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– Ya no vamos a aguantar más tus disparates ni tu interferencia. No voy a amenazarte con patearte los dientes, aunque estoy seguro de que sería muy divertido. Nunca me ha gustado bailar, ¿sabes?, pero me gustaría hacerlo sobre tu estúpida cara. Pero no más amenazas, no, esta vez no, ya no. No voy a amenazarte con enviarlos por ti, porque creo que te interesaría. El padre Eliot, el mártir, sufriendo por Dios. Oh, ¿te gustaría, verdad? Ser un mártir, sufrir una muerte bestial. Sin una queja.

El padre Tom estaba con la cabeza inclinada, los ojos abatidos, los brazos a ambos lados del cuerpo, como si esperase pacientemente a que la tormenta remitiera.

La pasividad del cura inflamo a Pinn. El enterrador cerró en un puño la mano derecha y se golpeo con él la palma de la mano izquierda como si necesitara oír el duro chasquido de la carne sobre la carne. Entonces su voz sonó tan llena de desprecio como de furia.

– Una noche te despertaras y los tendrás encima, o quizá te cojan por sorpresa en el campanario o en la sacristía cuando estés arrodillado en el reclinatorio, te entregaras a ellos en éxtasis, en un éxtasis morboso, te recrearás en el dolor, en el sufrimiento por tu Dios -así es como lo veras-; sufrirás por tu Dios muerto y sufriendo te irás derecho al cielo. Vas a quedarte mudo, hijo de puta. Retrasado incurable. Si has rezado alguna vez por ellos, reza ahora para que te falle el corazón mientras te hacen pedazos ¿Que te parece, cura?

El cura regordete respondió a todo esto con los ojos bajos y resistencia muda.

Me costó un esfuerzo mantenerme en silencio. Tenía muchas preguntas que hacerle a Jesse Pinn. Muchas.

Pinn dejo de caminar y se inclino hacia el padre Tom.

– Ya no te volveremos a amenazar mas, cura. Ya no. Emociónate pensando en sufrir por el Señor. Porque esto es lo que te va a pasar si no dejas de entrometerte. Nos ocuparemos de tu hermana. De la preciosa Laura.

El padre Tom levanto la cabeza y clavó la vista en Pinn, pero no dijo nada todavía.

– La matare yo mismo -aseguro Pinn- Con esta pistola.

Sacó la pistola de la americana, evidentemente de una pistolera. Aun en la distancia y bajo la débil luz, observe que el cañón era inusualmente largo.

A la defensiva, introduje la mano en el bolsillo de la chaqueta, y busque la culata de la Glock.

– Suéltenla -dijo el cura.

– Nunca la soltaremos -aseguró Pinn-. Es tan… interesante. El hecho es que, antes de matar a Laura, la violare. Es una mujer todavía de muy buen ver, aunque se este volviendo rara.

Laura Eliot que había sido amiga y colega de mi madre era una mujer encantadora. Aunque hacia un año que no la veía, recordaba su rostro perfectamente. Al parecer había encontrado un empleo en San Diego cuando Ashdon le rescindió su contrato. Mis padres recibieron una carta de Laura, pero no nos agrado que no viniera a despedirse en persona. Evidentemente se trataba de una tapadera y todavía se encontraba en la zona, retenida en contra de su voluntad.

– Dios mío, ayúdale -dijo el padre Tom, finalmente.

– No necesito ayuda -replico Pinn- Le meteré la pistola en la boca y justo antes de apretar el gatillo le diré que su hermano dice que la verá pronto, que la verá pronto en el infierno, y luego le saltare la tapa de los sesos.

– Dios mío, ayúdame.

– ¿Que has dicho, cura? -inquino Pinn con un tono de burla.

El padre Tom no respondió.

– ¿Has dicho «Dios, ayúdame»? -se burlo- ¿«Dios ayúdame»? Una exclamación no muy verosímil. Después de todo, tu ya no eres uno de los suyos, ¿verdad?

La curiosa afirmación provoco que el padre Tom se apoyara contra la pared y se cubriera la cara con las manos. Debía de estar llorando, aunque no podía verlo.

– Imagina el rostro de tu querida hermana -dijo Pinn- Y ahora imagina su cuerpo retorciéndose, distorsionándose, y la parte superior de su cabeza estallando.

Disparó un tiro al techo. El cañón era largo porque llevaba acoplado un silenciador y, en lugar de un fuerte estampido, solo se escucho un ruido parecido al que hace un puño golpeando una almohada.

En el mismo instante, y con un duro sonido metálico, la bala pasó velozmente por la pantalla metálica rectangular de la lámpara que colgaba directamente encima del enterrador. El tubo fluorescente no se hizo añicos, pero el movimiento de la larga cadena provoco el balanceo de la lámpara, una espada de luz glacial como una guadaña atravesó la habitación formando brillantes arcos.

En el rítmico recorrido de la luz, a pesar de que Pinn no hizo ningún movimiento, su sombra de espantapájaros saltó hacia otras sombras que aleteaban como mirlos. A continuación se enfundo la pistola bajo la americana.

Cuando las cadenas de la lámpara oscilante se doblaron, los eslabones se retorcieron y friccionaron los unos con los otros provocando un espectral campanilleo, como si unos monaguillos de ojos de lagarto con casacas y sobrepellices empapadas de sangre hicieran sonar unas campanas desafinadas en una misa satánica.

Al parecer, la música estridente y las cabriolas de las sombras excitaron a Jesse Pinn. Emitió un grito inhumano, primitivo y sicópata, un maullido de esos que a veces te despiertan durante la noche y te levantas preguntándote que especie lo ha originado. Cuando aquel sonido salió de sus labios llenos de saliva, clavó los puños en la región abdominal del cura: dos fuertes puñetazos.

Rápidamente salí de detrás del ángel que tocaba el laúd e intenté sacar la Glock, pero se había metido en el forro del bolsillo de la chaqueta.

Cuando el padre Tom se dobló por los dos golpes, Pinn cruzó las manos y golpeó la nuca del cura.

El padre Tom cayó al suelo y yo finalmente pude sacar la pistola del bolsillo.

Pinn pateó al cura en las costillas.

Levanté la Glock, apunté a la espalda de Pinn y ajusté la mira de láser Cuando el mortal círculo rojo apareció entre sus huesudos hombros, y yo ya iba a decir basta, el enterrador se detuvo y se alejó del cura.

Continué en silencio.

– Si no eres parte de la solución, eres parte del problema. Si no puedes formar parte del futuro, entonces lárgate al infierno -le dijo Pinn al padre Tom.

Aquello sonaba a despedida. Desconecté la mira de láser y me retiré detrás del ángel justo cuando el enterrador se alejaba del padre Tom. No me vio.

Jesse Pinn se fue por donde había venido bajo el canto de las cadenas; aquel sonido chirriante no parecía proceder del techo sino de su interior, como si en su sangre hubiera un enjambre de cigarras. Su sombra corrió una y otra vez por delante de él y luego saltó hacia atrás hasta que pasó al otro lado de la arqueada espada de luz de la lámpara oscilante, formó un todo con la sombra y rodeó la esquina del otro brazo de la habitación en forma de L.

Volví a guardar la Glock en el bolsillo de la chaqueta.

Desde el refugio del desordenado pesebre, observé al padre Tom Eliot. Yacía al pie de las escaleras, en posición fetal, retorciéndose de dolor.

Pensé acercarme a él para comprobar si estaba herido de gravedad, y enterarme de las circunstancias que habían provocado el enfrentamiento que acababa de presenciar, pero no quise revelar mi presencia y me quedé donde estaba.

Cualquier enemigo de Jesse Pinn tendría que ser aliado mío, pero no podía estar seguro de la buena voluntad del padre Tom. Aunque eran adversarios, el cura y el enterrador compartían un misterioso mundo subterráneo que yo desconocía hasta aquella noche, por lo que cada uno de ellos tenía más en común con el otro que conmigo. Imaginé que, si me dejaba ver, el padre Tom llamaría a Jesse Pinn y el enterrador volvería volando, agitando su traje-negro, con el inhumano maullido vibrando entre sus finos labios.

Además, Pinn y sus compañeros tenían secuestrada a la hermana del cura. El hecho de tenerla les proporcionaba una palanca, un punto de apoyo con el que mover al padre Tom, mientras que yo no tenía influencia alguna.

La música estridente de las cadenas retorcidas fue decayendo poco a poco, mientras la espada de luz describía un arco cada vez mas reducido.

Sin una protesta, sin ni siquiera una queja involuntaria, el cura se enderezó sobre las rodillas y luego con un esfuerzo se puso de pie. No podía mantenerse erguido. Encorvado como un simio, con una mano en la barandilla, empezó a subir trabajosamente la pendiente, los crujientes escalones hacia la planta baja de la iglesia.

Cuando llegara al final, apagaría las luces, y yo me quedaría sumergido en una oscuridad tal que hasta santa Bernadette, la de los milagros de Lourdes, se amilanaría. No había tiempo que perder.

Poco antes de iniciar la retirada en medio de aquellas figuras de pesebre de tamaño natural, alcé la vista por primera vez hacia los ojos pintados del ángel del laúd que tenía frente a mí, y pensé que eran de color azul como los míos. Estudié el resto de los rasgos de yeso laqueado y, aunque la luz era pobre, hubiera asegurado que aquel ángel y yo compartíamos la cara.

El parecido me dejó paralizado y confundido, y me esforcé intentando comprender cómo ese ángel Christopher Snow estaba allí contemplándome. Pocas veces he visto mi rostro a la luz, pero me he visto reflejado en los espejos de las habitaciones poco iluminadas y la luz que allí había era similar. Sin lugar a dudas era yo beatífico e idealizado, pero yo.

Desde que tuve la experiencia en el garaje del hospital, cada incidente y cada objeto parecían guardar un significado. Me resulto imposible, por lo tanto, creer en la posibilidad de una coincidencia. Hacia donde mirara, el mundo rezumaba misterio.

Claro que este es el camino que lleva a la locura: creer que todo lo que sucede en la vida se debe a una complicada conspiración dirigida por unos manipuladores extraordinarios que todo lo ven y todo lo saben. La sana conciencia consiste en pensar que los seres humanos son incapaces de llevar a cabo conspiraciones a gran escala, porque algunas de las cualidades que nos definen como especie son la poca atención por el detalle, la tendencia al pánico y la incapacidad de mantener nuestras bocas cerradas. Hablando con sentido del humor, apenas somos capaces de atarnos los cordones de los zapatos. Y si además existe algún orden en el universo, no es obra nuestra, y probablemente ni siquiera somos capaces de percibirlo.

El cura estaba a un tercio del final de las escaleras.

Observé estupefacto el ángel.

Muchas noches durante la época de Navidad, año tras año, había paseado en bicicleta por la calle frente a St Bernadette. El pesebre se exhibía en el prado de la iglesia, cada figura en el lugar adecuado, ninguno de los Reyes Magos con su regalo estaba colocado como si fuera un proctólogo de camellos, y el ángel en cuestión no estaba. O yo no lo había visto. La explicación más sencilla, claro, era que el pesebre tenía demasiada luz y yo no quería correr el riesgo de pararme a admirarlo, el ángel Christopher Snow formaba parte de la escena, pero yo siempre había girado la cabeza al pasar frente a él, para protegerme los ojos.

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