo que decía, si decía algo. Escuché como se transformaba en un grito espectral que me hizo detener.
El pasadizo terminaba en un corredor final que se extendía a lo largo del lado este del laberíntico ático. Me arriesgue a asomarme a este tramo recto.
A la izquierda estaba oscuro, pero a la derecha, en el extremo sureste del edificio, esperaba encontrar la fuente de luz y al cura con su cautivo. Pero no fue así, porque la lámpara permanecía fuera de la vista, a la vuelta de otra esquina, en la pared sur.
Continué por ese corredor de dos metros de ancho, ligeramente agachado, porque la pared de mi izquierda era la parte inclinada del tejado. Pase ante la oscura boca de otro corredor entre cajas amontonadas y muebles viejos y luego me detuve, únicamente con la última pared de objetos amontonados entre la lámpara y yo.
De pronto una sombra serpenteante saltó hacia las cabrias y el entablado que formaban la pared que tenía ante mí: un violento y erizado desgranamiento de miembros dentados con una protuberancia bulbosa en el centro, tan extraño que estuve a punto de gritar del susto. Sujete la Glock con ambas manos.
Luego me di cuenta de que la aparición era la sombra distorsionada de una araña suspendida en un hilo. Debía de encontrarme cerca de la fuente de luz porque su imagen se proyectaba, muy agrandada, en las superficies que tenía ante mí.
Como asesino era bastante asustadizo. Quizá la culpable era la cafeína de la Pepsi que me bebí para endulzar el sabor amargo del vomito. La próxima vez que mate a alguien y vomite, tomaré un brebaje sin cafeína y lo acompañaré con un valium, para no empañar mi imagen de maquina homicida eficiente y carente de sentimientos.