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– ¿Qué demonios ha pasado en la casa? -pregunté- ¿Quién la ha matado, por qué han jugado conmigo, qué ha sido todo eso de las muñecas, por qué no me han rebanado el cuello y me han quemado con ella?

Orson sacudió la cabeza y yo jugué a interpretar su respuesta. No lo sabía. Meneaba la cabeza con desconcierto. Desorientado. Estaba desorientado. No sabía por qué no me habían rebanado el cuello.

– No creo que haya sido la Glock. Quiero decir que eran mas de uno, al menos dos, probablemente tres, así es que podían haberme vencido si hubieran querido. Y aunque a ella le cortaran el cuello, debían de ir armados. Porque son unos hijos de puta serios, unos depravados asesinos. Arrancan los ojos para divertirse. Y si no tienen remilgos en llevar armas, no les iba a intimidar la Glock.

Orson enderezó la cabeza, y considero el razonamiento. Puede que haya sido la Glock. O quizá no. O quizá si. «¿Quien sabe? ¿Qué es una Glock al fin y al cabo? ¿Y este olor? Que olor tan maravilloso. Que lujuriosa fragancia ¿Orina de ardilla? Perdona, amo Snow. Hay un asunto que me requiere allí».

– No creo que incendiaran la casa para matarme. En realidad no les importaba si me mataban o no. Si hubieran querido, me hubieran capturado directamente. Han prendido fuego para ocultar el asesinato de Angela. Esta es la razón, y no otra.

«Snif, snif, snif-snif-snif; olvidemos los malos aires de la casa ardiendo, quedémonos con el olor revitalizante de las ardillas, olvidemos lo malo, quedémonos con lo bueno», parecía decir Orson .

– Dios, era tan buena persona, tan generosa -dije con amargura- No se merecía morir así.

Orson hizo una pequeña pausa en su olfateo «Sufrimiento humano. Terrible. Algo terrible. Miseria, muerte, desespero. Pero no se puede hacer nada. Nada. Así es el mundo, la naturaleza de la existencia humana. Terrible. Ven a oler a las ardillas conmigo, amo Snow. Te sentirás mejor.»

Se me hizo un nudo en la garganta, no por una pena aguda sino por algo más prosaico. Carraspeé con la violencia de un tuberculoso y finalmente planté un gargajo negro entre las raíces de un árbol.

– Si Sasha estuviera aquí -dije-, le preguntaría si ahora le recuerdo tanto a James Dean.

Tenía la cara grasienta y blanda. Me la enjugue con una mano que también sentí grasienta.

Mas allá de la fina hierba que crecía sobre las tumbas y más allá de la superficie pulida de las lápidas de granito, las sombras que proyectaba la luna de las hojas agitadas por el viento danzaban como hadas de cementerio.

Hasta bajo aquella luz peculiar, pude observar que la palma de la mano con la que me había enjugado la cara estaba manchada de hollín.

– Debo apestar a infierno.

Inmediatamente, Orson perdió su interes por el rastro de las ardillas y se acerco impaciente. Husmeo con fuerza mis zapatos, luego las piernas, el pecho, y a continuación metió el hocico debajo de mi chaqueta en el sobaco.

A veces sospecho que Orson no solo comprende mucho más de lo que creemos que comprende un perro, sino que posee sentido del humor y talento para el sarcasmo.

Saqué a la fuerza su hocico de mi sobaco y sostuve su cabeza con ambas manos.

– No estas en tus cabales, colega ¿Que clase de perro guardián eres? Quizá ya estaban dentro de la casa con Angela cuando llegue, y ella no lo sabía. ¿Pero como es que no les mordiste el culo cuando se fueron? Si escaparon por la puerta de la cocina, pasaron por delante de ti ¿Por que no encontré un montón de tipos tirados en el patio de atrás, agarrándose el trasero y aullando de dolor? -dije.

La mirada de Orson era tranquila, profunda. Le sorprendió la pregunta, porque llevaba implícita una acusación. Sorprendido. Era un perro pacífico. Era un perro de paz. Cazador de pelotas de goma, lamedor de caras, un filósofo y un buen compañero. «Amo Snow, el trabajo consistía en evitar que los villanos entraran en la casa, no en impedir que se marcharan. Buen viento a los villanos. ¿Quien los quiere tener cerca? Villanos y pulgas. Buen viento».

Tenía la nariz pegada al hocico de Orson, miraba directamente a sus ojos y me sobrevino una sensación extraña -o quizá fuera locura transitoria- y durante unos instantes pensé que podía leer sus pensamientos reales, que eran muy diferentes del dialogo que había inventado. Diferentes e inquietantes.

Dejé caer las manos que le sujetaban la cabeza, pero el no se alejó de mí ni bajó la mirada.

Y yo fui incapaz de bajar la mía.

Para expresarlo de algún modo, Bobby Halloway hubiera recomendado una lobotomía: sin embargo, tuve la sensación de que el perro temía por mí. Me compadecía porque se daba cuenta de mis esfuerzos por no admitir el profundo dolor que sentía. Me compadecía porque me era imposible reconocer hasta que punto me afectaba la perspectiva de quedarme solo. Y más que nada temía por mí, como si viera una fuerza inexorable aproximándose, de la cual yo no era consciente: una gran rueda blanca y deslumbrante, tan grande como una montaña, que me convertiría en polvo y dejaría el polvo ardiendo inmediatamente después.

– ¿Que, cuando, donde? -pregunte.

La mirada de Orson era muy intensa. Anubis, el dios de las tumbas egipcias de cabeza de perro, el pesador del alma de los difuntos, no debía de tener una mirada más penetrante. Este perro mío no es Lassie , ni un alegre perrito Disney con movimientos encantadores y una capacidad ilimitada para las travesuras divertidas.

– A veces -le dije-, me asustas.

Hizo un guiño, sacudió la cabeza, se alejo de mí dando un brinco y se puso a corretear en círculo entre las lapidas de las tumbas, olisqueando con diligencia la hierba y las hojas de roble que había en el suelo, pretendiendo ser un perro otra vez.

Quizá no fue Orson quien me asusto, sino yo mismo. Es posible que sus ojos brillantes fueran el espejo en el que viera los míos, y en el reflejo de mis ojos, descubrí la verdad interior que no era capaz de mirar directamente.

– Esta sería la interpretación de Halloway -dije.

Orson, con una excitación repentina, empezó a escarbar en un montón de fragantes hojas todavía húmedas después del riego de la tarde por los aspersores y hundió el hocico en ellas como si estuviera buscando trufas, satisfecho, batiendo el suelo con el rabo.

«Ardillas. Las ardillas hacen el amor. Las ardillas hacen el amor, hacen el amor aquí mismo. Las ardillas. Aquí mismo. Aquí huele a ardilla caliente y a almizcle, justo aquí Amo Snow, aquí, ven a oler aquí, ven a oler, rápido rápido rápido rápido, ven a oler a sexo de ardilla.»

– Me confundes -le dije.

La boca todavía me sabía a fondo de cenicero, pero ya no me subía la flema de Satán. Ahora ya podía pedalear hasta la casa de Bobby.

Antes de ir a buscar la bicicleta, me arrodille y giré la cara hacia la lápida en la que había estado apoyado.

– ¿Que pasa contigo, Noah? ¿Descansas en paz?

No necesite el lápiz linterna para leer lo que estaba grabado en la piedra Lo había hecho mil veces antes y me había pasado horas reflexionando sobre el nombre y la fecha que había debajo.

Noah Joseph James

5 de junio de 1888 – 2 de julio de 1984

Noah Joseph James, el hombre con tres nombres «No es tu nombre lo que me sorprende, sino tu singular longevidad», pensé Noventa y seis años de vida. Noventa y seis primaveras, veranos, otoños, inviernos.

Contra toda probabilidad, yo ya he vivido veintiocho años. Si la Fortuna viene a mí con las manos llenas, podría cumplir los treinta y ocho. Si se demuestra que los médicos son malos pronosticadores, si las leyes de la probabilidad quedan en suspenso, si el destino se toma unas vacaciones, quizá viva hasta los cuarenta y ocho. Si fuera así, disfrutaría de la mitad de años de vida que le concedieron a Noah Joseph James.

No se quién era, que es lo que hizo en los casi cien años que estuvo aquí en la tierra, si tuvo una mujer con la que compartir sus días o si sobrevivió a tres, si los hijos que engendró fueron curas o asesinos en serie, y no quiero saberlo. He creado en mi fantasía una vida rica y maravillosa para este hombre. Ha viajado mucho, ha ido a Borneo y a Brasil, a la bahía de Mobile durante el jubileo y a Nueva Orleans durante el carnaval, ha conocido las soleadas islas de Grecia y la tierra secreta de Shangri-La, allá en las altas fortalezas de Tíbet. Creo que amaba intensamente y él a su vez era amado con pasión, que era un guerrero y un poeta, un aventurero y un colegial, un músico y un artista, un marinero que recorrió los siete mares, que rechazaba intrépidamente cualquier limitación -si la había- que se le ponía en el camino. Siempre que siga siendo tan solo un nombre para mí, será un misterio, y podrá ser lo que yo quiera que sea y yo podré experimentar por sustitución su larguísima vida bajo el sol.

– Hola, Noah, apuesto a que cuando moriste en 1984 los enterradores no iban armados -dije en voz baja.

Me puse en pie y me dirigí a la lápida contigua donde había apoyado la bicicleta bajo la mirada vigilante del ángel de granito.

Orson dejó escapar un gruñido sordo. De repente se puso tenso y alerta. La cabeza levantada y las orejas en punta. Aunque había poca luz, me pareció que tenía el rabo encajado entre las patas.

Seguí la dirección de su mirada negra como el carbón y vi a un hombre alto y de hombros anchos caminar entre las lapidas. Hasta en aquellas suaves sombras, era una colección de ángulos y bordes recortados, un esqueleto con traje negro, como si uno de los vecinos de Noah hubiera saltado de su ataúd para ir de visita.

El hombre se detuvo en la misma fila de tumbas en la que Orson y yo nos encontrábamos y consultó un curioso objeto que llevaba en la mano izquierda. Parecía un teléfono móvil, con una pantallita iluminada.

Dio una palmadita en la almohadilla de cierre. La música espectral de notas electrónicas recorrió brevemente el cementerio, pero eran diferentes de los tonos de teléfono.

Justo cuando una bufanda de nubes se retiro de la luna, el extraño se acerco a la cara la pantalla verde manzana para ver mejor el dato que le suministraba, y aquellas dos tenues luces me revelaron lo suficiente para identificarlo. No pude ver sus cabellos rojos ni sus ojos castaños, pero hasta de perfil el rostro descarnado y los finos labios eran estremecedoramente familiares. Jesse Pinn, el ayudante de la funeraria.

No nos había visto a Orson y a mí aunque estábamos solo a diez o doce metros a su izquierda.

Jugamos a ser de granito. Orson no volvió a gruñir aunque el susurro de la brisa entre los robles hubiera enmascarado fácilmente su gruñido.

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