Era el dormitorio principal. Confortable. La cama estaba perfectamente hecha. Una manta de alegres colores cubría uno de los brazos de un silloncito y en el escabel había un periódico doblado. En el buró, había una colección de botellas de perfume antiguas.
Una de las lámparas de la mesilla de noche estaba encendida. La bombilla no era fuerte y la pantalla de tejido plegado amortiguaba los rayos.
A Angela no se la veía por ninguna parte.
La puerta de un armario estaba abierta. Quizás Angela había subido a buscar algo que guardaba allí. No vi nada más que ropa colgada y cajas de zapatos.
La puerta del baño contiguo estaba entornada y el cuarto de baño a oscuras. Si había alguien al acecho, yo era un blanco perfecto.
Me acerque al cuarto de baño tan oblicuamente como me fue posible, apuntando con la Glock hacia el resquicio negro entre la puerta y el quicio. Empujé la puerta, que se abrió sin resistencia.
El olor me detuvo cuando iba a cruzar el umbral.
Como la luz de la lámpara de la mesilla de noche no iluminaba mucho, me saque del bolsillo el lápiz linterna. El haz de luz centelleó en un charco rojo en el suelo de baldosas blancas. En las paredes había salpicaduras de sangre.
Angela Ferryman estaba en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás apoyada en el borde de la taza del retrete. Sus ojos estaban tan vacíos, pálidos y fijos como los de una gaviota muerta que un día me encontré en la playa.
Pensé que su garganta había sido acuchillada varias veces con un cuchillo no muy afilado. No pude soportar mirarla demasiado cerca o demasiado tiempo.
El olor no era sólo de sangre. Cuando agonizaba se había ensuciado encima. La corriente de aire me traía el hedor.
Uno de los bastidores de la ventana estaba completamente abierto. No era la típica ventana pequeña de un cuarto de baño, sino lo bastante grande para que por ahí escapara el asesino, que debió de mancharse con la sangre de su victima.
Quizás Angela había dejado la ventana abierta. Si el tejado del porche daba a esta ventana del primer piso, el asesino podía haber entrado y salido por ella.
Orson no había ladrado, por tanto, la ventana daba hacia la fachada de la casa y el perro estaba en la parte de atrás.
Angela tenía las manos a ambos lados del cuerpo, casi perdidas en las mangas del jersey. Parecía tan inocente. Como si tuviera doce años.
Durante toda su vida se había entregado a los demás. Y ahora alguien, insensible a su generosidad, se la había llevado cruelmente.
Angustiado, temblando sin control, salí del cuarto de baño.
Yo no había ido a Angela con preguntas. No la había arrastrado hasta el espantoso final. Ella me había llamado, y aunque había utilizado el teléfono del coche, alguien se había enterado y había decidido silenciarla rápidamente y para siempre. Quizás aquellos conspiradores sin rostro decidieron que su desesperación la hacia peligrosa. Acababa de despedirse del hospital. Decía que no tenía ninguna razón para vivir. Y le aterrorizaba la transformación, fuera lo que fuera lo que aquello significara. Era una mujer que no tenía nada que perder, aparte de su control. La hubieran asesinado aunque yo no hubiera respondido a su llamada.
Sin embargo, yo me sentía culpable, ahogado en frías corrientes, sin aliento, atónito.
Luego aparecieron las náuseas, agitándose como una anguila escurridiza a través de mis entrañas, nadando hacia la garganta y surgiendo casi por la boca. Las reprimí con esfuerzo.
Necesitaba salir de allí y sin embargo no me podía mover. El terror y el sentimiento de culpa me tenían inmovilizado.
El brazo derecho me colgaba a un lado, tan recto como una cuerda de plomada, debido al peso de la pistola. El lápiz linterna lo tenía sujeto con la mano izquierda e hilvanaba formas dentadas en la pared.
No podía pensar con claridad. Mis pensamientos se enredaban como masas enmarañadas de algas marinas arrojadas por la marea.
Sonó el teléfono en la mesilla de noche más próxima.
Me mantuve alejado de él. Tenía la extraña sensación de que la llamada procedía del mismo que había dejado aquella profunda respiración en mi contestador automático, que intentaba robarme algún aspecto vital de mi persona con sus aspiraciones de perro policía, como si mi alma pudiera ser aspirada y transportada a través de la línea abierta del teléfono. Y yo no quería oír sus murmullos bajos, espectrales y destemplados.
Cuando el teléfono quedó en silencio, los estridentes timbrazos me habían aclarado algo la cabeza. Apagué el lápiz linterna, me lo puse en el bolsillo, alcé la pistola y observé que alguien había encendido la luz del rellano del piso superior.
Al ver la ventana abierta y las manchas de sangre en el marco, pensé que estaba solo en la casa con el cuerpo de Angela. Estaba equivocado. Había un intruso esperando entre la habitación y las escaleras.
El asesino no podía haber salido del cuarto de baño y atravesado la habitación, las huellas de sangre hubieran señalado su paso por la alfombra de color crema. Entonces ¿por qué habría escapado desde el piso superior para volver a entrar inmediatamente por la puerta o una ventana de la planta baja?
Y si, después de haber escapado, había cambiado de opinión porque dejaba un testigo potencial y había decidido volver por mí, no hubiera encendido la luz para anunciar su presencia. Hubiera preferido cogerme por sorpresa.
Con mucha cautela y apartándome de la claridad, salí al descansillo. Estaba desierto.
Las tres puertas que estaban cerradas cuando yo subí las escaleras ahora estaban completamente abiertas. Y las habitaciones iluminadas.
Igual que la sangre mana de una herida así el silencio brotaba del fondo de la casa en el rellano de la escalera. Luego se oyó un sonido, pero procedía del exterior: la fuerza del viento bajo los aleros.
Al parecer se había iniciado un extraño juego. Y yo ignoraba las reglas. No sabía identificar a mi adversario. Estaba jodido.
Moviéndome como un rayo, pase a una zona de sombras en el rellano, lo que hizo que las luces de las tres habitaciones abiertas parecieran más brillantes por el contraste.
Quería bajar corriendo las escaleras. Salir. Afuera. Pero esta vez no podía permitirme dejar atrás sin explorar las habitaciones. Y acabar como Angela, degollado por la espalda.
Si quería seguir vivo tenía que mantener la calma. Pensar. Aproximarme a cada una de las puertas con cautela. Avanzar lentamente hasta salir de la casa. Asegurarme de que tenía las espaldas cubiertas a cada paso.
Aguce el oído y como no oí nada me acerque a la puerta opuesta al dormitorio principal. No atravesé el umbral sino que permanecí en la oscuridad, utilizando la mano izquierda como visor contra la luz violenta que me venía de frente.
Podía haber sido la habitación de un hijo de Angela si hubiera podido tener niños. En su lugar contenía un armario de herramientas con muchos cajones, un taburete con respaldo y dos grandes mesas de trabajo colocadas en forma de L. Allí Angela practicaba su afición: confeccionar muñecas.
Eche un rápido vistazo al rellano. Seguía vacío.
Muévete me dije. No quería ser un blanco fácil.
Abrí completamente la puerta del cuarto de las muñecas. No había nadie.
Entré en la habitación iluminada y me quedé en diagonal con el rellano, de manera que cubría ambos espacios.
Angela era una excelente artesana, como lo demostraban las treinta muñecas que había en los estantes de un armario abierto al fondo de la habitación. Sus creaciones poseían una gran riqueza imaginativa, vestidas con esmero con las ropas que la propia Angela había cosido: equipos de cowboy y de cowgirl, trajes de marinero, vestidos de fiesta con enaguas. Sin embargo lo maravilloso de aquellas muñecas residía en el rostro. Había tallado cada cabeza con talento y paciencia, y las había cocido en un horno que tenía en el garaje. Algunas eran de porcelana mate. Otras de porcelana vidriada. Todas estaban pintadas a mano con tanta atención por el detalle que sus rostros parecían reales.
Angela había vendido algunas muñecas y otras las había regalado. Las que quedaban eran sus favoritas, aquellas de las que no había querido separarse. Aun en las circunstancias en que me encontraba, alerta por la posible aparición de un psicópata con un afilado cuchillo, observé que cada cara era distinta, como si Angela no se hubiera limitado a hacer muñecas, sino que hubiera imaginado los posibles rostros de los niños que nunca llevaría en su seno.
Apague la lámpara del techo y deje encendida la de la mesa de trabajo. Tras la repentina inundación de sombras pareció como si las muñecas se deslizaran de los estantes, dispuestas a saltar al suelo. Sus ojos pintados -unos brillantes con puntitos de luz reflejada en ellos y los otros con una mirada fija y oscura- parecían vigilantes y atentos.
Que tontería.
Las muñecas sólo eran muñecas. No eran una amenaza para mí.
Volví al corredor, lo recorrí apuntando con la Glock a la izquierda, a la derecha, a la izquierda otra vez. Nadie.
Al lado anterior del rellano había un cuarto de baño. Con los ojos casi cerrados para evitar el brillo de la porcelana, el cristal, los espejos y las baldosas de cerámica amarilla, escudriñé cada rincón. No había nadie escondido.
Cuando me disponía a apagar las luces del cuarto de baño, se oyó un ruido. Procedía del dormitorio principal. Un golpe rápido como de nudillos en la madera. Con el rabillo del ojo observé que algo se movía.
Gire hacia aquel sonido, levanté la Glock sujetándola con ambas manos, como si supiera qué demonios estaba haciendo, imitando a Willis, a Stallone y a Schwarzenegger, a Eastwood y Cage en una película de cien corre-saca-dispara-caza, como si creyera que ellos sabían qué demonios estaban haciendo. Pensé que iba a encontrarme con una figura de cuerpo pesado, ojos de loco, el brazo levantado, enarbolando un cuchillo, pero seguía estando solo en el corredor.
El movimiento que había visto era el de la puerta del dormitorio principal al ser empujada desde el interior. En la pequeña cuña de luz entre la puerta que se había movido y el quicio, vislumbre una sombra retorcida, serpenteante, encogida. La puerta se cerró con un sonido compacto como el de una caja de seguridad.
La habitación estaba desierta cuando yo la abandoné y nadie había entrado desde que yo hube salido al corredor. Solo podía estar el asesino, y solo si había vuelto a entrar por la ventana del cuarto de baño desde el tejado del porche donde debía estar cuando yo descubrí el cuerpo de Angela.