Los padres de Bobby y un grupo de ciudadanos de la misma mentalidad formaron un comité de presión para desterrar la estatua de Junípero Serra, con la excusa de que un monumento a un personaje religioso no podía estar en un parque creado y mantenido con fondos públicos. Separación de la Iglesia y el Estado. La Constitución de Estados Unidos, dijeron, es muy clara en este punto.
Wisteria Jane (Milbury) Snow -Wissi para los amigos, «mamá» para mi-, pese a ser científico y racionalista, lideró el comité de oposición que quería preservar la estatua de Serra «Cuando una sociedad reniega de su pasado, por la razón que sea, no puede tener futuro», decía.
Mamá perdió el debate. Lo ganaron los parientes de Bob.
La noche en que se tomó la decisión, Bobby y yo nos reunimos en las más solemnes circunstancias de nuestra larga amistad, para determinar si el honor familiar y las sagradas obligaciones de la consanguinidad nos demandaban llevar a cabo una lucha entre familias encarnizada y sin tregua, a la manera de los legendarios Hatfield y McCoy, hasta que los primos mas lejanos hubieran sido enviados a dormir con los gusanos o hasta que uno de nosotros hubiera muerto. Tras consumir bastante cerveza para aclarar las ideas, decidimos que era imposible una lucha entre familias y encontrar tiempo, además, para cabalgar las series de monolitos hinchados y cristalinos que el buen mar envía a la orilla. Por no hablar de todo el tiempo gastado en matar y mutilar que podía haber sido ocupado ligando chicas con diminutos bikinis.
Entré en la clave del número de Bobby del móvil y presione marcar.
Subí un poco el volumen para que Orson pudiera escucharnos a los dos. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, me dije que inconscientemente había aceptado la más fantástica posibilidad del proyecto Wyvern como hecho probado, aunque todavía pretendiera tener mis dudas.
Bobby contesto a la segunda llamada.
– Vete.
– ¿Dormías?
– Si.
– Estoy sentado en el parque la vida es una mierda.
– ¿Y a mi que?
– Ha pasado algo horrible.
– Es la salsa de esos tacos -dijo.
– No puedo hablar de ello por teléfono.
– Bien.
– Estoy preocupado por ti.
– Suena bien.
– Estas en peligro real, Bobby.
– Juro que utilizo el hilo de seda, mamá.
Orson se esponjo, divertido. Una experiencia desagradable que no sufría.
– ¿Estas despierto ahora? -le pregunté a Bobby.
– No.
– No creo que estuvieras dormido cuando has contestado.
Hubo un silencio.
– Bueno, desde que te fuiste han estado pasando toda la noche una película de espanto.
– ¿El planeta de los simios? -aventuré.
– En pantalla panorámica de trescientos sesenta grados.
– ¿Que están haciendo?
– Oh, ya sabes, las habituales monerías.
– ¿Nada mas amenazador?
– Creen que son encantadores. Uno de ellos está ahora delante de la ventana, haciéndome burla.
– Sí, ¿pero no empezaste tú?
– Tengo el presentimiento de que están intentando irritarme para que vuelva a salir.
– No lo hagas -dije alarmado.
– No soy imbécil.
– Perdona.
– Soy un huevón.
– Es verdad. -Existe una gran diferencia entre un imbécil y un huevón.
– Estoy de acuerdo.
– Que milagro.
– ¿Tienes el arma contigo?
– Oye, Snow, ¿no acabas de decir que no soy un imbécil?
– Si podemos mantenernos a flote en este túnel hasta el amanecer, creo que estaremos a salvo hasta la puesta de sol de mañana.
– Ahora están en el tejado.
– ¿Haciendo que?
– No lo se -hizo una pausa para escuchar- Hay al menos dos. Corren arriba y abajo. Quizá busquen un acceso.
Orson saltó del banco y se puso tenso, una oreja apuntando al teléfono con aire preocupado. Parecía deseoso de demostrar su inteligencia perruna si eso no me molestaba.
– ¿Hay un modo de entrar por el tejado? -pregunte a Bobby.
– Los respiraderos del cuarto de baño y la cocina no son lo bastante anchos para que quepan esos hijos de puta.
Sorprendentemente, y considerando otras comodidades, la casa no tiene chimenea. Corky Collins -antiguamente Toshiro Tagawa- estaba en contra de las chimeneas porque, a diferencia de las aguas de un jacuzzi, la piedra y el duro ladrillo de una chimenea no es un lugar ideal para meterse con un par de chicas desnudas. Gracias a su mente lasciva, no había una chimenea en la que cupieran los monos.
– Tengo que hacer de Nancy antes del amanecer -dije.
– ¿Que vas a hacer? -pregunto Bobby.
– Pasare el día en casa de Sasha y lo primero que haremos al anochecer será ir a tu casa.
– ¿Quieres decir que tendré que hacer otra vez la cena?
– Llevaremos una pizza. Oye, creo que vamos a colgar de golpe. Al menos uno de los dos. Y la única manera de evitarlo es hacerlo a la vez. Será mejor que duermas lo que puedas durante el día. Mañana por la noche podrías rajarte en el momento decisivo.
– ¿Así que vas a maniobrar tu solo? -dijo Bob.
– No hay nada que maniobrar.
– No eres tan atractivo como Nancy Drew.
No iba a mentirle, ni a el ni a Orson ni a Sasha.
– No hay solución. No hay modo de cerrar el carril. Suceda lo que suceda aquí, tendremos que vivir con ello el resto de nuestra vida. Pero quizá podamos encontrar el modo de encarar la ola, aunque sea una gigantesca y espantosa losa.
– ¿Que pasa, hermano? -inquino Bob, tras un silencio.
– ¿No acabo de decirlo?
– No todo.
– Ya te lo he dicho, no es para hablarlo por teléfono.
– No me refiero a los detalles. Estoy hablando de ti.
Orson apoyó la cabeza en mi regazo, como si creyera que yo sacaría algún consuelo acariciando a mi mascota y rascándole detrás de las orejas. De hecho, lo obtuve. Siempre funciona. Un buen perro es una medicina para la melancolía y mejor alivio para el estrés que el valium.
– Te haces el duro -dijo Bobby-, pero no eres duro.
– Bob Freud, nieto bastardo de Sigmund.
– Vete a tomar por culo.
Acaricie la pelambre de Orson en un intento de calmar los nervios. Luego suspire y dije.
– Bueno, y resumiendo, es posible que mi madre destruya el mundo.
– Fantástico.
– Eso es, ¿no es cierto?
– ¿Asuntos científicos?
– Genética.
– Recuerda que te avisé contra querer dejar tu marca.
– Creo que esto es peor. Es posible que al principio intentara hallar un modo de curarme.
– El final del mundo, ¿eh?
– El final del mundo que nosotros conocemos -dije, recordando la puntualización de Roosevelt Frost.
– La madre de Beave Cleaver nunca hizo mucho más que meter en el horno un pastel.
Me eche a reír.
– ¿Que haría yo sin ti, hermano?
– Solo he hecho una cosa importante por ti.
– ¿Que es?
– Enseñarte perspectiva.
Asentí.
– ¿Que es importante y que no lo es?
– La mayoría de las cosas no lo son -me recordó.
– ¿Ni siquiera esto?
– Haz el amor con Sasha. Pégate una buena dormida. Mañana tendremos una cena de puta madre. Les daremos por el culo a algunos malditos monos. Encararemos unas olas épicas. Dentro de una semana, en tu corazón, tu madre volverá a ser tu madre, si quieres dejar estar todo esto.
– Quizá -dije titubeante.
– La actitud, hermano. Lo es todo.
– Pensare en ello.
– Pero me pregunto una cosa.
– ¿Que?
– Tu madre debió de cabrearse de verdad cuando perdió la lucha por mantener la estatua en el parque.
Bobby cortó la comunicación. Y yo desconecte el teléfono.
¿Realmente es una estrategia sabia para vivir? Insistir que la mayor parte de las cosas de la vida no han de tomarse en serio. Contemplar todo esto como una broma cósmica. Tener solo cuatro principios: uno, hacer a los demás el menor daño posible, dos, estar siempre para tus amigos, tres, ser responsable de ti mismo y no pedir nada a los demás, cuatro agarrar todas las diversiones que puedas. No te fíes de las opiniones de nadie, solo de las de los más allegados. Olvídate de dejar una huella en el mundo. Olvida las grandes cuestiones de tu época; en su lugar mejora la digestión. No vivas en el pasado. No te preocupes del futuro. Vive en el presente. Confía en la finalidad de tu existencia y deja que el significado venga a ti en lugar de esforzarte por descubrirlo. Cuando la vida te tumba de un puñetazo, encógete, pero hazlo con una risa. Engancha la ola, tío.
Así es como vive Bobby, y es la persona más feliz y más equilibrada que he conocido.
Intento vivir como Bobby Halloway, pero no lo consigo. A veces pataleo cuando debería flotar. Paso mucho tiempo anticipando y demasiado poco dejando que la vida me sorprenda. Quizás es que no me esfuerzo lo suficiente por vivir como Bobby, o quizá me esfuerzo demasiado.
Orson se acercó al estanque que rodeaba la escultura. Dio unos ruidosos lametones al agua clara, saboreando el gusto y el frescor.
Recordé aquella noche de julio en el patio cuando contemplaba fijamente las estrellas y se hundió en la desesperación. No tenía la medida precisa para determinar hasta que punto Orson era más inteligente que un perro común y corriente. Porque su inteligencia posee algo que ha sido mejorado por el proyecto Wyvern, posee un conocimiento mucho más vasto que el que la naturaleza jamás concedió a un perro. Aquella noche de julio, y reconociendo con todo su revolucionario potencial quizá por primera vez, comprendiendo las terribles limitaciones debidas a su naturaleza física, cayó en un estado de abatimiento que casi lo atrapo del todo. Ser inteligente sin una laringe compleja y otras características físicas que hacen posible el habla, ser inteligente sin manos para escribir o para confeccionar herramientas, ser inteligente pero estar atrapado en un envoltorio físico que siempre impedirá la plena expresión de tu inteligencia sería semejante a una persona que hubiera nacido sorda, muda y desmembrada.
Ahora miraba a Orson sorprendido, con una nueva apreciación de su valor, y con una ternura que nunca había sentido por nadie en la tierra.
Volvió del estanque, lamiéndose el agua que le caía de los belfos, sonriendo de placer. Cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, movió el rabo, feliz de atraer mi atención o por estar a mi lado en aquella extraña noche.
Por todas sus limitaciones y a pesar de todas las buenas razones por las que debería estar perpetuamente angustiado, mi perro, por Dios, se parece más a Bobby Halloway que yo.