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El cura ya había subido la mitad del tramo de escaleras y ahora lo hacía a mayor velocidad.

Entonces recordé que Angela Ferryman oía misa en St Bernadette. Considerando su afición por las muñecas, era indudable que la habían convencido para que aplicase su talento al pesebre.

Final del misterio.

No entendía, sin embargo, por qué le asignó mi rostro al ángel. Si mis rasgos casaban con alguien en la escena del pesebre, deberían de haber sido los del burro. La opinión que ella tenía de mí era mas elevada sin duda de lo que merecía.

Recordé la imagen de Angela aquella Angela que había visto por última vez en el suelo del cuarto de baño, con los ojos fijos en alguna visión última, más lejana que Andrómeda, con la cabeza colgando hacia atrás en la taza del inodoro y con un tajo en la garganta.

De repente tuve la certeza de que había olvidado un detalle importante cuando encontré su pobre cuerpo roto. Asqueado por las salpicaduras de sangre, angustiado por el dolor, en un estado de shock y de miedo, había evitado mirarla mucho, precisamente como, durante años, había evitado mirar las figuras del pesebre iluminado en el exterior de la iglesia. Vi una pista de vital importancia, pero no la registré conscientemente. Y ahora mi subconsciente estaba jugando conmigo.

Cuando el padre Tom llegó al tramo superior de las escaleras, estalló en sollozos. Se sentó en el rellano y lloró con desconsuelo.

Me resultó imposible soportar por más tiempo la imagen mental del rostro de Angela. Luego tendría tiempo de enfrentarme a ella y, a regañadientes, explorar aquel recuerdo de gran guiñol.

Entre el ángel y el camello, los Reyes Magos, José y el burro, la Virgen, el cordero y el Cordero, avancé en silencio por el belén, luego pasé junto a las hileras de armarios y cajas de suministros, entré en el espacio más reducido y estrecho donde se almacenaban las cosas pequeñas, y me dirigí hacia la puerta de la habitación de servicios.

Los sonidos que emitía el angustiado cura resonaban en las paredes de cemento, y se iban apagando hasta convertirse en gritos de una entidad inquietante apenas capaz de hacerse oír a través de la fría barrera entre este mundo y el otro.

Recordé con tristeza el agudo dolor de mi padre en la cámara frigorífica del Mercy Hospital, la noche de la muerte de mi madre.

Por razones que no me resultan del todo comprensibles, me reservo la angustia. Cuando uno de esos gritos salvajes amenaza con elevarse, muerdo con fuerza hasta que trituro la energía por completo y me la trago sin decir una palabra.

En sueños aprieto los dientes -no es raro- y algunas noches me despierto con dolor en las mandíbulas. Quizá temo poner voz en mis sueños a unos sentimientos que prefiero no expresar cuando estoy despierto.

Cuando iba a salir del sótano de la iglesia imaginé que el enterrador -pálido, con los ojos rojizos como el atardecer- se me echaría encima o saldría de las sombras detrás de mí o rebotaría como un perverso muñeco de resorte en una caja de sorpresas desde la puerta de un horno. Pero no me estaba esperando en ningún lugar de mi camino.

Afuera, Orson vino a mí desde las lápidas, donde se había ocultado de Pinn. A juzgar por el comportamiento del perro, el enterrador se había ido.

Se me quedó mirando con gran curiosidad, o así me lo imaginé yo.

– Ignoro lo que ha pasado ahí dentro. No sé lo que significa -dije.

Parecía indeciso. Tiene el don de parecerlo la cara roma, la expresión lejana de los ojos.

– Es cierto -insistí.

Con Orson a mi lado, me dirigí hacia la bicicleta. El ángel de granito que había vigilado mi medio de transporte no se parecía a mí en absoluto.

El viento molesto se había transformado de nuevo en una brisa acariciadora y los robles permanecían en silencio.

Una filigrana de nubes en movimiento era plata cruzando una luna plateada.

Una gran bandada de vencejos descendió rápidamente del tejado de la iglesia y se posó en los árboles; algunos ruiseñores también volvieron, como si el cementerio no hubiera sido santificado hasta que Pinn hubo desaparecido.

Sosteniendo la bicicleta por el manillar, me quedé mirando las hileras de lápidas.

– «… la oscuridad crece sólida a su alrededor, transformando al fin la tierra.» Es de Louise Glück, una gran poeta -dije.

Orson se agitó satisfecho como dando su conformidad.

– Ignoro lo que está pasando aquí, pero creo que hay personas que van a morir antes de que les llegue la hora, y algunas de ellas es probable que sean personas que nosotros apreciamos. Quizás hasta yo. O tú.

La mirada de Orson era solemne.

Desde el cementerio observé las calles de mi ciudad, que de repente me parecieron mucho más pavorosas que cualquier camposanto.

– Vamos a tomar una cerveza -dije.

Salté a la bici mientras Orson danzaba una danza de perro por la hierba del cementerio; por lo pronto, dejamos la muerte atrás.

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