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Me sorprendió su larga perorata porque significaba que mi situación le preocupaba mucho.

– Me estas llamando huevón -dije.

– Todavía no. Depende de lo que hagas.

– Soy un huevón a la espera de los acontecimientos.

– Sería como decir que tu huevonada potencial está más allá de la escala Richter.

Negué con un movimiento de la cabeza.

– Desde donde estoy sentado no parece tener diez metros.

– Quizá más.

– Siete como máximo.

Hizo girar sus ojos, como diciendo que él era el único que tenía sentido común.

– Según Angela todo esto viene de un proyecto en Fort Wyvern. Subió a buscar algo que quería enseñarme, una prueba, creo algo que su marido debió de birlar. Fuera lo que fuera, lo destruyó el fuego.

– Fort Wyvern. El Ejército. Los militares.

– ¿Qué?

– Estamos hablando del gobierno -dijo Bobby- Hermano, el gobierno no es una ola de diez metros. Es una ola de treinta metros. Es un maremoto.

– Esto es América.

– Suele serlo.

– Tengo un deber.

– ¿Que deber?

– Un deber moral.

Levantó una ceja se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, como si escucharme le hubiera producido dolor de cabeza.

– Creo que si oyeras en las noticias de la noche que un cometa va a destruir la Tierra te pondrías la capa y volarías al espacio exterior para desviar a ese mamón al otro extremo de la galaxia -repuso.

– A no ser que la capa estuviera en la tintorería.

– Huevón.

– Huevón.

20

– Mira -dijo Bobby-. Están llegando datos. Del satélite meteorológico del gobierno británico. Al procesarlos puedes medir el peso de cualquier ola en cualquier parte del mundo.

No había encendido las luces del despacho. Las grandes pantallas de vídeo de los computadores le proporcionaban iluminación suficiente, y a mí más que suficiente. Las barras de los gráficos de colores, los mapas, las fotografías vía satélite aumentadas y el dinámico discurrir del estado del tiempo se movían en las pantallas.

No he entrado en el mundo de la informática y nunca podré hacerlo. Con las gafas de sol anti UV, no me resulta fácil leer lo que aparece en la pantalla, y tampoco puedo arriesgarme a pasar horas ante una de esas pantallas con todos esos rayos bombardeándome. Para los demás son emisiones de bajo nivel, pero considerando los peligros de la acumulación, para mí unas horas ante un computador serían como una tormenta de rayos. Escribo a mano en tablillas: un artículo ocasional, el libro más vendido que dio como resultado el largo artículo en la revista Time sobre mí y el XP.

Este cuarto-computadora es el corazón de Surfcast, el servicio de predicción del oleaje, que proporciona predicciones diarias por fax a suscriptores de todo el mundo, mantiene un Web y tiene un número 900 para la información del estado del oleaje. En las oficinas de Moonlight Bay trabajan cuatro empleados, conectados por red con esta habitación, aunque Bobby realiza el análisis final de los datos y las predicciones del oleaje.

En las costas de los océanos de todo el mundo, aproximadamente seis millones de surfistas remontan las olas con asiduidad, y a unos cinco y medio de ellos les gustan olas con frentes -medidos desde el seno hasta la cresta- de dos a tres metros. Las marejadas oceánicas ocultan su fuerza debajo de la superficie, a profundidades que superan los trescientos metros, y no se convierten en olas hasta que llegan a aguas menos profundas y rompen en la costa; hasta finales de los años ochenta no había manera de predecir con fiabilidad dónde y cuándo podían encontrarse olas de dos metros. Los maniáticos del surf se pasaban días en la playa, esperando que el oleaje fuera suave o plano, mientras que los centenares de miles arriba o abajo de la costa que se sumergían en las rompientes eran devueltos a la orilla, o llegaban hasta el horizonte. Un porcentaje significativo de aquellos cinco millones y medio de surfistas iban a pagar a Bobby un montón de pasta por enterarse dónde iba a producirse la acción, o si ésta iba a depender solamente de la voluntad de Kahuna, el dios del oleaje.

Un montón de pasta. Sólo el número 900 proporcionaba centenares de miles de llamadas al año, a dos dólares el paso. Y Bobby, ironías del destino, el surfista rebelde y holgazán, probablemente es la persona más rica de Moonlight Bay, aunque nadie lo comprenda y él lo regale casi todo.

– Aquí -dijo, dejándose caer en una silla frente a uno de los computadores-. Antes de marcharte a salvar el mundo y de que te salten la tapa de los sesos, piensa en esto.

Cuando Orson irguió la cabeza para mirar la pantalla, Bobby tocó el teclado y solicitó nuevos datos.

El medio millón restante de los seis millones de surfistas remontan olas de cinco metros y probablemente unos diez mil pueden con las de siete metros, pero aunque los tipos más hábiles y cojonudos son muchos menos, un elevado porcentaje de ellos utilizan las predicciones de Bobby. Viven y mueren para cabalgar en las olas; para ellos perderse una sesión de monstruos gigantescos, especialmente en su tierra, sería como una tragedia de Shakespeare con arena.

– El domingo -dijo Bobby, tecleando.

– ¿Este domingo?

– Dentro de dos noches, querrás verlo. Creo que será mejor que estar muerto.

– ¿Se acercan olas grandes?

– Será magnífico.

Quizá trescientos o cuatrocientos surfistas en el mundo poseen la experiencia, el talento y los cojones [4] suficientes para montar olas de siete metros, y un puñado de ellos le paga bien a Bobby para que siga la pista correcta de la ola gigante, aunque sea algo semejante a matarlos. Algunos de estos maniáticos son hombres ricos que volarían a cualquier parte del mundo a desafiar una tempestad con olas gigantes, de diez o hasta de quince metros, a las que con frecuencia son remolcados por un ayudante en un Jet Ski, porque alcanzar tales monolitos de la manera habitual es difícil y, a menudo, imposible. En todo el mundo puedes encontrar olas de diez metros bien formadas y dignas de ser remontadas únicamente unos treinta días al año, y a menudo alcanzan las costas de lugares exóticos. Con la ayuda de mapas, fotos de satélite y las informaciones del tiempo de numerosas fuentes, Bobby puede suministrar predicciones de dos a tres días, tan fiables que sus clientes nunca se han quejado.

– Ahí -Bobby señalo el perfil de una ola en el computador. Orson se acercó a mirar la pantalla-, el punto de rompimiento del oleaje, Moonlight Bay. Va a ser el clásico domingo, la tarde, la noche, hasta el amanecer del lunes lleno de agitación.

– ¿Estoy viendo cuatro metros? -me acerque a la pantalla entornando los ojos.

– De tres a cuatro metros, con la posibilidad de alguna serie de cinco. Pronto alcanzarán Hawai luego nos tocara a nosotros.

– Estarán vivas.

– Completamente vivas. Se aproxima una gran tormenta de movimiento lento por el norte de Tahití. También habrá viento terral, así es que esos monstruos formarán las barreras más secas y con los túneles más locos que hayas visto en sueños.

– Fantástico.

Giró en la silla para mirarme.

– ¿Que prefieres, montar el oleaje del domingo por la noche o el maremoto mortal de Wyvern?

– Ambos.

– Suicida -dijo despectivamente.

– Pato -contesté sonriendo, lo cual es lo mismo que decir «boya», se refiere a esos que se sientan en la línea y no tienen las agallas de coger una ola.

Orson movía la cabeza mirando a uno y otro, como si contemplara un partido de tenis.

– Payaso -dijo Bobby.

– Tramposo -repuse, lo cual es lo mismo que decir «pato».

– Huevón -contestó, lo cual tiene el mismo significado en jerga surfista que en el idioma corriente.

– Presiento que no vas a estar conmigo en esto.

– No puedes ir a la poli. Tampoco al FBI. A todos ellos les paga el otro lado ¿Cómo vas a enterarte de un proyecto secreto en Wyvern? -inquirió levantándose de la silla.

– Ya he descubierto algo.

– Sí, y cuando te enteres de algo más te matarán. Escucha, Chris, no eres Sherlock Holmes o James Bond. En el mejor de los casos, eres Nancy Drew.

– Nancy Drew tenía una elevadísima cota de casos cerrados -le recordé- Atrapo el cien por cien de los hijos de puta que perseguía. Me sentiría honrado de que se me considerase el igual de una luchadora contra el crimen del calibre de doña Nancy Drew.

– Suicida.

– Pato.

– Payaso.

– Tramposo.

– Me pones enfermo -dijo Bobby riendo en voz baja mientras se rascaba la barba.

– Y tú a mí.

Sonó el teléfono y Bobby contestó.

– Hola, encanto, ya he acabado el nuevo formato… siempre Chris Isaak, siempre. Pon «Dancin» para mí, ¿quieres? -me paso el auricular- Es para ti, Nancy.

Me gusta la voz de disk jockey de Sasha. Es ligeramente diferente de su voz real, un poco más profunda, más suave y sedosa, pero el efecto es fuerte. Cuando la oigo deseo revolcarme en la cama con ella. Deseo revolcarme en la cama con ella siempre, tan a menudo como sea posible, pero cuando habla con su voz de la radio, deseo revolcarme en la cama con ella con urgencia. Transforma la voz desde el momento en que entra en el estudio y sigue con ella hasta que sale del trabajo.

– La línea se cortará en un minuto, he tenido que charlar entre los cortes -me dijo-, así es que seré breve. Ha venido uno que esta rondando por la emisora hace un rato, quiere ponerse en contacto contigo. Dice que es cuestión de vida o muerte.

– ¿Quien?

– No puedo decirte el nombre por teléfono. Le he prometido que no lo haría. Cuando le he dicho que probablemente estabas con Bobby esta persona no ha querido llamarte ni ir a verte allí.

– ¿Por que?

– No sé exactamente por que. Pero… esta persona estaba muy nerviosa, Chris «He tenido un encuentro con la noche.» ¿Sabes a lo que me refiero?

«He tenido un encuentro con la noche.»

Era un verso de un poema de Robert Frost.

Mi padre me había inculcado la pasión por la poesía. Y yo he contagiado a Sasha.

– Sí -dije- Creo que sé a lo que te refieres.

– Quiere verte lo antes posible. Dice que es cuestión de vida o muerte. ¿Que esta pasando, Chris?

– El domingo por la tarde tendremos una sesión de grandes olas -conteste.

– No es esto a lo que me refiero.

– Lo se. Luego te contaré el resto.

– Olas. ¿Podré salir?

[4] En castellano, en el original. (N. del E .)


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