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– Me has dicho que tenía que saber… para defenderme.

Asintió.

– Así es. Es verdad. Tienes que saber. Estás amenazado. Tienes que saber quién te odia.

Alargué la mano hacia ella, pero no la toqué.

– Angela -le supliqué- Quiero saber que es lo que les ha sucedido a mis padres.

– Están muertos. Se han ido. Los quería, Chris, eran amigos, pero se han ido.

– Pero tengo que saber…

– Si crees que alguien ha de pagar por su muerte… debes comprender que nadie lo hará. No mientras vivas. No importa las verdades que conozcas, nadie pagara por ello. Aunque intentes que así sea.

Entonces me di cuenta de que mi mano se había cerrado en un puño sobre la mesa.

– Ya veremos -dije después de un silencio.

– Esta tarde he dejado mi trabajo en el Mercy Hospital -cuando reveló la triste noticia se encogió, parecía una niña vestida con ropas de adulto, aquella niña que llevaba te helado, la medicina y las píldoras a su madre enferma- Ya no soy enfermera.

– ¿Y que vas a hacer?

No respondió.

– Era lo que siempre habías querido ser -le recordé.

– Esto ahora carece por completo de importancia. Curar heridas en la guerra es un trabajo vital. Curar heridas en medio del apocalipsis, es una locura. Además, me estoy transformando. Me estoy transformando. ¿No lo ves?

La verdad es que yo no lo veía.

– Me estoy transformando. En otra yo. Otra Angela. En alguien que no quiero ser. En algo que no me atrevo a pensar.

Todavía seguía sin saber a dónde quería llegar con su charla apocalíptica ¿Era una respuesta racional a los secretos de Wyvern o el resultado de su desesperación después de la pérdida del mando?

– Si insistes en querer enterarte de todo, cuando lo conozcas no te quedará otro remedio que seguir sentado, beber lo que más te guste y esperar a que llegue el final.

– Insisto en saberlo.

– Entonces creo que ha llegado el momento de las demostraciones -dijo Angela con evidente ambivalencia- Pero… oh, Chris, te voy a romper el corazón -la tristeza alargó sus rasgos- Creo que debes saber… pero todo esto te romperá el corazón.

Cuando se levantó y atravesó la cocina, yo la seguí.

Me detuvo.

– Tendré que encender algunas luces para coger lo que necesito. Será mejor que esperes aquí, yo lo traeré todo.

Contemplé cómo desaparecía en la penumbra del comedor. En la sala encendió una luz y a partir de allí la perdí de vista.

Deambulé por la habitación en la que estaba confinado dándole vueltas en la cabeza a los pensamientos que me acechaban. El mono era y no era un mono, y esta maldad que subyacía en este ser y no ser simultáneo solo tendría sentido en el mundo de Lewis Carroll con Alicia en el fondo de la madriguera mágica.

Llegue ante la puerta de atrás, volví a comprobar el cerrojo. Estaba cerrado.

Aparté un poco la cortina e inspeccioné la noche. No vi a Orson .

Los árboles se movían. Había vuelto el viento.

La luz de la luna se movía. Al parecer el cambio del tiempo venia del Pacifico. Cuando el viento hizo pasar jirones de nubes por la cara de la luna, un resplandor plateado pareció agitar el paisaje nocturno. Era el paso de las sombras manchadas de las nubes y el movimiento de la luz no era más que una ilusión. Sin embargo el patio se había transformado en una corriente invernal y la luz se rizaba como el agua moviéndose bajo el hielo.

De algún lugar de la casa llego un breve grito. Fue tan fino y desesperado como la propia Angela.

13

El grito fue tan breve y apagado que hubiera podido ser tan irreal como el movimiento de la luz de la luna en el patio, apenas un fantasma de sonido vagando por mi mente. Como el mono, tuvo la cualidad de ser y no ser al mismo tiempo.

Cuando la cortina se deslizo de mis dedos y se hizo el silencio al otro lado del cristal, sonó en toda la casa un golpe sordo que hizo temblar las paredes.

El segundo grito fue más débil y breve que el primero, pero indudablemente se trataba de un gemido inequívoco de dolor y de terror.

Quizás había tropezado con un escalón, se había caído y se había lastimado el tobillo. O quizá solo había sido el sonido del viento y de los pájaros en el alero. Quizá la luna esta hecha de queso y el cielo es una placa de chocolate con estrellas de azúcar.

Llame a Angela en voz alta.

No respondió.

La casa no era tan grande como para que no hubiera podido oírme. Su silencio era sospechoso.

Maldije para mis adentros y saque la Glock del bolsillo de la chaqueta. La sostuve a la luz de las velas buscando desesperadamente el seguro.

Solo encontré un resorte que podía ser lo que buscaba. Cuando lo presioné hacia abajo un intenso rayo de luz roja salió disparado de un pequeño agujero debajo del orificio de las balas y dibujo una gota brillante en la puerta de la nevera.

Mi padre buscó un arma que la pudiera utilizar un amable profesor de literatura y había pagado más para tener una con visión láser. Era un buen hombre.

Yo no sabía mucho sobre armas de fuego, pero sabía que algunos modelos de pistolas llevan unos sistemas de seguridad con unos dispositivos internos que se sueltan cuando se aprieta el gatillo y, una vez se ha disparado, vuelven a su lugar. Quizás esta era una de estas armas de fuego. Y si no lo era, sería incapaz de disparar cuando me encontrara frente a un asaltante o bien, ofuscado por el pánico, me dispararía en el pie.

Pero aunque no era ducho en armas, allí no había nadie más que pudiera hacer el trabajo. Debo admitir que pensé escapar, saltar a la bicicleta, ponerme a salvo y hacer una llamada anónima a la policía. Si lo hubiera hecho, nunca más me hubiera atrevido a mirarme al espejo, o mirar a los ojos a Orson .

No sé si me temblaban las manos, ni cómo demonios pude hacer una pausa y respirar profundamente.

Me dirigí a la puerta abierta de la cocina que daba al comedor y pensé en devolver la pistola al bolsillo y coger un cuchillo del cajón. Cuando me contó la historia del mono, Angela me enseñó dónde guardaba los cuchillos.

La razón prevaleció. Yo no era más práctico en cuchillos que experto en armas de fuego.

Además, acuchillar y cortar en canal a otro ser humano requería mayor rudeza que la que se necesitaba para apretar un gatillo. Imaginé que podría hacer lo que fuera necesario si mi vida -o la de Angela- corría peligro, pero no se podía ignorar que estaba mejor capacitado para el sucio trabajo de disparar, que para el asqueroso trabajo de destripar a alguien en un cuerpo a cuerpo. En un enfrentamiento desesperado, una vacilación podía ser fatal.

Cuando tenía trece años, fui capaz de mirar dentro del crematorio. Después de todos estos años, todavía no estaba listo para el tétrico espectáculo de embalsamar un cuerpo.

Atravesé rápidamente el comedor y volví a llamar a Angela. Y de nuevo no respondió.

No volví a llamarla por tercera vez. Si había un intruso en la casa, revelaría mi posición cada vez que la llamara.

En la sala de estar no me detuve a apagar la lámpara, pero me alejé de ella y aparté la cara.

Mirando de soslayo la restringida lluvia de la luz del vestíbulo, eché un vistazo a través de la puerta abierta del estudio. Allí no había nadie.

La puerta del tocador estaba entornada. La empujé y la abrí. No necesité dar la luz para comprobar que allí tampoco había nadie.

Me sentí desnudo sin la gorra, que había olvidado en la mesa de la cocina y apagué la lámpara de plafón del techo del vestíbulo. Bendije la penumbra que se hizo.

Escudriñé el rellano donde las escaleras en sombra daban un giro y desaparecían hacia arriba. Desde donde me encontraba observé que no había ninguna luz encendida en el piso superior, lo cual me convenía. Mi mayor ventaja era la adaptación de mis ojos a la oscuridad.

Llevaba el móvil colgado del cinturón. Mientras subía las escaleras, consideré la posibilidad de llamar a la policía.

Sin embargo, después del fracaso de la cita de aquella noche, Lewis Stevenson debía de estar buscándome Y si era así, el propio jefe contestaría a la llamada. Y quizás el calvo del pendiente vendría a cazarme.

Manuel Ramírez no podría ayudarme, porque aquella noche estaba de guardia en la comisaría. Y no me daba seguridad preguntar por otro oficial. Hasta donde sabía, el jefe Stevenson podía no ser el único poli comprometido de Moonlight Bay, quizá todos los miembros de las fuerzas de policía, excepto Manuel, estaban implicados en la conspiración. De hecho, a pesar de nuestra amistad, tampoco podía confiar en Manuel, al menos hasta que supiera más de la situación.

Al subir por las escaleras agarré la Glock con ambas manos, dispuesto a disparar el rayo de láser si alguien se movía. Me dije que tenía que recordar que si jugaba a los héroes debía procurar no disparar a Angela por equivocación.

Al girar el descansillo observé que el piso superior estaba más oscuro que el inferior. La luz ambiental de la sala no llegaba hasta allí arriba. Subí rápidamente y en silencio.

El corazón me latía acompasadamente, se había adaptado a la situación, aunque me sorprendió que no se desbocara. El día anterior ni hubiera imaginado siquiera que sería capaz de adaptarme con tanta rapidez a la perspectiva de una violencia inminente. Y comencé a reconocer en mi interior un desconcertante entusiasmo por el peligro.

En el descansillo del piso superior se abrían cuatro puertas. Tres de ellas permanecían cerradas. La cuarta -la más alejada de las escaleras- estaba entornada, y de la habitación llegaba una suave iluminación.

Pasé por delante de las tres habitaciones cerradas, dejando mis espaldas vulnerables.

Pero dado mi XP, y considerando sobre todo con qué rapidez mis ojos me pican y se humedecen cuando se exponen a una luz muy brillante, sólo podía investigar aquellos espacios con la pistola en la mano derecha y el lápiz linterna en la izquierda. Y esto podría ser un inconveniente, porque llevaría mucho tiempo y sería peligroso. Cada vez que entrara en una habitación, no importa lo silencioso que fuera ni lo rápidamente que me moviera, el lápiz linterna me señalaría inmediatamente al agresor antes de que yo lo encontrara con el pequeño haz de luz.

Lo mejor que podía hacer era jugar a mi favor, lo que significaba aprovechar la oscuridad, mezclarme con las sombras. Caminé por el descansillo pegado a la pared, mirando en ambas direcciones, sin hacer ruido, como tampoco lo hacía nadie más en el interior de la casa.

La segunda puerta de la izquierda estaba abierta sólo a medias y por el estrecho borde de luz se veía poco del interior de la habitación. Empujé la puerta con el cañón de la pistola.

24
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