Литмир - Электронная Библиотека

– ¿Por quién brindamos? -pregunté.

– Por el fin del mundo.

– ¿Por fuego o por hielo?

– Por nada agradable.

Estaba tan seria como una piedra.

Sus ojos tenían el color del acero inoxidable bruñido de los cajones de la cámara frigorífica del Mercy Hospital y su mirada era demasiado fija hasta que, afortunadamente, la apartó de mí y la clavó en el vaso de licor que tenía en la mano.

– Cuando Rod colgó el aparato, me pidió que le contara lo que había pasado y yo lo hice. Me hizo cientos de preguntas, sobre la herida del labio, sobre si el mono me había tocado, me había mordido, como si le costara creer que lo había hecho con la manzana. Pero no respondió a ninguna de mis preguntas. Sólo me dijo «Angie, no quieras saber». Y yo claro que quería saber, pero entendí lo que quería decirme.

– Información privilegiada, secreto militar.

– Mi marido había participado en unos delicados proyectos, asuntos de seguridad nacional, y yo pensé que esto era lo que había detrás de todo. Me dijo que no podía hablar de ello. Ni conmigo. Ni con nadie de fuera de la oficina. Ni una palabra.

Angela siguió mirando fijamente su brandy y yo di un sorbo al mío. No me gustó tanto como antes. Esta vez detecté un amargor subyacente, que me recordó que los huesos de albaricoque son una fuente de cianuro.

Brindar por el fin del mundo hace ver las cosas por su lado más oscuro, hasta en el caso de una humilde fruta.

Apoyándome en mi incorregible optimismo, tomé otro largo trago del licor de albaricoque y me concentré en saborear el aroma que antes me había gustado.

– No habían pasado quince minutos cuando tres tipos respondieron a la llamada de Rod. Al parecer venían de Wyvern en una ambulancia o algo que les servía de pantalla, aunque no se oyó ninguna sirena. Tampoco vestían uniforme alguno. Dos de ellos entraron por la puerta de atrás que estaba abierta y luego en la cocina, sin llamar. El tercer tipo debió de abrir con una ganzúa la puerta principal y entró, silencioso como un fantasma, porque sus pasos en el comedor se oyeron a la vez que los otros dos entraban por la parte de atrás. Rod seguía apuntando al mono con la pistola (los brazos le temblaban de cansancio) y aquellos tres llevaban pistolas con dardos anestésicos.

Pensé en la silenciosa calle a la luz de las farolas de allá afuera, en la encantadora arquitectura de la casa, en la pareja de magnolios, en la glorieta con jazmín trepador. Nadie que pasara por ese lugar aquella noche hubiera podido imaginar el extraño drama que se estaba desarrollando en el interior de aquellas paredes de estuco.

– Parecía que el mono los estuviera esperando -dijo Angela-, no le afectó y ni siquiera intentó escapar. Uno de ellos le disparó un dardo. Enseñó los dientes y emitió un silbido, pero no intento arrancarse la aguja. Dejó caer lo que quedaba de la segunda mandarina, se esforzó por tragar el trocito que tenía en la boca y luego se acurrucó sobre la mesa, suspiró y se quedó dormido. Se marcharon con el mono y Rod se fue con ellos. Nunca volví a ver al mono. Rod no volvió a casa hasta las tres de la mañana, cuando la Nochebuena ya había pasado, no intercambiamos los regalos hasta el último día de las fiestas de Navidad, pero entonces ya estábamos en el infierno y nada iba a ser lo mismo. No había salida, y yo lo sabía.

Finalmente se bebió el brandy que le quedaba y dejó el vaso sobre la mesa con tanta fuerza que sonó como un disparo.

Hasta ese momento había manifestado una tristeza y una melancolía tan profundas como un cáncer de huesos. Después expreso un enfado procedente de una fuente aun mas honda.

– Al día siguiente de Navidad tuve que dejarles que tomaran sus malditas muestras de sangre.

– ¿A quien?

– A los del proyecto en Wyvern.

– ¿Proyecto?

– Una vez al mes desde entonces… sus muestras. Como si mi cuerpo no me perteneciera, como si hubiera tenido que pagar un alquiler en sangre para que se me permitiera seguir viviendo.

– Hacia un año y medio que Wyvern estaba cerrada.

– No del todo. Algunas cosas no mueren. No pueden morir. No importa cuanto desees que mueran.

Aunque estaba extremadamente delgada, Angela siempre había sido una mujer hermosa. Piel de porcelana, rostro agraciado, pómulos altos, nariz escultural, unos labios generosos que equilibraban las otras líneas verticales de la cara y regalaban abundantes sonrisas, y estas cualidades, unidas a un corazón desprendido, la hacían encantadora, a pesar de que tuviera la piel demasiado cerca del hueso y su esqueleto mal disimulado no produjera la ilusión de inmortalidad que proporciona la carne. Pero ahora su rostro era duro, frío y desagradable, con los ángulos firmemente marcados por la afilada rueda de la ira.

– Si me hubiera negado a darles la muestra de sangre mensual, me hubieran matado. Estoy segura. O me hubieran encerrado en algún hospital secreto donde me hubieran vigilado de cerca.

– ¿La muestra de sangre para que? ¿De que tenían miedo?

Fue a decir algo, pero luego apretó los labios.

– ¿Angela?

Yo me hacía un análisis mensual de sangre con el doctor Cleveland y a menudo Angela me hacia la extracción. En mi caso era para un procedimiento experimental que podría detectar los primeros indicios de cáncer de piel y de ojos a través de sutiles cambios en la química de la sangre. Aunque la extracción de sangre era indolora y era por mi bien, me molestaba por lo que representaba y podía imaginarme mi resentimiento si fuera un acto obligatorio en lugar de voluntario.

– Quizá no debería decírtelo. Pero tienes que saberlo para defenderte. Contártelo todo es como encender una mecha. Más pronto o más tarde todo tu mundo estallara.

– ¿Es que el mono tenía alguna enfermedad?

– Ojala hubiera sido eso. Quizás ahora estaría curada. O muerta. La muerte es mejor que lo que va a venir.

Alzó el vaso de licor, apretó el puño a su alrededor y por un momento pensé que lo arrojaría al otro lado de la habitación.

– El mono no me mordió -insistió-, no me araño, ni siquiera me tocó, por Dios. Pero no me creyeron. Tampoco estoy segura de que Rod me creyera. No me dieron ninguna opción. Ellos me… Rod me esterilizó.

Las lagrimas llenaron sus ojos, contenidas y brillantes como las luces votivas en los candelabros de cristal rojo.

– Entonces tenía cuarenta y cinco años -dijo-, no he tenido un hijo porque desde entonces soy estéril. Lo intentamos (especialistas en fertilidad, terapia hormonal, todo, todo) y nada sirvió.

Oprimido por el sufrimiento que delataba la voz de Angela, no me podía quedar sentado en la silla contemplándola pasivamente. Sentí el impulso de levantarme y rodearla con los brazos. Ser yo la enfermera esta vez.

Cuando volvió a hablar la voz le temblaba de rabia.

– Y cuando aquellos hijos de puta me hubieron hecho la operación, una operación permanente, no me ligaron las trompas sino que me sacaron los ovarios, me cortaron, me cortaron toda esperanza -la voz casi se le quebró, pero ella cobro fuerzas- Tenía cuarenta y cinco años y guardaba cierta esperanza, o al menos pretendía tenerla. Pero cuando me lo extirparon todo… Aquella humillación, aquella desesperanza. Y ni siquiera me dijeron por qué. Rod me llevó a la base al día siguiente de Navidad supuestamente para que me hicieran unas preguntas acerca del mono, de su comportamiento. No me dio ningún detalle. Estuvo muy misterioso. Me llevo a aquel sitio… aquel sitio del que ni siquiera la mayor parte de empleados en la base conocían su existencia. Me sedaron contra mi voluntad y llevaron a cabo la operación sin mi permiso. Cuando todo hubo acabado aquellos hijos de puta ¡ni siquiera me dijeron por que!

Aparté la silla de la mesa y me puse de pie. Sentía un dolor persistente en los hombros y las piernas debilitadas. Jamás hubiera imaginado que iba a escuchar una historia de ese calibre.

Aunque quería consolarla, no intente acercarme a Angela. Seguía agarrando con fuerza su vaso de licor. La mueca de ira había transformado su hermoso rostro en una colección de cuchillos. Imaginé que no desearía que la tocara en ese momento.

Permanecí de pie ante la mesa, con una sensación de embarazo, durante unos segundos que me parecieron interminables sin saber que hacer. Después me dirigí a la puerta de atrás y volví a comprobar que el cerrojo estuviera pasado.

– Se que Rod me quería -dijo aunque la ira de su voz no se había suavizado-. Todo aquello le rompió el corazón, se lo rompió por completo, por todo lo que tuvo que hacer. Le rompió el corazón tener que cooperar con ellos y hacerme la operación. Después ya no fue el mismo.

Me volví y vi que tenía el puño levantado. Los cuchillos de su rostro brillaban a la luz de las velas.

– Sus superiores sabían lo unidos que siempre habíamos estado Rod y yo, sabían que él no tenía secretos para mí, no si yo iba a sufrir por ello.

– Sabían que a la larga él te lo contaría todo -convine.

– Sí. Y yo le perdoné, le perdone sinceramente lo que había hecho conmigo, pero él seguía desesperado. Yo nada podía hacer para aliviarle. Estaba tan hundido en la desesperación… y sufría tanto -ahora su ira se había transformado en lástima y piedad- Sufría tanto que nada podía aliviarle. Y finalmente se suicidó… y cuando murió me quedé sin nada.

Bajo el puño. Lo abrió. Se quedó mirando fijamente el vaso de licor y luego lo dejó con cuidado sobre la mesa.

– ¿Angela, qué pasaba con el mono? -pregunté.

No contestó.

Las imágenes de las llamas de las velas danzaban en sus ojos. Su rostro solemne parecía el sepulcro de piedra de una diosa muerta.

Repetí la pregunta.

– ¿Qué pasaba con el mono?

Cuando finalmente habló, la voz de Angela era casi como un murmullo.

– No era un mono.

Sabía que la había oído bien, y, sin embargo, sus palabras carecían de sentido.

– ¿No era un mono? Pero si has dicho.

– Parecía un mono.

– ¿Parecía?

– Y era un mono, desde luego.

Aunque seguí sin comprender, no dije nada.

– Lo era y no lo era -murmuró- Esto es lo que pasaba con él.

No me pareció que razonara bien. Empecé a preguntarme si su extraordinaria historia era más producto de la fantasía que de la verdad, y si era consciente de la diferencia.

Apartó la vista de las velas y me miró directamente. Ya no estaba enfadada, pero tampoco había recuperado su expresión encantadora. Tenía el rostro lleno de sombras.

– Quizá no debería haberte llamado. La muerte de tu padre me ha afectado y no pensaba con claridad.

23
{"b":"98870","o":1}