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Quizás el corredor no fuera otra cosa que la sombra de una nube. Quizá Pero la idea no me convenció.

Eche un vistazo a la puerta abierta de la casa. Orson se había apartado un poco mas del umbral, adentrándose en la habitación. No se sentía cómodo.

Yo tampoco.

Estrellas. Luna. Arena. Hierba. Y la escalofriante sensación de ser observado.

Desde el talud que descendía hacia la playa o desde el somero bajío entre las dunas, a través de una pantalla de hierba, alguien me estaba observando. Una mirada puede pesar, y aquella llegaba hasta mí en oleadas consecutivas, no en un lento oleaje sino en olas de doble altura, que me derribaban.

El perro no fue el único cuyos pelos se erizaron.

Justo cuando me empezaba a preocupar la larga ausencia de Bobby, mi amigo apareció en el extremo oriental de la casa. Mientras se aproximaba, con la arena formando plumas alrededor de sus pies desnudos no me miró ni una sola vez, su atención se centraba en las dunas.

– A Orson se le han puesto los pelos de punta -dije.

– No me lo creo -replico Bobby.

– Completamente erizados. Nunca le había pasado antes. Este perro es la encarnación del valor.

– Bueno -dijo Bobby-, no se lo reprocho. Casi se me han erizado a mi.

– Hay alguien ahí afuera.

– Mas de uno.

– ¿Quien?

Bobby no contesto. Apretó con firmeza el arma y siguió sosteniéndola mientras escudriñaba los alrededores.

– Ya han estado aquí antes -aventuré.

– Si.

– ¿Por que? ¿Que quieren?

– No lo se.

– ¿Quienes son? -pregunte otra vez.

Como antes, no me contesto.

– ¿Bobby? -le urgí.

Una gran masa pálida, a unos cien metros de altura, desapareció gradualmente en la oscuridad sobre el océano, hacia el oeste: una masa densa de niebla que la blanquecina luz de la luna hacia resaltar y que se fue extendiendo hacia el norte y hacia el sur. Tanto si avanzaba hacia tierra o si se detenía sobre la costa toda la noche, el movimiento de la niebla producía una silenciosa presión. Una formación de pelícanos volando bajo y en silencio sobre la península se desvaneció tras cruzar las aguas negras de la bahía. La brisa que se dirigía hacia tierra desapareció, la hierba cayó y se quedo inmóvil y entonces pude percibir mejor el lento romper de las olas en la orilla de la bahía, aunque el sonido no era más que un murmullo en la adormecida quietud.

Más allá del promontorio un grito tan espectral como la llamada de un somormujo cortó el profundo silencio. Un grito de respuesta, igualmente cortante y estridente, se elevo de las dunas más próximas a la casa.

Me acorde de aquellas viejas películas del Oeste en las que los indios se llaman unos a otros en la oscuridad, imitando a los pájaros y a los coyotes para coordinar sus movimientos inmediatamente antes de atacar los carromatos en círculo de los colonos.

Bobby disparo un tiro a un montículo de arena próximo, sorprendiéndome de tal manera que a punto estuvo de estallarme la aorta.

El eco del disparo reboto en la bahía y retrocedió de nuevo hasta que las últimas reverberaciones fueron absorbidas por la gran almohada de niebla en el oeste.

– ¿Por que lo has hecho? -pregunte.

En lugar de responderme, Bobby volvió a cargar y aguzo el oído.

Me acorde de Pinn disparando al techo en el sótano de la iglesia para reforzar sus amenazas al padre Tom Eliot.

– Probablemente no era necesario, aunque no va mal que mediten sobre la idea de recibir un perdigonazo -dijo Bobby, como si pensara en voz alta, cuando ya no se elevaron más gritos de somormujo.

– ¿A quien? ¿A quien estas advirtiendo?

No era la primera vez que lo veía así, aunque nunca tan enigmático como en aquel momento.

Siguió atento a las dunas y pasó otro minuto antes de que me mirara, de pronto, como si hubiera olvidado que yo estaba allí, a su lado.

– Entremos. Tienes que sacarte este disfraz tan malo de Denzel Washington; mientras tanto prepararé unos cuantos tacos asesinos para los dos.

Yo sabía mejor que nadie como tenía que llevar el asunto. Con su actitud misteriosa quería despertar mi curiosidad y recalcar su reputación de rareza o, quizá, tenía una buena razón para mantener el secreto hasta para mí. En ambos casos, Bobby se encontraba en un estado de ánimo especial en el que es inaccesible, como si estuviera en su tabla, a medio camino del extremo del túnel, en la concavidad de una ola.

Mientras recorríamos el camino de vuelta a la casa, continuo la sensación de que alguien me estaba observando. La atención del observador desconocido me producía picor en la espalda, como si un cangrejo ermitaño recorriera una playa sin oleaje. Antes de cerrar la puerta principal, escudriñé la noche una vez más, pero nuestros visitantes siguieron ocultos.

El cuarto de baño es grande y lujoso: el suelo es de granito completamente negro, a juego con las repisas, tiene un hermoso armarito de teca y una gran superficie cubierta de espejos con los bordes biselados. La enorme ducha puede albergar a cuatro personas, lo que la hace ideal para limpiar al perro.

Corky Collins -que construyo la casa de Bobby mucho antes de su nacimiento- era un tipo sin pretensiones, pero se permitía hacer americanadas. Como el jacuzzi para cuatro personas forrado de mármol, en la esquina opuesta a la ducha. Quizá Corky -que se llamaba Toshiro Tagawa antes de cambiarse el nombre- imaginaba orgías con tres chicas o quizá fuera un maniático de la limpieza.

Cuando era joven -un prodigio que se licencio en Derecho en 1941 a la edad de veintiún años- Toshiro fue recluido en Manzanar, el campo de concentración en el que los leales estadounidenses de origen japonés permanecieron prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, indignado y humillado, se dedico al activismo político, comprometido en proteger a los oprimidos. Cinco años mas tarde perdió la confianza en la posibilidad de una justicia igual para todos y llegó al convencimiento de que la mayoría de los oprimidos, si se les da la oportunidad, se convierten en entusiastas opresores por derecho propio.

Cambió para ejercer de abogado especialista en derecho civil. Como su sabiduría no tenía limites, rápidamente se convirtió en el abogado privado de mas éxito en el área de San Francisco.

Cuatro años después, tras acumular una sustanciosa fortuna, dejó de practicar el derecho. En 1956, a los treinta y seis años, se construyo su casa en la punta sur de Moonlight Bay, e hizo llegar hasta allí corriente eléctrica, agua y teléfono con un gasto considerable. Con un seco sentido del humor resultado del cinismo y el rencor adquiridos, Toshiro Tagawa cambió legalmente su nombre por el de Corky Collins el día en el que se instaló en la casita, y dedicó todos los días del resto de su vida a la playa y al océano.

Le aparecieron nódulos en la punta de los dedos de los pies y en los pies, debajo de las rotulas y en las últimas costillas. Como quería oír libremente el retumbar de las olas, Corky no siempre utilizaba tapones para los oídos cuando practicaba surf, y desarrolló una exóstosis: el canal del oído interno se va estrechando porque se llena de agua fría y, debido al abuso repetido, un tumor benigno de huesos le redujo dicho canal. A los cincuenta años, Corky padecía sordera intermitente en el oído izquierdo. A todos los surfistas nos moquea la nariz después de una fuerte sesión de espuma de mar, porque los senos se vacían violentamente y expulsas toda el agua del mar que has aspirado por las ventanas de la nariz; estas porquerías suelen pasar cuando estas charlando con una chica fantástica con un bikini muy pequeñito. Después de veinte años de absoluta dedicación y de las consiguientes cataratas del Niágara, Corky desarrollo una exóstosis en los conductos de la nariz, que requirió cirugía para aliviar la jaqueca y recuperar el drenaje. En cada aniversario de la operación, organizaba la «fiesta del drenaje». Durante años de exposición a los rayos del sol y al agua salada, Corky también padecía lo que se llama el ojo del surfista -pterygium -, un engrosamiento aliforme de la conjuntiva sobre la esclerótica del ojo, que a veces se extiende a la cornea. Su visión se iba deteriorando poco a poco.

Hace nueve años no sufrió la operación oftalmológica porque murió. No a causa de un melanoma ni de un tiburón, sino de la Gran Madre, el océano. Corky tenía entonces sesenta y nueve años, pero aquel día salió a dibujar las monstruosas olas de una tormenta, gigantes de siete metros, temibles, truenos rodantes que la mayoría de los surfistas con la tercera parte de su edad no hubieran intentado superar. Según los testigos, estaba sobre una de ellas, aullando de alegría, casi volando, recorrió el filo, dibujó correctamente los tajos del carril sagrado, se lanzó a gran velocidad, hasta que desapareció de la vista durante mucho rato y fue abatido por una ola que rompía. Monstruos que pueden pesar miles de toneladas, lo que es mucha agua, demasiada para abrirse paso a través de ella, en las que hasta el nadador más experimentado tiene que permanecer en su interior un minuto y medio o más, a veces mucho más antes de poder tomar aire. Lo peor fue que Corky salió a la superficie justo a tiempo de ser martilleado por la siguiente ola, ahogándose al ser aplastado por las dos olas.

Los surfistas de un extremo al otro de California compartían la opinión de que Corky Collins había llevado una vida perfecta y había encontrado una muerte perfecta. Exóstosis en el oído, exóstosis en los conductos nasales, pterygium en ambos ojos, nada de esto significaba lo mas mínimo para Corky, todo esto era mejor que el aburrimiento o una enfermedad de corazón, mejor que una asquerosa pensión de jubilado ganada pasándose toda la vida en una oficina. La vida era el surf, la muerte era el surf, la fuerza de la naturaleza grande y envolvente, el corazón se exaltaba al pensar en el envidiable paso por el mundo de Corky que tan problemático era para tantos otros.

Bobby heredó la casa.

Este inesperado acontecimiento dejó atónito a Bobby. Ambos conocíamos a Corky Collins desde que teníamos once años, desde la primera vez que nos aventuramos hasta el final del promontorio con nuestras tablas en las bicis. Fue el mentor de toda rata surfista con ansias de experimentar y facilidad para dominar el punto de rompimiento. El no se comportaba como si el punto fuera suyo, pero todos respetaban a Corky como si fuera el propietario de la playa desde Santa Bárbara hasta Santa Cruz. Se mostraba impaciente con todo huevón que robaba o cortaba una buena ola, estropeándola para los demás, y desdeñaba a los surfistas domingueros y sin carácter, pero era un amigo y una inspiración para todos aquellos que estábamos enamorados del mar y en sintonía con su ritmo. Corky tenía legiones de amigos y admiradores, algunos de los cuales conocía desde hacia mas de tres décadas, y por esta razón nos desconcertó que dejara en herencia todas sus posesiones a Bobby, al que conocía tan solo desde hacia ocho años.

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