Mantuvo la cabeza agachada y los ojos cerrados durante unos instantes, como si estuviera rezando u ordenando sus pensamientos.
La niebla se había condensado alrededor del laurel de las Indias y las gotas de agua caían, con un sonido arrítmico, desde la punta de las hojas al techo y la carrocería del automóvil.
Hundí las manos en los bolsillos de la chaqueta sin hacer movimientos bruscos. Cerré la mano derecha alrededor de la Glock.
Me dije para mí que, debido a mi exasperada imaginación, exageraba el peligro. Stevenson estaba de mal humor, sí, y desde que lo vi en el aparcamiento de la comisaría, sabía que no era el honrado brazo de la justicia que siempre había pretendido ser. Pero eso no significaba que tuviera intenciones violentas. A lo mejor sólo quería hablar, interpretar su papel y soltarnos sanos y salvos.
Cuando al fin Stevenson levantó la cabeza, sus ojos eran porciones de licor amargo en copas de hueso. Su mirada se cruzó con la mía y otra vez me dejó helado aquella impresión de maldad inhumana, que ya había visto cuando apareció junto a las oficinas del muelle, pero esta vez supe por qué me había puesto tan nervioso. Por un momento su mirada líquida se llenó de una luminosidad amarilla semejante al brillo que exhiben muchos animales por la noche, una luz interior fría y misteriosa como nunca había visto antes en los ojos de un hombre o de una mujer.
El rayo cruzo los ojos del jefe Stevenson tan fugazmente que antes lo hubiera achacado al reflejo de las luces del salpicadero. Pero desde la puesta de sol, había visto monos que no eran monos, un gato que era algo más que un gato, había flotado por misterios que fluían como ríos en las calles de Moonlight Bay, y había aprendido a extraer un significado de lo aparentemente insignificante.
Luego sus ojos perdieron brillo y recuperaron su tono oscuro. La ira se transformo en su voz en una corriente de fondo, mientras la superficie era de un dolor y un desespero grises.
– Todo ha cambiado, todo, y no se puede volver atrás.
– ¿Que ha cambiado?
– Yo ya no soy el mismo. Apenas puedo recordar como era, que clase de hombre era. Se ha perdido.
Observe que estaba hablando tanto para mí como para el mismo, se lamentaba en voz alta por la pérdida que imaginaba.
– No tengo nada que perder. Me han arrebatado todo lo que importa. Soy un muerto que camina, Snow. En eso me he convertido ¿Puedes imaginarte como me siento?
– No.
– Hasta tú con tu vida de mierda, ocultándote del día, saliendo solo por la noche como algunas babosas salen de debajo de las piedras hasta tú tienes una razón para vivir.
El jefe de policía era un cargo electo en nuestra ciudad, pero a Lewis Stevenson no parecía preocuparle obtener mi voto. Tuve ganas de decirle que se fuera a tomar por el culo, pero existía una diferencia entre no mostrar ningún temor y hacer oposiciones a recibir una bala en la cabeza.
Cuando aparto la cara para mirar la blanca capa de niebla que se deslizaba densa a través del parabrisas, aquel fuego frío volvió a aparecer en sus ojos, una fluctuación mas breve y veloz que antes, pero aun más turbadora porque no era imaginaria.
– Tengo unas pesadillas terribles, terribles, llenas de sexo y sangre confesó bajando la voz como si temiera ser descubierto.
Yo no sabía exactamente que esperaba de la conversación, pero las revelaciones de tormentos personales no encabezaban mi lista de temas probables.
– Empezaron hará un año -continuo- Al principio una vez por semana, pero luego incrementaron la frecuencia. Entonces, durante un tiempo, a las mujeres de las pesadillas no las había visto en mi vida, solo eran imágenes de la fantasía. Eran como esos sueños que tienes durante la pubertad, chicas de seda tan carnosas y deseables, asequibles… solo que en esos sueños yo no hacía el amor con ellas…
Sus pensamientos parecían arrastrados por una niebla biliosa al territorio más oscuro.
Solo veía su perfil, apenas iluminado y brillante de sudor, y, sin embargo, observé un salvajismo que me hizo desear no tener el privilegio de contemplar el rostro completo.
– En esos sueños, les doy palizas, puñetazos en la cara, puñetazos y puñetazos y puñetazos hasta que no les queda nada en la cara, las estrangulo hasta que la lengua les cuelga de la boca.
Cuando empezó a describir las pesadillas, su voz adquirió un tono espantoso. Ahora, además del miedo, apareció en él una inequívoca excitación perversa, evidente no solo en la voz ronca sino también en la nueva tensión que le atenazaba el cuerpo.
– Y cuando gritan de dolor, me gustan sus quejidos, la agonía en sus rostros, la visión de la sangre. Es delicioso. Excitante. Me despierto temblando de placer, lleno de deseo. Y a veces… aunque ya tengo cincuenta y dos años, gracias a Dios, tengo un clímax durante el sueño o justo cuando me estoy despertando.
Orson se apartó de la reja de seguridad y se retiró al asiento trasero.
A mi también me hubiera gustado poner mas distancia entre Lewis Stevenson y yo. El coche patrulla parecía cerrarse a nuestro alrededor, como si lo estuviera aplastando una de aquellas tremendas trituradoras hidráulicas.
– Luego Louisa, mi mujer empezó a aparecer en los sueños y así mismo mis dos mis dos… hijas Janine. Kyra. Me tienen mucho miedo en los sueños, y yo les doy pie, porque su terror me excita. Me disgusta pero… pero también me hace estremecer de emoción lo que hago con ellas, a ellas.
Su voz traslucía ira, desespero y una excitación perversa, que se manifestaba en la profunda respiración, en la inclinación de los hombros, y en la sutil y horrible reconstrucción de su rostro, todavía de perfil. Y entre todos esos poderosos deseos en conflicto que estaban en guerra para controlar su mente, subyacía la desesperada esperanza de que podría evitar hundirse en el abismo de locura y salvajismo en cuyo borde se balanceaba tan precariamente. Y esa esperanza la expresaba tan claramente en la angustia de la voz y del semblante, como expresaba la ira, el desespero y sus depravadas necesidades.
– Las pesadillas eran tan terribles, lo que hacía en ellas tan enfermizo y espantoso, tan repulsivo, que comencé a tener miedo de ir a dormir. Permanecía despierto hasta que caía agotado, hasta que la cafeína ya no me tenía de pie, hasta que ni siquiera un cubo de hielo en la nuca podía impedir que se me cayeran los ojos de sueño. Luego, cuando al fin me quedaba dormido, los sueños eran más intensos que otras veces, como si el agotamiento me introdujera en un sueño sonoro, en una oscuridad más profunda todavía, donde habitaban los peores monstruos. Animales en celo y carnicerías, incesantes y vívidas, los primeros sueños que soñaba en color, en unos colores y sonidos muy intensos, con sus lamentos y mis respuestas despiadadas, sus gritos y sollozos, sus convulsiones y estertores de muerte cuando me metía dentro y les arrancaba la garganta a dentelladas.
Lewis Stevenson veía esas terribles imágenes donde yo sólo podía ver la niebla agitándose perezosamente, como si el parabrisas fuera una pantalla en la que se proyectaran sus demenciales fantasías.
– Y después… Dejé de luchar contra el sueño. Durante un tiempo, los soporté. Luego, no puedo recordar la noche precisa, los sueños dejaron de producirme terror y se convirtieron en algo absolutamente delicioso, mientras poco antes me inspiraban muchos más sentimientos de culpa que placer. Aunque al principio no lo podía admitir, empecé a esperar el momento de ir a la cama. Aquellas mujeres eran muy preciadas para mí cuando estaba despierto, pero cuando dormía… entonces… entonces me estremecía ante la oportunidad de envilecerlas, humillarlas, torturarlas de manera inimaginable. Ya no me despertaba lleno del temor que antes me provocaban esas pesadillas… sino con un extraño arrobamiento. Me echaba en la oscuridad y me decía que estaría muy bien cometer esas atrocidades en la realidad, cuando me sentía así en sueños. En cuanto pensé en convertir en realidad mis sueños, empecé a ser consciente del enorme poder que fluía de mi interior y me sentí libre, extraordinariamente libre, como nunca me había sentido. Lo cierto es que me parecía vivir con unas enormes esposas de acero, envuelto en cadenas, arrastrando bloques de piedra. Y dar rienda suelta a esos deseos no sería criminal ni tendría una dimensión moral, fuera la que fuera. No existía nada mejor o peor. Ni bueno ni malo. Solo tremendamente liberador.
O el aire en el coche patrulla se había viciado o me ponía enfermo pensar que estaba inhalando los mismos vapores que el jefe exhalaba, no estoy seguro. Tenía la boca llena de un sabor metálico, como si hubiera estado chupando una pluma, y el estómago se me retorció en un nudo frío como una roca del ártico mientras el corazón se cubría de hielo.
Ignoraba la razón por la que Stevenson quería compartir sus problemas anímicos conmigo, pero tuve la premonición de que esas confesiones eran solo el preludio de una espantosa revelación que nunca hubiera querido oír. Quise silenciarlo antes de que me revelara el último secreto, aunque era obvio que un poderoso impulso le empujaba a contarme esas horribles fantasías, quizá porque yo era el primero con el que se había atrevido a desahogarse. La única manera de hacerle callar era matándolo.
– Últimamente -continuo con un murmullo lleno de deseo que me alteraría el sueño durante el resto de mi vida-, todos los sueños se centran en mi nieta Brandy. Tiene diez años. Es una niña preciosa. Preciosa. Esbelta y bonita. Las cosas que le hago en sueños… Ah, las cosas que hago. No puedes imaginar que brutalidad mas despiadada. Que inventiva tan exquisita y perversa. Y cuando me despierto, estoy eufórico. Me siento trascendente. Embelesado. Me echo en la cama, al lado de mi mujer, que duerme ignorante de los extraños pensamientos que me obsesionan, que no tiene la posibilidad de conocerlos, y rozo el poder, soy consciente de que la libertad absoluta me es asequible cada vez que deseo aprehenderla. En cualquier momento. La semana que viene. Mañana. Ahora.
Sobre nuestras cabezas, el silencioso laurel empezó a hablar en rápida sucesión cuando sus apuntadas lenguas verdes temblaron con el peso de la niebla condensada. Se desprendió de una única nota acuosa y yo sentí una crispación ante el repentino rataplán de gruesas gotitas que golpearon el coche, sorprendido casi de que lo que se deslizaba por el parabrisas y por la carrocería no fuera sangre.
Cerré la mano derecha alrededor de la Glock en el bolsillo de la chaqueta. Después de lo que Stevenson me había contado, me costaba imaginar las circunstancias en las que me iba a permitir salir vivo del coche. Me moví ligeramente en el asiento, el primero de unos cuantos pequeños movimientos que haría para no despertar sus sospechas y con los que me pondría en posición de dispararle a través de la chaqueta sin tener que sacar el arma del bolsillo.