Si el asesino volvía a estar en el dormitorio, no podía haberse deslizado a mis espaldas momentos antes para encender las luces del segundo piso. Por lo tanto los intrusos tenían que ser dos. Y yo estaba cogido entre ellos.
¿Seguir adelante o volver atrás? Menuda elección. Las dos eran una mierda y yo sin las botas de goma.
Esperaban que corriera hacia las escaleras. Mejor hacer algo inesperado. Así es que sin dudarlo me acerque a la puerta del dormitorio principal. No utilice el tirador. Di una fuerte patada, arranqué el pestillo e irrumpí en la habitación con la Glock por delante, dispuesto a disparar cuatro o cinco tiros a cualquier cosa que se moviera.
Estaba solo.
La lámpara de la mesilla de noche todavía seguía encendida.
En la alfombra no había ninguna huella manchada de sangre y nadie podía haber vuelto a entrar en el cuarto de baño salpicado de sangre desde el exterior y luego volver aquí por este camino para cerrar la puerta que daba al corredor.
De todos modos volví a mirar en el cuarto de baño. Esta vez dejé el lápiz linterna en el bolsillo, conformándome con la débil luz de la lámpara del dormitorio, porque no necesitaba -o no quería- volver a revivir todos los detalles. La ventana de bisagra seguía abierta. El olor era tan repugnante como hacía dos minutos. La forma derrumbada contra el retrete era Angela. Aunque permanecía velada por la oscuridad, pude ver la mueca de sorpresa en su boca y sus ojos abiertos e inmóviles.
Salí de allí y eché un vistazo a la puerta abierta que daba al corredor. Nadie me había seguido.
Me quedé desconcertado en medio de la habitación.
La corriente de aire procedente de la ventana del cuarto de baño no era lo bastante fuerte para haber cerrado de golpe la puerta del dormitorio. Además, ninguna corriente de aire proyecta la sombra retorcida que había vislumbrado.
Aunque el espacio que había debajo de la cama era lo bastante grande para ocultar a un hombre, se hubiera quedado muy comprimido entre el suelo y el somier, con los muelles hundidos en su espalda. Y de todas formas nadie hubiera podido arrastrarse hasta el escondite antes de que yo me abriera camino a patadas hasta el interior de la habitación.
A través de la puerta abierta podía ver el trastero, que obviamente no era el refugio de un intruso. De todas maneras me acerqué a echar un vistazo. El lápiz linterna me reveló un acceso al ático en el techo de aquel cuarto. Aunque había una escalera plegable en la puerta de la trampilla, nadie hubiera podido ser lo bastante rápido para desplegar la escalera y bajar del ático, en los dos o tres segundos que yo había tardado en irrumpir desde el corredor.
A ambos lados de la cama había dos ventanas con cortinas. Ambas se cerraban desde el interior.
El intruso no había salido por allí, aunque quizá yo pudiera. Quería evitar volver al corredor.
Sin perder de vista la puerta del dormitorio, intente abrir una ventana. Estaba cerrada por la pintura. Era una de esas ventanas francesas con gruesas divisiones, por lo que no hubiera podido romper un paño y salir al exterior.
Estaba de espaldas al cuarto de baño. De pronto sentí como si unas arañas treparan por los huecos de mi espina dorsal. En mi imaginación vi a Angela detrás de mí, no la imagen yacente en el cuarto de baño sino levantada, roja y chorreante, con los ojos tan brillantes y planos como monedas de plata. Hasta esperé oír el burbujeante sonido a través de la herida en la garganta cuando intentase hablar.
Cuando me volví, impulsado por el espanto, no la vi detrás de mi, pero el suspiro de alivio que dejé escapar me demostró hasta qué punto me había dejado atrapar por la fantástica expectativa.
De hecho todavía seguí atrapado, esperando oír el movimiento de sus pies en el cuarto de baño. Ahora, la angustia que había sentido por su muerte había sido sustituida por el temor a perder la vida. Angela no era nadie. Era algo, la muerte en sí misma, un monstruo, un recuerdo tremendo de que todos morimos y nos convertimos en polvo. Me avergüenza decir que la odié un poco porque me obligó a subir al piso de arriba a ayudarla, la odié por haberme puesto en ese aprieto, me odie a mí mismo por odiarla, a mi querida enfermera, la odié por hacerme sentir odio hacia mí mismo.
A veces no existe un lugar más oscuro que nuestros propios pensamientos: la medianoche sin luna de la mente.
Tenía las manos húmedas. La culata de la pistola estaba resbaladiza debido al sudor frío.
Dejé de cazar fantasmas y volví de mala gana al corredor. Una muñeca me estaba esperando.
Era una de las más grandes que había en los estantes del estudio de Angela, mediría aproximadamente unos dos pies. Estaba sentada en el suelo, con las piernas abiertas, frente a mí y de cara a la luz que se filtraba a través de la puerta abierta del único cuarto que no había explorado todavía, el que estaba frente al cuarto de baño. Tenía los brazos extendidos y algo le colgaba de ambas manos.
Aquello no tenía buena pinta. Supe que no la tenía cuando lo vi: no, no tenía en absoluto buena pinta.
En las películas, un tema como la aparición de aquella muñeca era seguido inevitablemente por la dramática entrada de un tipo enorme con malas intenciones. Un tipo grande con una indiferente mascara de hockey. O una capucha. Con una sierra eléctrica aún menos tranquilizadora o una pistola de aire comprimido o, no es una broma, con un hacha lo bastante grande para decapitar a un Tiranosaurio Rex.
Eché un vistazo al taller, que seguía medio iluminado por la lámpara de mesa. Ningún intruso se ocultaba allí.
Muévete, me dije. Hacia la entrada del cuarto de baño. Seguía desierto. Necesitaba utilizar el servicio. No era el momento oportuno. Muévete, pensé.
Me acerqué a la muñeca, que llevaba unas deportivas negras, téjanos negros y camiseta también negra. El objeto que tenía en las manos era una gorra azul marino con dos palabras bordadas en color rojo rubí encima de la visera: Instrucción Secreta .
Durante un instante pensé que era una gorra como la mía. Luego resultó ser la mía, que había dejado en el piso de abajo, en la cocina.
Eché un vistazo a la parte superior de la escalera y a la puerta abierta de la única habitación que no había comprobado, esperando que el contratiempo surgiera de uno u otro lugar. Cogí la gorra de las manitas de porcelana y me la puse en la cabeza.
Bajo aquella luz y en aquellas circunstancias, una muñeca podía tener un aspecto pavoroso y diabólico. Esta era diferente, porque no había un solo rasgo en su cara de porcelana que me indicara malevolencia, aunque sentí en la nuca ese hormigueo típico de la fiesta de Halloween.
Lo que me espantó no fue ninguna peculiaridad referente a la muñeca sino algo que me era extrañamente familiar tenía mi rostro. El modelo había sido yo.
Me quedé atónito, con un hormigueo que me subía por todo el cuerpo. Angela se había ocupado de mí lo suficiente para poder reproducir mis rasgos con toda meticulosidad, para recordarme amorosamente en una de sus creaciones y ponerme en el estante de sus muñecas favoritas. Inesperadamente me atacó una imagen que me despertó unos temores primitivos, como si al tocar aquel fetiche mi alma y mi mente pudieran verse atrapados en su interior, mientras algún espíritu maligno, introducido previamente en la muñeca, saliera de ella para entrar en mi carne. Y satisfecho de su liberación, se introdujera bamboleante en la noche para, en mi nombre, partirles el cráneo a las doncellas y comerles el corazón a los bebés.
En épocas normales -si estas épocas existen- gozo de una viva imaginación poco habitual. Bobby Halloway la llama, con cierta sorna, «la arena de circo numero trescientos de tu mente» Sin duda es una cualidad que he heredado de mis padres, que eran lo bastante inteligentes para saber lo poco que se sabe, lo bastante inquisitivos para no dejar nunca de aprender y lo bastante perceptivos para comprender que todas las cosas y todos los acontecimientos contienen infinitas posibilidades. Cuando era niño, me leían versos de A. A. Milne y de Beatrix Potter pero además, convencidos de que yo era un niño precoz, de Donald Justice y de Wallace Stevens. Después, mi imaginación siempre se ha mezclado con imágenes procedentes de versos desde las diez puntas de los pies rosa de Timothy Tim hasta las luciérnagas retorciéndose en la sangre. En épocas extraordinarias -como esta noche de cadáveres robados- soy demasiado imaginativo y en la arena de circo numero trescientos de mi mente, los tigres acechan para matar a sus domadores y los payasos esconden cuchillos de carnicero y corazones de diablo bajo sus ropas holgadas.
«Muévete», pensé.
Una habitación más. Comprobé el interior con la espalda protegida y luego fui directamente a las escaleras.
Evité, por superstición, cualquier contacto con la muñeca doble, me mantuve alejado de ella y me dirigí a la puerta abierta de la habitación opuesta al cuarto de baño. Un dormitorio de invitados decorado con sencillez.
Me asomé inclinando la cabeza cubierta con la gorra y eche un vistazo protegiéndome cuidadosamente de la luz del techo. No vi ningún intruso. La cama tenía barras laterales y otra formando el pie de la cama detrás de la cual estaba doblado el cobertor, así es que se veía el espacio de debajo.
En lugar de un armario allí había un buró grande de nogal con muchos cajones y un guardarropa de madera maciza con un par de cajones uno junto al otro en la parte inferior y dos grandes puertas encima. El espacio entre las puertas del guardarropa era lo suficientemente grande para albergar a un hombre grueso, con o sin sierra eléctrica.
Me esperaba otra muñeca. Ésta estaba sentada en el centro de la cama, con los brazos extendidos como la muñeca Christopher Snow, pero bajo aquella luz mortecina, no pude ver bien lo que sostenía en sus manos de color de rosa.
Apague la luz del techo. Solo quedó encendida la lámpara de la mesilla de noche para guiarme.
Entré en la habitación de invitados, dispuesto a disparar un tiro a cualquiera que apareciera en la entrada.
Veía el guardarropa con el rabillo del ojo. Si las puertas empezaban a abrirse, no necesitaría la visión láser para agujerearlas, era suficiente una pistola de 9 milímetros.
Tropecé con la cama y me alejé lo suficiente de la puerta y del guardarropa para observar más de cerca a la muñeca. En cada una de las palmas de la mano tenía un ojo. No un ojo pintado a mano. Ni un ojo de cristal del taller de muñecas. Un ojo humano.
Los goznes de las puertas del guardarropa seguían inmóviles.
Nadie se movía en el pasillo.