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Pinn alzó el rostro del aparato que tenía en la mano, dirigió la mirada hacia la derecha, hacia St Bernadette y luego volvió a consultar la pantalla. Después se encamino hacia la iglesia.

Ignorante de nuestra presencia, aunque estábamos a poco mas de diez metros de distancia.

Miré a Orson .

El me miro a mí.

Olvidadas las ardillas, seguimos a Pinn.

17

El enterrador se dirigió apresuradamente a la parte trasera de la iglesia, sin mirar hacia atrás. Descendió un tramo ancho de escalones de piedra que conducían a la puerta del sótano.

Le seguí de cerca para no perderlo de vista. Me detuve al llegar a unos diez pies de la parte superior de los escalones y lo vigilé desde una esquina.

Si se volvía y miraba hacia arriba, me hubiera visto antes de que hubiera podido ocultarme, pero no me preocupaba demasiado. Parecía tan concentrado en lo que tenía entre manos que la convocatoria de las trompetas celestiales y la barahúnda de los muertos levantándose de sus tumbas no hubieran desviado su atención.

Estudió el misterioso aparato que tenía en la mano, lo desconectó y se lo metió en un bolsillo interior de la americana. Sacó un instrumento de otro bolsillo, pero la luz era demasiado débil para que yo pudiera ver de qué se trataba, a diferencia del primero, este otro no llevaba incorporada ninguna parte luminosa.

Por encima del susurro del viento y de las hojas de los robles, oí una serie de crujidos y ruidos de roces. Les siguió un chasquido, otro chasquido y luego un tercero.

Al cuarto chasquido, creí reconocer el sonido: era el resorte de la recámara de una pistola Lockaid. Esta arma tiene unas balas finas que deslizas suavemente en la ranura del pistón, bajo los pasadores del seguro. Cuando tiras del percutor, un resorte plano de acero salta hacia arriba y aloja algunas de las balas en la línea de tiro.

Hace unos años, Manuel Ramírez me hizo una demostración con una Lockaid. Las pistolas con recámara de resorte sólo se vendían a entidades relacionadas con la ley, y la posesión de una de ellas por un civil era ilegal.

Aunque Jesse Pinn pudiera exhibir una expresión de condolencia en su jeta tan convincente como podría serlo la de Sandy Kirk, incineraba víctimas de asesinato en un horno crematorio y ayudaba a encubrir crímenes capitales, de modo que no era verosímil que le molestaran unas leyes restrictivas sobre la propiedad de una Lockaid. Quizá tenía límites. A lo mejor, por ejemplo, no empujaría a una monja por un barranco sin una razón. No obstante, al recordar el rostro afilado de Pinn y el brillo de estilete de sus ojos castaño rojizo cuando se había acercado a la ventana del crematorio aquella noche, no hubiera dado un duro por la monja.

El enterrador tuvo que empujar el percutor del arma cinco veces para pasar todas las balas. Tras forzar la puerta cautelosamente, devolvió la Lockaid a su bolsillo.

Cuando empujo la puerta hacia dentro, la ventana baja del sótano estaba iluminada. Su silueta quedó perfilada mientras se quedaba durante medio minuto escuchando en el umbral, con los hombros huesudos ladeados hacia la izquierda, la cabeza medio colgando hacia la derecha y el cabello levantado por el viento levantado como la paja. De pronto, se movió como un espantapájaros animado que hubiera perdido la cruz del soporte y entró tras empujar la puerta, dejándola medio cerrada de tras de él.

– Quédate -murmuré a Orson .

Bajé los escalones y mi siempre obediente perro me siguió.

Al acercar la oreja a la puerta, no oí nada procedente del sótano.

Orson metió el hocico en la abertura de unos cincuenta centímetros, olisqueó, y aunque le di un ligero golpecito en la parte superior de la cabeza, él no se retiró.

Inclinándome hacia el perro, asomé la nariz por la abertura, no para olisquear sino para ver lo que había dentro. Eludiendo la luz directa fluorescente, vi una habitación de poco más de seis por doce metros con paredes y techo de cemento, revestida con los accesorios que servían a la iglesia y el ala añadida de las aulas de la escuela dominical: cinco calderas de gas, un calentador grande de agua, los paneles de la electricidad y una maquinaria que no reconocí.

Jesse Pinn había recorrido las tres cuartas partes de esta primera habitación y se aproximaba a una puerta cerrada situada en la pared más alejada, dándome la espalda.

Me alejé de la puerta y me saqué del bolsillo de la camisa la funda de las gafas. El cierre de velero se abrió con un sonido que me hizo pensar en el pedo de una serpiente, aunque no sé por qué, porque en mi vida había oído tirarse un pedo a una serpiente. La flamante imaginación a la que antes me he referido había dado un giro hacia lo escatológico.

Cuando me puse las gafas y me asomé otra vez, Pinn había desaparecido en la segunda habitación del sótano. La puerta del extremo permanecía abierta a medias y se veía luz en su interior.

– El suelo es de cemento -murmuré- Mis Nikes no harán ruido, pero tus uñas sí. Quédate aquí.

Empujé la puerta que tenía ante mí y entré en el sótano.

Orson se quedó fuera, al pie de los escalones. Quizás obedeció esta vez porque le había dado una razón lógica para hacerlo.

O quizá, debido a algo que había husmeado, sabía que seguir adelante era imprudente. Los perros poseen un olfato mil veces más agudo que el nuestro y les aporta más datos que todos los sentidos humanos combinados.

Con las gafas de sol estaba a salvo de la luz y veía lo suficiente para navegar por la habitación. Evité el centro y permanecí cerca de los calentadores y de los otros equipamientos, donde podía meterme en un hueco y esperar oculto si oía volver a Jesse Pinn.

El tiempo y el sudor habían disminuido la efectividad de la crema protectora en la cara y en las manos, pero contaba con la capa de hollín para protegerme. Las manos parecían enfundadas en guantes de seda negra y pensé que también llevaba una máscara en la cara.

Cuando llegué a la puerta interior, oí dos voces distantes, ambas masculinas, una de ellas perteneciente a Pinn. Eran voces apagadas y no pude entender lo que estaban diciendo.

Eché un vistazo a la puerta exterior, desde la que Orson me vigilaba un oído atento y el otro en descanso.

Al otro lado de la puerta interior había una habitación larga, estrecha y casi vacía. Únicamente estaban encendidas algunas luces del techo, suspendidas en unas cadenas entre cañerías de agua a la vista y con ductos de la calefacción, pero no me quité las gafas.

Al parecer, esta habitación formaba parte de un espacio en forma de L, el tramo siguiente, abierto hacia la derecha, era más largo y más ancho que el primero, aunque también estaba débilmente iluminado. Este segundo tramo se utilizaba como almacén, y mientras seguía la dirección de las voces, pasé cautelosamente junto a cajas de suministros, decorados de distintas fiestas y celebraciones y una hilera de armarios llenos de los registros de la iglesia. Las sombras se reunían por todas partes como grupos de monjes encapuchados y me saqué las gafas.

A medida que avanzaba las voces aumentaron de volumen, pero la acústica era pésima y todavía no podía discernir las palabras. Aunque no gritara, Pinn estaba enfadado, como deduje por el tono de soterrada amenaza que había en su voz. El otro hombre, al parecer, intentaba aplacar al enterrador.

En medio de la habitación había un belén de tamaño natural no sólo con san José y la Virgen María y el Niño Jesús en la cuna, sino toda la escena con los Reyes Magos, los camellos, patos, corderos y el ángel anunciador. El establo estaba confeccionado con madera y los haces de heno eran reales, las personas y los animales eran de yeso sobre tela metálica y listones, con las ropas y los rasgos de la cara pintados por un artista con talento, protegidos con una laca a prueba de agua que les proporcionaba un brillo sobrenatural hasta bajo aquella débil luz. A juzgar por las herramientas, la pintura y otros materiales, la restauración estaba hecha a conciencia, el pesebre se exhibiría durante las próximas Navidades.

Escuchando palabras sueltas de la conversación de Pinn con el desconocido, me moví entre las figuras, algunas de las cuales eran más altas que yo. La escena desorientaba porque ninguno de los elementos estaba dispuesto para la representación, ninguno mantenía la relación adecuada con los demás. Uno de los Reyes tenía la cara metida en el cinturón de un ángel que sostenía una trompeta, José parecía conversar con un camello. El Niño Jesús yacía sin que nadie le hiciera caso en su cuna, que tenía un haz de heno a uno de los lados. María permanecía sentada con una beatífica sonrisa y una mirada de adoración, pero el objeto de su atención no era su santo hijo, sino un cubo galvanizado. Otro Rey Mago contemplaba el culo de un camello.

Avancé en medio del desorganizado Belén y cuando ya llegaba al final, aproveche un ángel que tocaba un laúd para protegerme. Estaba en la sombra, pero cuando me asomé por la curva de un bastidor medio enrollado, vi a Jesse Pinn a la luz, a unos seis metros de distancia, amenazando a otro hombre que estaba cerca de las escaleras que conducían a la planta baja de la iglesia.

– Se te ha avisado -decía Pinn, alzando la voz hasta casi convertirla en un gruñido- ¿Cuántas veces hay que hacerlo?

Al principio no pude distinguir al otro hombre porque Pinn lo tapaba. Hablaba en voz baja y no pude oír lo que decía.

El enterrador reaccionó con enfado y empezó a caminar con impaciencia, pasándose una mano por los despeinados cabellos.

Entonces vi que el otro hombre era el padre Tom Eliot, el párroco de St. Bernadette.

– Loco, estúpido de mierda -dijo Pinn furioso, con aspereza- Eres un charlatán, una imbécil efusión divina.

El padre Tom debía de medir uno setenta, era un hombre rollizo, con el rostro expresivo y elástico de un comediante de nacimiento. Aunque no era miembro de su iglesia, ni de ninguna otra, había hablado con él en bastantes ocasiones y siempre me había parecido un hombre de naturaleza bondadosa con un modesto sentido del humor y un entusiasmo por la vida casi infantil. Resultaba fácil entender por qué lo adoraban sus feligreses.

Pinn no lo adoraba. Alzó una de sus manos esqueléticas y señalo con uno de sus huesudos dedos al cura.

– Me pone enfermo tu santurronería, hijo de puta.

Evidentemente el padre Tom había decidido soportar el ultrajante asalto verbal sin responder.

Pinn cortó el aire con el borde afilado de una mano, como si se esforzara -con considerable frustración- en esculpir sus palabras en una verdad que el cura pudiera entender.

30
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