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Ambos coleccionamos callos de surfista y cuando se apoyó en la nevera, Bobby se froto distraídamente con la planta de uno de sus pies desnudos los callos del empeine del otro. Estas protuberancias son depósitos nudosos de calcio que se desarrollan debido a la constante presión contra una tabla de surf, te salen en los dedos del pie y en los empeines, de tanto batir las piernas en posición prona. También los tenemos en las rodillas y Bobby al final de las costillas.

Yo no estoy bronceado como Bobby, claro. El esta más que bronceado. Durante todo el año luce un tono tostado y en verano es una tostada untada con mantequilla. Baila el mambo con el melanoma, quizás un día muera por el mismo sol que el corteja y yo rechazo.

– Hoy he visto unos relámpagos fantásticos allá afuera -dijo- De dos metros y una forma perfecta.

– Parece que han remitido.

– Sí. A la caída del sol.

Bebimos nuestras cervezas mientras Orson se relamía feliz.

– Así -dijo Bobby-, que tu padre ha muerto.

Asentí. Sasha debió de llamarle por teléfono.

– Bien -añadió.

– Sí.

Bobby no es una persona cruel o insensible. Quiso decir que era bueno que mi padre hubiera dejado de sufrir.

Entre nosotros, a menudo decimos mucho con pocas palabras. La gente nos toma por hermanos no porque tengamos la misma estatura, el mismo peso y complexión física.

– Llegaste al hospital a tiempo. Estupendo.

– Sí.

No me preguntó cómo lo estaba llevando. Lo sabía.

– Y después del hospital -dijo-, cantaste un par de números en un minstrel show. [2]

Me llevé una mano tiznada a mi cara tiznada.

– Alguien ha matado a Angela Ferryman y ha incendiado su casa para ocultarlo. Y yo he estado a punto de alcanzar el gran onaula-loa [3] en el cielo.

– ¿Quién ha sido?

– Me gustaría saberlo. Los mismos que han robado el cuerpo de mi padre.

Bobby bebió un poco de cerveza y no dijo nada.

– Asesinaron a un autoestopista y sustituyeron su cuerpo por el de mi padre. No quieras saberlo.

Durante unos instantes, sopesó la sabiduría de la ignorancia contra el aguijón de la curiosidad.

– Puedo olvidar lo que he oído, si esto resulta doloroso.

Orson eructó. La cerveza le produce gases.

– Para ti ya no hay más, cara peluda -le dijo Bobby cuando el perro empezó a mover el rabo y a mirarlo con expresión suplicante.

– Estoy hambriento -dije.

– Y también sucio. Ve a darte una ducha y coge ropa mía. Luego prepararemos unos cuantos tacos.

– Creo que voy a limpiarme nadando.

– Afuera hace fresco.

– Unos dieciséis grados.

– Me refiero a la temperatura del agua. Créeme, la humedad es alta. Será mejor que te duches.

– Orson también necesita un repaso.

– Mételo en la ducha contigo. Hay un montón de toallas.

– Gracias, hermano -dije.

– Sí, soy tan buen cristiano que ya no voy a dibujar olas nunca más; a partir de ahora voy a pasear sobre ellas.

Hacía unos minutos que estaba en Bobbylandia, me había serenado y estaba deseando soltar las novedades. Bobby es algo más que un querido amigo, es un tranquilizante.

De pronto observé que se apartaba de la nevera e inclinaba la cabeza, escuchando.

– ¿Pasa algo? -pregunté.

– Alguien.

Yo no había oído nada, tan sólo la voz cada vez más tenue del viento. Con las ventanas cerradas y el oleaje tan lento, no podía oír el mar, pero observé que Orson también estaba alerta.

Bobby salió de la cocina para ver quién podía ser el visitante.

– Toma, hermano -dije ofreciéndole la Glock.

Se la quedó mirando con expresión de duda y luego me miró a mí.

– No te pases.

– Al autoestopista le arrancaron los ojos.

– ¿Por qué?

Me encogí de hombros.

– ¿Por qué lo hicieron?

Durante unos instantes Bobby consideró lo que le acababa de decir. Luego sacó una llave del bolsillo de los téjanos y abrió el armario de las escobas el cual, según yo recordaba, nunca había tenido una cerradura. Del estrecho armario sacó una pistola, una pistola de aire comprimido.

– Vaya novedad -dije.

– Imbécil repelente.

Esto no era habitual en Bobbylandia.

– No te pases -repuse sin poderlo resistir.

Orson y yo seguimos a Bobby a través de la sala y salimos al porche, en la parte delantera de la casa. La corriente que se dirigía a tierra olía vagamente a algas marinas.

La casa estaba orientada al norte. En la bahía no había ningún barco, o al menos ninguno con las luces encendidas. Hacia el este, las luces de la ciudad parpadeaban a lo largo de la costa y arriba, en las colinas.

Alrededor de la casa, en el extremo del promontorio, destacaban unas dunas bajas y la hierba parecía congelada bajo la luz de la luna. No se veía a nadie.

Orson se quedó en la parte superior de los escalones, rígido, con la cabeza levantada y extendida hacia delante, husmeando el aire y captando un olor más interesante que el de las algas marinas.

Fiándose quizá de su sexto sentido, Bobby no necesitó mirar a Orson para confirmar sus sospechas.

– Quédate aquí. Si pesco a alguien ahí afuera hay que decirle que no puede marcharse hasta que le comprobemos el ticket del aparcamiento.

Bajó los escalones con los pies desnudos y atravesó las dunas para echar un vistazo al escarpe que descendía hacia la playa. Alguien podía estar agachado en el talud, observando la casa desde el escondite.

Bobby caminó por el borde del terraplén, se dirigió al promontorio, observó el talud y la playa más abajo, girándose a cada paso para comprobar el terreno situado entre él y la casa. Sostenía el arma con ambas manos y llevaba la investigación con meticulosidad militar.

Era obvio que había hecho lo mismo en más de una ocasión. Pero no me había dicho que alguien lo acosaba o que le molestaban los intrusos. Generalmente cuando tiene un problema serio, lo comparte conmigo.

Me pregunté qué secreto guardaba.

19

Tras alejarse de los escalones y meter el hocico entre un par de balaustres en el extremo oriental del porche, Orson no centró su atención hacia el oeste, donde se encontraba Bobby, sino a sus espaldas, hacia el promontorio y la ciudad. Dejó escapar un profundo gruñido. Seguí la dirección de su mirada. Aunque la luna estaba en su plenitud, enredada en jirones de nubes que no la oscurecían, fui incapaz de ver nada.

Con la firmeza del rugido de un motor, el sordo gruñido del perro continúo sin interrumpirse.

Bobby había llegado al promontorio y seguía moviéndose por el borde del terraplén. Aunque podía verle, era poco más que una forma gris contra el telón de fondo negro y estrellado del mar y del cielo.

Mientras había estado mirando hacia el otro lado, alguien podía haber derribado a Bobby con tanta rapidez y violencia que no hubiera podido gritar y yo no me hubiera enterado. La figura borrosa y de color gris que rodeaba el promontorio y se iba acercando a la casa por el lado sur, podía ser la de otro.

– Me estás asustando -le dije al perro, que seguía gruñendo.

Aunque forcé la vista, seguí sin poder distinguir a nadie o a la posible amenaza procedente del este, donde la atención de Orson seguía fija. El único movimiento era la ondulación de la hierba alta y rala. El viento ya no tenía la fuerza suficiente para levantar la arena de las compactas dunas.

Orson dejó de gruñir y bajó pesadamente los escalones del porche, como si fuera a perseguir una pieza. Sin embargo, correteó en la arena a cierta distancia de la parte izquierda del porche, donde levantó una pata trasera y vació la vejiga.

Cuando volvió al porche, sus patas temblaban. De nuevo miró hacia el este, pero ahora sin gruñir, en su lugar, gimió nervioso.

El cambio me preocupó más que si se hubiera echado a ladrar con furia.

Crucé sigilosamente el porche y me dirigí al extremo occidental de la casa, procurando no perder de vista el exterior arenoso y a Bobby -si en realidad era Bobby-, que, bordeando la parte sur del terraplén, desapareció detrás de la casa.

Cuando me di cuenta de que Orson había dejado de gemir, me volví hacia él y observé que había desaparecido.

Pensé que debía de haber ido tras algo y que era sorprendente que lo hubiera hecho con tanto sigilo. Lleno de ansiedad volví sobre mis pasos y me dirigí a los escalones del porche, pero no vi al perro por ningún sitio, ni entre las dunas iluminadas por la luna.

Finalmente lo encontré ante la puerta abierta, escudriñando el exterior. Se había refugiado en la sala de estar, justo un poco más allá del umbral. Tenía las orejas aplastadas contra el cráneo. La cabeza gacha. El pelo del cuello erizado como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. No gruñía ni gemía, pero le temblaban los flancos.

Orson es muchas cosas -entre ellas, raro- pero no es cobarde ni estúpido. Lo que le había hecho retroceder debió de provocarle un miedo respetable.

– ¿Qué pasa, colega?

No me dirigió siquiera una rápida mirada y continuó obsesionado en la árida extensión que se dilataba más allá del porche. Tenía los negros hocicos abiertos y enseñaba los dientes, pero no emitía ningún gruñido. Era obvio que no albergaba ninguna intención agresiva, en cambio, sus dientes desnudos parecían expresar gran aversión, repulsión.

Cuando me volví a escudriñar la oscuridad, observe un movimiento con el rabillo del ojo: la fugaz impresión de un hombre corriendo ligeramente inclinado, atravesando la propiedad de este a oeste, avanzando rápidamente con largas y ágiles zancadas a través de la última hilera de dunas que marcaban el final del talud hacia la playa, a unos cuarenta pies de donde yo me encontraba.

Giré en redondo y levanté la Glock. El corredor, o se había caído al suelo o era un fantasma.

Me pregunté si sería Pinn. No. Orson no hubiera sentido temor de Jesse Pinn o de cualquier otro hombre como él.

Crucé el porche, bajé los tres escalones de madera, me detuve en la arena y eché un vistazo a las dunas de los alrededores. Aquí y allá, la alta hierba rala se balanceaba con la brisa. Algunas luces de la costa parpadeaban en las aguas tranquilas de la bahía. No se movía nada más.

Como el vendaje de tiras deshilachadas de la cara blanca y seca de un faraón momificado, una nube estrecha y larga se apartó de la barbilla de la luna.

[2] Representación teatral cómica, antiguamente popular, en la que actores blancos hacen papeles de negros. (N. de la T.)


[3] La suprema felicidad, entre los antiguos jamaiquinos. (N. de la T.)


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