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– Si.

– Aparece en cualquier momento, pero es peor por la noche -torció el rostro con una mueca de disgusto-. ¿Que demonios de perro es?

Estiró el brazo con el que sostenía el arma y me pareció que su dedo se deslizaba en el gatillo.

Orson enseño los dientes pero ninguno de los dos se movió ni emitió un sonido.

_ Es una mezcla de Labrador. Es un buen perro, no le haría daño a un gato.

Aumentó su enfado sin una razón aparente.

_ Una mezcla de Labrador, ¿eh? Es el diablo. Nada es nada. Ni aquí. Ni ahora. Ni nunca más -dijo Stevenson.

Pensé sacar la Glock del bolsillo de la chaqueta. Sostenía la bici con la mano izquierda. Tenía libre la derecha y la pistola estaba en el bolsillo derecho.

Sin embargo, aunque Stevenson estuviera distraído, no dejaba de ser un poli y respondería con profesionalidad a cualquier movimiento amenazador que yo hiciera. No tenía mucha confianza en la extraña afirmación de que se me veneraba. Hasta si dejaba caer la bicicleta para distraerlo, Stevenson me dispararía antes de que la Glock saliera del bolsillo.

Además, no iba a sacar la pistola contra el jefe de policía a menos que no tuviera otra elección. Porque si le disparaba, sería el final de mi vida, un paseo por el sol.

De pronto Stevenson hizo un movimiento con la cabeza y apartó los ojos de Orson . Lanzó un profundo suspiro, luego una serie que fue tan rápida y somera como la de un sabueso siguiendo el rastro de la pieza.

– ¿Que es eso?

Tema un sentido del olfato mas agudo que el mío, porque solo entonces me di cuenta de que una brisa casi imperceptible traía el hedor a descomposición de la criatura del mar que flotaba debajo del pilón principal.

Aunque Stevenson ya se había comportado de una forma lo suficientemente rara para que dudase de su cordura, su extraño comportamiento se acentuó aun mas. Se puso en tensión, encorvó la espalda, alargó el cuello y levantó la cara hacia la niebla, como si saboreara el aroma pútrido. Sus ojos brillaban febriles en la cara pálida y habló no con la mesurada curiosidad de un poli sino con una curiosidad impaciente y nerviosa casi perversa.

– ¿Que es eso? ¿No lo hueles? ¿Algo muerto, verdad?

– Si, algo que esta debajo del pilón -confirme- Algún pez, creo -Muerto. Muerto y descompuesto Algo… Se capta el sabor, ¿verdad? -se relamía-. Sí. Sí. Seguro que tiene un sabor interesante.

O se dio cuenta del espantoso tono de su voz o captó mi alarma, porque me dirigió una mirada preocupada e hizo un esfuerzo para dominarse. Fue una lucha. Se tambaleaba en el inseguro reborde de la emoción.

Finalmente el jefe recuperó su voz normal, o algo que se le aproximaba.

– Necesito hablar contigo y llegar a un acuerdo. Ahora. Esta noche ¿Por qué no me acompañas, Snow?

– ¿Adonde?

– El coche patrulla está ahí afuera. No te estoy arrestando. Sólo una charla rápida. Para asegurarme de que los dos nos comprendemos.

Lo último que deseaba era meterme en un coche patrulla con Stevenson. Si me negaba, sin embargo, podía formalizar su invitación llevándome bajo custodia.

Y si intentaba resistirme al arresto, si saltaba a la bicicleta y pedaleaba con fuerza hasta que el cigüeñal sacara humo, ¿a dónde iría? Solo faltaban unas cuantas horas para el amanecer y no tenía tiempo de salir volando hacia la próxima población en aquel solitario tramo de la costa. Y aunque tuviera mucho tiempo, el XP me limitaba a los alrededores de Moonlight Bay, donde podía volver a casa a la salida del sol y encontrar un amigo comprensivo que me acogiera y me diera oscuridad.

– Estoy de mal humor -dijo otra vez Stevenson entre dientes, la dureza había vuelto a su voz- Estoy de mal humor ¿Me acompañas?

– Sí, señor. Me es indiferente.

Con un movimiento de la pistola, nos indicó a Orson y a mí que lo precediéramos.

Llevé la bicicleta hasta un extremo del pilar de la entrada reacio a que me siguiera el jefe con la pistola. No necesitaba saber de comunicación con los animales para darme cuenta de que Orson también estaba nervioso.

Los pilares acababan con una acera de cemento flanqueada por lechos de flores llenos de plantas cuyos capullos se abrían a la salida del sol y se cerraban por la noche. En la zona ajardinada iluminada, unos caracoles estaban cruzando la calzada. Con los cuernos brillantes, dejando huellas plateadas de babas, unos moviéndose desde la parte derecha del lecho de plantas hacia el lecho idéntico de la izquierda, otros avanzando laboriosamente en dirección opuesta, esos humildes moluscos parecían compartir la insatisfacción y el desasosiego de la humanidad con las circunstancias de la existencia.

Hice varios virajes con la bicicleta para evitar a los caracoles, y aunque Orson los olisqueó al pasar, también los evitó.

De atrás llegó el crujido de los caparazones rotos, y el aplastamiento de los cuerpos gelatinosos bajo los pies. Stevenson no sólo aplastaba los caracoles que encontraba directamente bajo los pies, sino también a todo gasterópodo que se le ponía ante la vista. Unos eran despachados con un rápido chasquido, pero a otros los machacaba, volvía sobre ellos con una fuerza tal que el ruido de la suela del zapato contra el cemento parecía el golpeteo de un martillo.

No me volví a mirar.

Temí descubrir aquella mirada cruel que recordaba demasiado bien en los rostros de los jóvenes bravucones que me habían atormentado durante la infancia, antes de ser lo bastante listo y mayor para devolver los golpes. Aunque es irritante en el rostro de un niño, los mismos rasgos -los ojos protuberantes que parecen los de un reptil aunque no tengan las pupilas elípticas, las mejillas ruborizadas por el odio, los labios pálidos dibujados en una sonrisa despectiva que deja al descubierto unos dientes brillantes de saliva- son mucho mas turbadores en el rostro de un adulto. Especialmente si el adulto tiene una pistola en la mano y ostenta una placa.

El coche blanco y negro de Stevenson estaba aparcado ante un bordillo rojo a la izquierda de la entrada del muelle, fuera del alcance de las luces de las farolas, a la sombra profunda de la noche, bajo la ancha copa de un enorme laurel de las Indias.

Apoyé la bicicleta contra el tronco del árbol, en el que la niebla colgaba como musgo negro. Luego me volví cautelosamente hacia el jefe mientras abría la puerta trasera del coche patrulla.

En medio de aquella oscuridad reconocí la expresión del rostro que tanto temía esa incontenible ira, odiosa, irracional que convierte al ser humano en la bestia más peligrosa de todo el planeta.

Nunca el jefe Stevenson había exhibido aquel aspecto de maldad. No parecía capaz de aspereza alguna y aún menos de un odio sin sentido. Si de pronto me hubiera revelado que no era el Lewis Stevenson real, sino una forma de vida extraña mimetizando al jefe, me lo hubiera creído.

Moviendo la pistola, Stevenson se dirigió a Orson .

– Entra en el coche, chucho.

– Estará muy bien aquí afuera -dije.

– Adentro -urgió al perro.

Orson escudriño desconfiado la puerta abierta del coche y gimió con recelo.

– Esperará aquí -repuse- No está acostumbrado.

– Lo quiero en el coche -insistió Stevenson con acidez-. En esta ciudad existe la ley, Snow. Nunca nos hemos metido contigo. Siempre volvemos la cabeza, haciendo ver que no te vemos, porque… porque un perro esta exonerado si pertenece a un discapacitado.

No le discutí a Stevenson la utilización del término discapacitado. Lo cierto es que me importaba menos esa palabra que las seis palabras que ya se habría dicho para dominarse: «Por lo que fue tu madre».

– Pero esta vez -añadió-, no voy a quedarme aquí sentado mientras el maldito perro trota suelto, cagándose en la acera y alardeando de que la ley no es para él.

Hubiera podido observar la contradicción entre el hecho de que el perro de un discapacitado está exento de las normas y la afirmación de que Orson se burlaba de las exenciones, pero permanecí en silencio. No podía argumentar con Stevenson mientras estuviera en ese estado.

– Si no se mete en el coche cuando yo se lo ordene -dijo Stevenson-, lo obligas a que lo haga.

Dudé un instante, buscando una alternativa creíble para no hacerlo. Pero a medida que transcurrían los segundos, la situación se iba haciendo cada vez más peligrosa. No me sentía más a salvo aquí que cuando estábamos en la península en medio de la niebla, acosados por el grupo de monos.

– ¡Mete al maldito perro en el maldito coche ahora! -ordenó Stevenson. El veneno que había en aquella orden era tan poderoso que podría haber matado a los caracoles sin pisarlos, sólo con la voz.

Como tenía la pistola en la mano, yo estaba en desventaja, aunque me producía cierta satisfacción el hecho de que no supiera que iba armado. Pero por el momento no me quedaba otra alternativa que cooperar.

– Al coche, colega -le dije a Orson, procurando no expresar temor e intentando que los fuertes latidos de mi corazón no me hicieran temblar la voz.

El perro obedeció a disgusto.

Lewis Stevenson cerró de un portazo la puerta trasera y luego abrió la delantera.

– Ahora tú, Snow.

Tomé asiento en el lado del pasajero mientras Stevenson daba la vuelta alrededor del coche patrulla y lo hacía en el asiento del conductor. Cerró la puerta de golpe y me dijo que cerrara la mía, cosa que yo había esperado evitar.

Habitualmente no padezco de claustrofobia en espacios pequeños, pero seguro que no había ataúd más angosto que aquel coche patrulla. La niebla empujando en las ventanillas ejercía una presión psicológica similar al sueño de un entierro prematuro.

En el interior del coche hacía más frío y humedad que en el exterior. Stevenson encendió la calefacción para que entrara un poco de calor.

La radio de la policía emitió un crujido y una voz diligente e inexpresiva croó como el canto de una rana. Stevenson la desconectó.

Orson se echó en el suelo del asiento trasero, con las patas delanteras en la rejilla de acero que lo separaba de nosotros, asomándose con expresión preocupada por la barrera de seguridad. Cuando el jefe presionó un botón de la consola con el cañón de la pistola, el seguro de las puertas traseras se cerró con un golpe seco, semejante al de la hoja de una guillotina.

Yo creí que Stevenson guardaría la pistola cuando entráramos en el coche, pero siguió empuñándola. Apoyó el arma en las piernas, con el cañón apuntando al tablero de instrumentos. Bajo la mortecina luz verde del salpicadero, creí ver que ya no tenía el dedo en el gatillo, aunque esto no reducía su ventaja de manera apreciable.

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